La Fe. Armando Palacio Valdés

La Fe - Armando Palacio Valdés


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parajes y en otros estrecha, con ánditos de un lado para los transeúntes. Las casas de la derecha tienen todas salida a la mar por medio de escaleras mejor o peor labradas, según la importancia del edificio. Termina en el Campo de los Desmayos, donde se alza la iglesia, sobre una punta de tierra que avanza en el mar. Este campo toma su nombre de algunos sauces que allí dejan caer sus ramas sobre toscos bancos de piedra, donde los honrados vecinos se sientan a tomar el sol en invierno o a respirar la brisa en verano. Es el paraje en que se efectúan todas las fiestas y regocijos públicos de la villa, las iluminaciones y verbenas, fuegos de artificio, ascensión de globos, música, danza y giraldilla: sirve además de punto de reunión para el gremio de mareantes cuando necesitan congregarse y tomar algún acuerdo, y de real para la feria y de campo de maniobras para los chiquillos de la escuela. No es maravilla que así suceda, dada la particular estructura de la población, donde fuera de la plaza, no hay ningún otro espacio abierto y cómodo más que éste.

      El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bajase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados. Éstos son los únicos buques que llegan hasta Peñascosa. Hay, no obstante, un vapor que surca de vez en cuando las aguas de la ensenada y osa acercarse al muelle. Es un remolcador de Sarrió llamado Gaviota: sus largos quejumbrosos silbos estremecen al vecindario de orgullo. Porque en lo tocante a amar a su pueblo y despreciar a los demás de la tierra, nadie ha ganado jamás a los peñascos, ni los romanos siquiera. No hay peñasco que no esté plenamente convencido de que su puerto es el más favorecido por la naturaleza en toda la costa española: si no tiene la importancia comercial de Barcelona, Málaga o Bilbao, consiste en que nadie se ha ocupado en proporcionársela por medio de obras adecuadas. Hacia Sarrió, villa que quintuplica su población y que ha adquirido gran importancia en los últimos años, sienten un odio y un desprecio inveterados. Cuando ven los vapores cruzar por delante de la «abrigada, tranquila y segura ensenada» de Peñascosa y meterse en el «sucio y peligroso fondeadero» de Sarrió, todo buen peñasco siente latir su pecho con indignación, como el que ha sido víctima de un robo mira cruzar en coche a su estafador. Hay que oírles hablar de las cualidades del puerto de Sarrió, sobre todo cuando les escucha un forastero. Principia a dibujarse en sus labios una sonrisa levemente irónica y despreciativa que poco a poco se va acentuando hasta trasformarse en sonora, homérica carcajada cuando llegan a aquello de: «Los cangrejos están muy satisfechos todos de la boca de Sarrió. Dicen que entran y salen sin peligro alguno.» Si alguna vez las lanchas pescadoras de este puerto se ven precisadas a arribar a Peñascosa a causa del temporal, ¡con qué protección tan humillante los reciben los indígenas! Y cuando por sus negocios van éstos a la aborrecida villa, están allá inquietos, nerviosos: el tráfago y los ruidos del muelle les suena dolorosamente en el corazón: llegan a su pueblo con el estómago sucio y excitados, narrando los mil disgustos que la envidia de los sarrienses les ha causado. Llevan cuenta exactísima de todos los siniestros ocurridos en la barra de su rival y no se cansan jamás de compadecer a los pobres buques extranjeros a quienes la suerte impía conduce a un puerto tan inhospitalario.

