La Fe. Armando Palacio Valdés

La Fe - Armando Palacio Valdés


Скачать книгу
Y no podía menos de admirar a su compañero el P. Narciso, que se pasaba las horas muertas confesándolas con la misma afición que el primer día. No sólo las confesaba, sino que, por uno u otro motivo, siempre estaba entre ellas: unas veces eran las Flores de Mayo, otras la novena de las Hijas de María, otras la congregación de San Vicente de Paul, etc. El P. Narciso era, como ya sabemos, el director espiritual y el ídolo del sexo femenino de Peñascosa.

      Sin embargo, desde la llegada del P. Gil al pueblo, el rebaño había experimentado algunas bajas. Varias beatas abandonaron su sotana protectora para colocarse bajo la férula del nuevo excusador. Éste no tenía la verbosidad y la gracia del P. Narciso, ni se placía en gastar bromitas saladas con sus penitentas; pero en cambio poseía una figura delicada como la de un querubín, una sonrisa dulce y melancólica y modales tan suaves y distinguidos, que compensaban bien las cualidades del otro. Algunas señoras así lo entendieron al menos, y se produjo la desbandada que acabamos de indicar. Mas lo raro, lo estupendo del caso fue que la oveja predilecta del capellán de Sarrió, aquella Obdulia de quien murmuraban las jóvenes artesanas el día de misa nueva, abandonó también a su pastor, con quien triscaba espiritualmente, al decir de aquéllas, en el jardín de Montesinos, y vino humildemente a postrarse a los pies del joven presbítero.

      Dos meses después de tomar éste posesión de su oficio, se hallaba una tarde en el confesonario, rezando por su brevario de bolsillo. En la capillita donde acostumbraba a sentarse no había nadie. Dos mujerucas a quienes había confesado se habían ido ya. De pronto una figura elevada y esbelta tapó a medias la puerta, por donde entraba alguna claridad, no mucha. El P. Gil levantó los ojos y reconoció a la hija de Osuna. La conocía mucho de vista, aunque jamás había hablado con ella. No ignoraba que era penitenta muy asidua del P. Narciso, y aun habían llegado a sus oídos ciertos rumores que rechazó, por supuesto, con indignación. Sin embargo, aquella joven tan aficionada a la iglesia, tan suelta y andariega, no le era simpática. Obdulia tenía la tez pálida, extremadamente pálida, donde brillaban unos ojos negros grandes y hermosos como pocos. Sus cabellos eran negros también y abundantes, su talle delgadísimo. Todo en su persona indicaba un temperamento enfermizo. No podía llamársela con justicia hermosa, pero sí interesante y distinguida. Avanzó lentamente por la capilla. El joven clérigo creyó que vendría a hacerle alguna pregunta referente a la comunión general del día siguiente. Pero en vez de eso, Obdulia se inclinó hacia él tímidamente y le preguntó con voz temblorosa, donde se advertía extraña emoción:

      – ¿Me puede usted confesar?

      Quedó sorprendido y descontento. Tardó un instante en responder; al fin dijo gravemente con manifiesta sequedad:

      – Para eso estoy aquí, para confesar a todo el que lo desee.

      La faz pálida de la joven se coloreó fuertemente, sus labios temblaron como para dar las gracias; pero no dejaron escapar ningún sonido. Arrodillose sobre la tarima contigua al confesonario, oró breves instantes y acercó al fin su rostro demacrado a la ventanilla enrejada.

      El P. Gil estaba inquieto, muy poco satisfecho de aquella preferencia. No que el confesar a una joven mas o menos agraciada le importase nada. Era el suyo un temperamento puro, sosegado. La lucha con la carne no le había costado nunca grandes fatigas. Las mujeres eran para él seres débiles, más necesitadas, por tanto, de protección y consejo: si había que vivir siempre prevenido contra ellas, era porque los Santos Padres así lo habían establecido, teniendo presente sin duda su frivolidad y su naturaleza pecaminosa. El combate formidable que había necesitado sostener no era contra la sensualidad, sino contra su espíritu analítico lleno de curiosidad, enamorado de la ciencia. Su maestro venerado, el rector del seminario, al verle entregado con ardor al estudio de las matemáticas, de la física, de la filosofía, le había dado la voz de alerta. ¿Por qué estudiar tanto? ¿A qué conducía, en último resultado, la ciencia? Lo necesario para salvarse se podía aprender bien en un día, en una hora, en un minuto. Lo importante no es saber, sino orar y trabajar. El hombre virtuoso es el más sabio, porque conoce el camino para llegar a Dios y lo sigue. Estas verdades se impusieron pronto a su espíritu y le previnieron contra su curiosidad científica y le impulsaron a sofocarla. Alentado por los consejos y por el ejemplo de su maestro, había matado la sed de conocimientos con el refresco de la oración y la penitencia. Logró, como él, amar lo inexplicable, lo absurdo, porque esto satisface mejor los anhelos de un alma enamorada.

