Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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      José María de Pereda

      Nubes de estío

      – I—  De Nino Casa— Gutiérrez a un su amigo

      Madrid, julio 30 de 188…

      Si por una, para mí, desdichada casualidad, no hubiera estado yo ausente el día en que tú pasaste por aquí como un relámpago, te hubiera enterado de palabra de estas graves cosas que voy a referirte ahora por escrito y de mala manera, porque tras de no tener el tiempo de sobra, jamás despunté por hábil en el manejo de la pluma. Yo te aseguro que no la tuviera en este instante entre los dedos sin el honrado temor de que adquieras por el rumor público las noticias que debo darte yo antes que nadie y que a nadie. O somos o no somos amigos «de la infancia:» Pílades y Orestes, los gemelos de Siam, como alguien nos ha llamado al vernos tan unidos en las prosperidades y en las tormentas de nuestra no larga, pero bien azarosa vida; o hemos o no corrido juntos los temporales de nuestro mundo tan calumniado por los que no le conocen, y bien poco entretenido para los que le conocemos a fondo, cuando las arrastradas circunstancias (vulgo, dinero) no concuerdan en género, número y caso con la omnímoda libertad, que nunca falta, de explorarle en todas direcciones. En fin, hombre, y por no enredarme en estos líos retóricos que me apestan: que me considero en la obligación de contarte esto gordo que me pasa, y que te lo voy a contar del mejor modo que pueda.

      «Mi padre me dijo un día, hará cosa de tres semanas, estas o parecidas lisonjas: «Vas a cumplir luego treinta años; tienes casi todos los vicios y todas las necesidades que puede tener un mozo de tu prosapia; necesitas un caudal para sostener la vida que haces, y no sabes ganar honradamente una peseta. Hoy comes de la olla grande, porque no te cuesta otro trabajo que meter el cucharón en ella; pero esta ganga tendrá su fin más tarde o más temprano, y es deber mío, ya que a ti no se te ocurre, tratar de que el desastre te coja apercibido contra los riesgos de la miseria de levita, la más horrible de las miserias, o de que el demonio te infunda la idea de levantarte la tapa de los sesos para mejorar de suplicio. Que el desastre ha de venir, es evidente, porque yo no he de ser eterno; y al mudarme al otro mundo, es posible que haya que enterrar de limosna en éste, la ilustre carga de mis huesos. Éstos y un poco de ruido que se apagará en el oído de las gentes antes que la última salmodia de mi entierro, será toda la herencia que os deje para sostén de las pomposidades en que os habéis educado por haceros dignos de la jerarquía social que os cupo en suerte. Contando con ello, te quise dar una carrera. Probaste varias, y todas te parecían a cual peor, porque cualquiera de ellas te reclamaba el tiempo y la atención que tú necesitabas para darte la gran vida que te has dado entre otros distinguidos vagabundos como tú. Por pura bambolla, apechugó tu hermano con los rudimentos de la carrera diplomática; y por obra de misericordia y milagros de mis influencias, ingresó en ella tiempos andando. Casose tu hermana Amelia con el duque de Castrobodigo, y anda tu otra hermana, María, a pique de ser vizcondesa de la Hondonada, con gran regocijo de tu señora madre, que se perece por estos similores de mundo elegante.»

      Recuerdo todos estos pormenores ¡oh amigo incorrupto! porque la fuerza de la sorpresa, que rayó en asombro, me los grabó en la memoria a mazo y escoplo: jamás me había hablado mi padre de esos particulares, ni le había visto yo tan grave ni tan elocuente; y te los traslado casi a la letra, porque tras de no ser un secreto para ti ni para nadie de nuestro mundo, así me salen al volar de la pluma, y temo embarullar el relato si me meto a poner diques y reparos a la corriente de mis ideas.

