La Fe. Armando Palacio Valdés

La Fe - Armando Palacio Valdés


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diez y seis hasta los veinte años, en que su salud se fortaleció notablemente, en que se hizo una joven gallarda y bien parecida. Pronto se secó aquella flor, no obstante. Su salud quebrantose de nuevo, y aunque no se repitieron los extraños desórdenes pasados, comenzó a decaer visiblemente, a sentir frecuentes indisposiciones. Los amigos y su mismo padre atribuían estas dolencias a sus largas oraciones y penitencias. Le había acometido una afición desmedida a las prácticas piadosas, a frecuentar los sacramentos y a permanecer horas y horas en la iglesia. A pesar de las advertencias de todos y de los ruegos de su padre, nunca quiso refrenar su piedad; antes iba cada día en aumento. La influencia de D. Narciso quizá tuviera buena parte en ello.

      Había llegado Obdulia a los veintiocho años sin que hubiera tenido más que unos amores, cuando contaba diez y siete. Fue novia de un mancebo de Lancia que pasaba en Peñascosa largas temporadas en casa de unos amigos. Llegaron estos amores a formalizarse. Se habló de boda, se hizo ropa la novia, se fijó la época. De repente llega el padre del muchacho de la isla de Cuba, y una noche lo empaqueta en la diligencia y se lo lleva, no se sabe adónde. Después de este aborto de matrimonio, nada. El carácter de Obdulia, ordinariamente alegre, se hizo desde entonces melancólico y reservado. Sin duda el amor divino fue para ella un consuelo en este fracaso del amor humano. Su carácter experimentó al mismo tiempo una exaltación extraña. Antes, cualquier censura la echaba a risa y no le impresionaba; ahora, la observación más delicada la conmovía fuertemente, le hacía derramar copiosas lágrimas. Su amor propio se había hecho tan nervioso, tan excitable, que el más ligero choque con él sentíalo como una profunda puñalada. Su conciencia la acusaba continuamente de orgullo. Sostenía contra sí misma una lucha cruel, y no lograba calmar aquella singular irritabilidad.

      El P. Gil sondeó aquel día y los sucesivos (porque Obdulia se confesaba a menudo) con profunda emoción un espíritu verdaderamente piadoso, al cual su lucha consigo mismo hacía aún más interesante. Era una de esas almas que sólo había visto descritas en los libros místicos. Su inefable dulzura, la sumisión con que recibía los consejos y advertencias, le sedujo y le inquietó al mismo tiempo: le inquietó porque desconfiaba mucho de si mismo, temía no acertar a comprender los anhelos ardientes, las reconditeces sublimes de un ser superior a todos los que hasta entonces había conocido. Comenzó a prestar intensa atención a las extrañas confidencias de la joven, a sus escrúpulos, a sus alegrías y terrores, a sus visiones, porque las tenía de vez en cuando. Y ya no le sorprendió que los demás confesores no la hubiesen comprendido. Recordaba lo que le sucediera a Santa Teresa, y se propuso con el ejemplo no despreciar por ridículas ciertas menudencias, señales de una conciencia siempre alerta, ni considerar como deslumbramientos y trampantojos los que muy bien podrían ser favores reales del Cielo.

      Lo que más le impresionó en la piedad de su nueva penitenta fue el afán de mortificarse. Trataba a su cuerpo sin compasión, un cuerpo delicado como el tallo de una flor. Varias veces durante la noche levantábase a orar; al amanecer, en los días más húmedos y fríos del año, salía de casa para ir a la iglesia, donde pasaba algunas horas de rodillas; ayunaba con un rigor que no había visto ni en su ascético maestro del seminario, abstinencias prolongadas, terribles, que parecían imposibles de resistir; gastaba cilicios en las piernas y los brazos, y se disciplinaba los viernes y en las vísperas de las fiestas señaladas. Este desapego de la carne, este odio de la bestia nunca lo había sentido el joven sacerdote. En vano se lo había querido inculcar su director espiritual, en vano había trabajado toda su vida por adquirirlo. Todo fue inútil. Las penitencias corporales le dolían, le aterraban de tal modo que apenas comenzadas tenía que suspenderlas. Maltrataba a su espíritu con gran valor, sofocaba en él toda aspiración, todo deseo que le pareciese pecaminoso, lo humillaba siempre que quería; pero temía al dolor físico como la más sensible damisela: de ello se acusaba al confesor y se dolía en sus largas y fervorosas oraciones. Por eso las ásperas penitencias de la joven le causaron una admiración ilimitada.