      Pero aunque la mujer no había sido para él jamás un peligro, guardaba en el fondo de su ser hacia ella ese rencoroso desprecio que caracteriza a todos los místicos, no por la influencia que sobre ellos puede ejercer, sino por la funesta que despliega sobre otras pobres almas. En esta ocasión los dichos que sobre aquella joven corrían, su fama de caprichosa, estrambótica, despertaban en él cierto sentimiento de hostilidad que se tradujo en una reprensión tan dulce en la forma como severa en el fondo cuando la joven le dijo que no había tenido motivo para variar de confesor.

      – No he hallado nada en él de malo… Solamente que pienso que no acaba de entenderme— concluyó por manifestar, viéndose apretada.

      – Todo ministro del Señor— repuso ásperamente el P. Gil— entiende lo que es pecado, y esto basta.

      Pero la confesión que siguió, larga, sincera, fervorosa, regada más de una vez por las lágrimas, hizo cambiar la disposición del clérigo. Comprendió que no se las había con un alma vulgar, con una mujerzuela frívola, sino con una cristiana de corazón entusiasta como el suyo, tocada del amor divino y ansiosa de perfección. Había sin duda bastante incoherencia en sus frases, relataba pormenores ridículos y hasta necios e indignos en ocasiones, pero en otras se mostraba grande y fuerte, pisoteando sus pasiones y lanzando su vuelo hacia la luz y la verdad. Hubo momentos en que su novel confesor pensaba estar escrutando el alma de una santa; hasta tal punto semejaban los ímpetus, los anhelos místicos de aquella joven a lo que tenía leído en la vida de Santa Teresa, Santa Catalina de Sena y otras gloriosas madres de la Iglesia. El relato de las penitencias con que se mortificaba le impresionó vivamente y le hizo formar de ella un concepto elevado.

      Sin darse cuenta de ello, Obdulia vino a hacer en aquella tarde una confesión general. Al comunicar al nuevo confesor las flaquezas de su temperamento, los movimientos pecaminosos de su alma, su vida entera le acudió a la memoria: ¡una vida bien triste por cierto! Era hija de la primera esposa que su padre había tenido: no había conocido a su madre. Su padre había casado otras dos veces, pero no habían durado mucho sus madrastras. Decíase en el pueblo que el lúbrico jorobado mataba a sus mujeres a cosquillas. Esta especie monstruosa, que halagaba la imaginación del vulgo, se la metían por el oído a Obdulia sus compañeras de colegio para hacerle rabiar. ¡Oh, cuánto había sufrido escuchándolas y observando el desprecio mezclado de terror que su padre inspiraba! Éste era para ella cariñoso e indulgente. La pobre no comprendía la razón de tal desprecio, a no ser por la joroba que la naturaleza le había dado. Parecíale, como es natural, enorme injusticia. ¿Tenía él por ventura la culpa de no haber nacido derecho como los demás? Todavía recordaba con lágrimas la noche en que algunos jóvenes ebrios le ataron con una faja y le zambulleron en el mar repetidas veces entre bromas y risotadas. ¡Pobre padre! ¡En qué estado de cólera y miseria llegó a casa! Lo que no supo la niña fue que estos jóvenes le habían sorprendido en un portal oscuro en situación poco decorosa. Se asombraba dolorosamente cada vez que notaba el miedo que inspiraba a sus amigas; y cuando alguna de éstas, más benévola que las otras, la mostraba compasión, irritábase fuertemente sosteniendo con calor que su padre era muy bueno y que la quería entrañablemente. Su naturaleza había sido siempre pobre y enfermiza: varias veces se temió por su vida. Padeció desde la infancia fuertes hemorragias por la nariz, que la dejaban desangrada, aniquilada. Estuvo dos años, desde los doce hasta los catorce, paralítica de ambas piernas. Su padre la había llevado a varios establecimientos balnearios sin resultado: hasta que un día, sin saber cómo ni por qué, echó a andar repentinamente. Otros muchos desórdenes experimentó su organismo, sobre todo en el período de la adolescencia; pero el más señalado, o por lo menos el que más llamó la atención de la gente y el que salía a relucir siempre que se hablaba de ella en la villa, fue una aberración del apetito que la impulsaba a comer la cal de las paredes. En vano se hicieron esfuerzos por su padre y maestras para arrancarle este vicio; en vano se la castigaba, se la recluía, se le ataban las manos.


Скачать книгу