      No sólo en el calado, en el abrigo, en la seguridad del puerto, cifran su orgullo los peñascos. Poseen además otra porción de ventajas naturales verdaderamente inapreciables. Existe en las afueras de la villa una fuente de agua ferruginosa que es admiración de propios y extraños, sobre todo de propios. Los extraños consideran que si el agua no viniese unida a tantos cuerpos heterogéneos, se bebería con más facilidad y produciría los mismos resultados. Y verdaderamente nosotros también nos inclinamos a pensar que su virtud saludable no se acrecienta con que los chicos del barrio orinen en ella y a veces se desahoguen de otro modo aún menos diplomático. Por influencia del clima, críanse en Peñascosa los mejores cerdos del orbe, con lo cual está dicho que en ningún país del extranjero saben lo que es comer jamón mas que en éste afortunado pueblo. Dicho se está igualmente que, si los cerdos de Peñascosa son los mejores del mundo, las castañas con que se crían estos cerdos son las más gordas, las más suaves y nutritivas. El mar de Peñascosa tampoco es igual al de otros puertos: sobre todo con el de Sarrió no guarda parecido alguno. Hay personas que, sin saber por qué, se van debilitando paulatinamente en este pueblo, pierden el apetito y el humor: pues bien, hasta que van a tomar los baños de mar en Peñascosa no se ponen buenas. Los de Sarrió no producen efecto alguno medicinal: al contrario, todo el que se bañe allí se expone a erupciones, catarros, reuma y otros desarreglos tristísimos. Por la parte de Oeste, o mejor dicho Noroeste, la villa está resguardada de los vientos más vivos y constantes. El clima es, por lo tanto, suave y benigno: las epidemias no prosperan. Los peñascos hacen saber con orgullo que, mientras en el último cólera murieron en Sarrió trescientas doce personas, en Peñascosa sólo murieron sesenta y una, y de éstas por lo menos treinta bajaron a la tumba por descuidos lamentables que las familias respectivas debieron evitar, aunque no fuese más que por el crédito de la villa. Inútil es hablar del pescado que se coge en este privilegiado puerto. En cien leguas a la redonda, nadie ignora que ni la sardina, ni la merluza, ni el congrio, ni el besugo admiten comparación con los de Sarrió. Como el caso parece extraño habiendo tan poca distancia de un pueblo a otro, los de Peñascosa lo explican por los mejores pastos que sus peces tienen. En suma, nosotros no conocemos otro pueblo más agradecido al Supremo Hacedor por las condiciones topográficas, hidrográficas y climatológicas con que le plugo favorecerle.

      Respecto a las etnográficas, la mayor ventaja que hemos podido apreciar es la hermosura y gallardía de las mujeres. Son altas, macizas, de tez sonrosada y ojos negros; la voz es dulce, sonora y hablan con un dejo musical muy característico: parece que recitan al piano. No presumen de bellas y lo son. En cambio se vanaglorian de cantar mejor que las de ningún otro pueblo de la provincia, y no es así. Cierto que, como acabamos de indicar, hay entre ellas muchas voces gratas y extensas; pero el oído y sobre todo el gusto no corresponden a la voz. Repicotean de tal modo lo que cantan que no lo conoce nadie, ni el mismo autor que lo creó. En verdad que las peñascas abusan de las fermatas y fiorituras que las muchachas de Sarrió, sin tener tan buena voz, cantan con mejor gusto y afinación. Silencio acerca de este particular, porque si alguien lo dice en Peñascosa, le sacan los ojos.

      Igualmente tienen metido las jóvenes peñascas en la cabeza (digamos en la hermosa cabeza, que no hay mentira en ello) que poseen especialísima aptitud para componer coplas oportunas o de circunstancias. Las componen generalmente sobre canciones populares que sirven para bailar en las romerías. Que se inaugura el edificio de las escuelas, copla al canto; que llegó el diputado del distrito a tomar baños, serenata y coplas; que D. José el Estanquero monta un servicio de ómnibus a la capital, coplita laudatoria a D. José el Estanquero. Pero donde brilla principalmente el estro de las jóvenes artesanas es en las coplas satíricas: no necesitamos añadir que el blanco preferente de sus sátiras es el mezquino, peligroso y sucio puerto de Sarrió. No suelen estar bien medidas las coplas; tampoco se ve en muchas de ellas el aguijón. ¡Qué importa! Las peñascas las cantan con un fuego y un retintín que desespera a las jóvenes de Sarrió y les hace enfermar de ira.

      Los hombres suelen ser como en todas partes, más feos que hermosos, más tontos que graciosos, más groseros que corteses, más vulgares que originales. Sin embargo, hay en casi todos ellos un rescoldo de imaginación que, si no les sirve para escribir novelas, les hace más noveleros y curiosos que a los del resto de la provincia. Cualquier acontecimiento insignificante adquiere proporciones grandiosas en Peñascosa. El pueblo se conmueve hondamente cada vez que arriba cierto bergantín-goleta trayendo tabla de pino rojo del Norte para D. Romualdo, y acude todo a presenciar la descarga. Un prestidigitador vulgar produce extraordinaria agitación y ocasiona largas y violentas disputas en el casino, en los cafés, en las tertulias de las tiendas, y encauza el gusto y la fantasía de los peñascos por distintos derroteros. Llegó en cierta ocasión un magnetizador que dio algunas sesiones en el teatro (llamémoslo así). Durante seis meses los peñascos no se ocuparon apenas en otra cosa que en magnetizarse los unos a los otros. En ninguna tertulia se entraba que no se tropezase con alguna señorita dormida mientras un joven indígena, en actitud de espantarle las moscas, le arrojaba puñados de fluido a la cara: todo era mediums


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