      Todos admiran más aquello que les falta. Nunca se sintió más humillado ni dudó tanto de su virtud y su salvación. Y tomándolo como una advertencia del Cielo, se propuso intentar nuevamente este camino de perfección, por el cual habían andado todos los que verdaderamente quieren acercarse a Dios. Alentado por el ejemplo de la piadosa doncella, comenzó a maltratar su carne como ella: cada una de sus confidencias servíale de ejemplo. Quiso también ayunar rigurosamente, quiso también levantarse al primer sueño y pasar una hora en cruz de rodillas, quiso gastar cilicio, quiso disciplinarse. Fue un combate terrible con su naturaleza pura y tranquila de hombre sin pasiones, que no siente por tanto la necesidad de aquietarlas a latigazos.

      Su admiración por la virtuosa doncella le impulsó no sólo a tomarla de ejemplo, sino también de consejera. Era tan humilde e inocente de corazón que se sentía avergonzado teniendo que dirigir y reprender a quien en el fondo consideraba como superior. Poco a poco comenzaron las mutuas confidencias. El nuevo clérigo, no teniendo en Peñascosa un director espiritual acomodado a su educación mística, abrió insensiblemente su pecho y comunicó a la joven sus alegrías, sus triunfos y sus desmayos en la vía de salud que se había trazado. Fue una amistad espiritual, en que no se trataba otro asunto que el del servicio de Dios, en que se pasaban largos ratos hablando dulcemente de las cosas del Cielo. Ni faltaban tampoco en sus coloquios algunas bromitas inocentes que los regocijaban por breves instantes.

      – Cuando usted se encuentre en el cielo— decía sonriendo el P. Gil,– muy arrellanadita en la silla que le corresponda, ¡qué poco se acordará de su pobre confesor, que estará padeciendo en el purgatorio!

      – ¡No diga eso, padre! Si usted no va derecho al cielo, ¿quién ha de ir?

      – ¡Oh, no!– respondía con un suspiro el sacerdote.– Usted tiene formado de mí un concepto muy equivocado… Yo soy un indigno pecador… Gracias infinitas daré a Dios si me lleva al purgatorio, aunque esté allí miles de años…

      Y lo decía de todo corazón el virtuoso clérigo. Creía de buena fe que, porque no le era posible macerarse, no poseía una virtud sólida, y se alegraba en el fondo del alma de haber tropezado con un ser que gozaba de este privilegio. Acudíale a la memoria frecuentemente el ejemplo del P. Gracián, a quien Santa Teresa tanto había ayudado en el camino de la perfección con sus virtudes y consejos. Su amor platónico al ascetismo le impulsaba a alentar en vez de reprimir prudentemente el de su penitenta. Cada mortificación que ésta se infligía y temblando y ruborizada venía a relatarle en el confesonario le causaba un gozo profundo, le parecía un triunfo sobre el pecado y se forjaba la ilusión de que a él le correspondía una parte de la victoria.

      Muchas y variadas fueron las que la valerosa doncella consiguió sobre la carne en el espacio de pocos meses. Así como los hombres corrompidos agotan su imaginación en busca de nuevos placeres, así ella sobresalía en la invención de variados tormentos para su delicado cuerpo. La aprobación de su confesor, las frases de elogio que a despecho suyo se le escapaban de los labios, indudablemente calentaban su fantasía y aguijaban sus ímpetus. Un día se pasaba veinticuatro horas sin tomar alimento, otro echaba ceniza en el plato que más le gustaba, otro se ponía una camisa de lana burda a raíz de la carne, otro se disciplinaba hasta saltar la sangre, etc.

      Cierta tarde se acercó al confesonario con la faz más radiante, con un gozo intenso pintado en sus grandes ojos negros y misteriosos. Acababa de lograr un nuevo triunfo sobre el enemigo y ansiaba comunicarlo a su confesor. Pero éste, en vez de entretenerse en coloquios místicos como otras veces, y de enterarse con afectuoso interés de sus penitencias, de sus luchas con la carne, se atuvo severamente a los pecados. Se hallaba quizá en un momento de melancolía o de concentración del pensamiento. Mantúvose en una actitud reservada, hablando poco, tratándola casi como a una desconocida. Esta reserva impresionó a la joven. Hallábase ella precisamente en uno de esos momentos de expansión, en que la alegría espiritual rebosa del pecho. Pensaba hacer partícipe de ella a su virtuoso confesor. Mas hete aquí que a éste le da por callar y abreviar la confesión todo lo posible. La joven se levantó al fin triste y sin poder reprimir un movimiento de despecho. Dio algunos pasos por la capilla, que estaba solitaria. De repente, no pudiendo vencer el deseo de hacer saber a su confesor la terrible penitencia que había llevado a cabo, se acerca de nuevo al confesonario, no por la ventanilla, sino por la puerta.

      – Padre— dice con voz


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