      Pues verás. Todavía añadió mi padre a lo dicho este parrafejo, que no es malo: «Cierto que es el mío nombre de gran resonancia en el país; que me revuelvo y me contoneo en el fondo de eso que se llama cosa pública, como el pez en el agua; me dan convites en provincias los hombres afiliados a mi partido, y peroro a los postres en loor o en contra del gobierno, según que sea o no sea de mi gusto; que mis palabras se escriben por los papanatas de la prensa local, y transmitidas por el telégrafo a la de la corte, se descifran mis cláusulas como los misterios de la Esfinge: cierto que soy jefe de mesnada en las Cortes, y que, por serlo, cobro el barato en ellas a cuando la hora es llegada y la ocasión lo pide; que mi nombre danza en corrillos y papeles, y salta y rebota en tertulias y comisiones a cada crisis ministerial y a cada gresca parlamentaria; cierto, en suma, que hoy en a cumbre del poder y mañana en los profundos de la oposición, a todas horas soy en España y sus Indias, caudillo de empuje, hombre de pro, pájaro de cuenta, como me llaman por ahí, o, si lo prefieres, personaje conspicuo; pero cierto es también que todo esto junto, con ser tanto y tan visible, convertido en substancia de puchero es puro caldo de borrajas. Cuanto más alto me levantan, más caro me cuesta el pedestal… vamos, que no me da el oficio sino lo estrictamente necesario para ejercerle con la debida exornación. Envidio a los que saben desempeñarle con frutos más copiosos y positivos; pero no acierto a imitarlos. Será torpeza o repugnancia, o un poco de cada cosa; pero es la pura verdad. Entre tanto, yo pago cada lunes y martes las nuevas trampas del duque de Castrobodigo, por respeto al relativo bienestar de la duquesa; el diplomático, cuyo sueldo no le alcanza para sus gastos superfluos, mantiene a mi costa todo el relumbrón de su diplomática persona en las cortes extranjeras; tu madre y tu hermana María, ya sabes qué vida se dan y a qué altura rayan entre las damas más encopetadas de Madrid; de ti no se hable: juegas, viajas, tienes los caballos a pares, y sabe Dios qué otros lujos por el estilo te permitirás también; y esto, y aquello, y lo de más allá, todo es agua en un mismo arroyo; todo sale del pobre manantial de la nómina de tu padre; todo es dinero de Estado, sangre del mísero contribuyente, como dicen los declamadores cursis, abogados inocentes de las sempiternas «clases productoras.» En una palabra, hijo, que en esta casa se vive al día, y que hasta el vivir así me parece un milagro, aun con la ayuda de ciertos sablazos gordos que tú no conoces. Figúrate, pues, qué será de todos vosotros el día en que Dios me llame a rendirle cuentas minuciosas de lo mucho que lo debo. Con que ¿te vas enterando?»

      Pues ¿no había de enterarme? Pero ¿por qué se empeñaba el buen señor en que me enterara entonces de todos esos puntos que ya tenía olvidados de puro sabidos? Preguntéselo, y me respondió:

      «Te cuento esas cosas, para que las grabes en la memoria; y te las cuento a ti solo, porque, entre todos los de tu casta, tú eres el que ha de pasarlas más amargas en este mundo si yo me largo de él antes de que hayas adquirido un modo honroso de vivir.»

      ¿No creería cualquiera, como yo creí, al oírle hablar de este modo, que le había poseído de pies a cabeza, y de la noche a la mañana, el presentimiento de una muerte próxima?

      Nada menos cierto, sin embargo. Rodando las palabras, hube de prometerle, acomodándome a su deseo, aceptar lo que él me propusiera para mejorar de fortuna y conjurar los riesgos del pavoroso mañana de la negra hipótesis. Hecha la promesa con la debida solemnidad, me propuso el precavido autor de mis días un casamiento ventajoso. Así, en estas mismas palabras.

      Tomé la proposición a risa, porque a la distancia de mis pesimismos, arraigados por obra de mis prácticos conocimientos de ciertas dificultades de la vida social, me resultó muy semejante al ridiculus mus de El parto de los montes. Riose mi padre a su vez, pero de muy distinta manera que yo; y saliendo a relucir los cómos y los dóndes que eran de necesidad en el diálogo, llegó a decirme el providente señor, palabra más o menos: «Aunque, sin ser un Adonis en lo físico, no tienes tacha para figura decorativa del mundo en que vives, no hay padre de los nuestros que te fíe medio duro con la garantía de tu persona. En este particular, gozas en la sociedad en que brillas, de todo el descrédito que mereces; mas aun suponiendo que este juicio mío fuera equivocado y te salieran aquí a docenas las novias ricas, me libraría yo mucho de proponerte la mejor de ellas, porque no sería negocio para ti. Éstas, con milagrosas excepciones, son finquitas de lujo, que cuanto más producen, más devoran. Agrégalas un inquilino tan desgobernado como tú, y ayúdame a sentir. Lo que a ti te conviene es una mujercita educada en unas costumbres enteramente distintas de las nuestras; que tenga mucho dinero y gaste poco; que estime por nimbo glorioso para su cabeza de provinciana distinguida, el título nobiliario que yo te cederé de los dos que poseo de ayer acá; que, a pesar de ello y de ser nuera de un personaje de mis campanillas, ocupe en tu casa, fíjate bien, en la tuya, el puesto que por la ley le corresponde, ni más ni menos; y que con el ejemplo de sus buenas costumbres, de su economía, de su buen gobierno, de su cariño desinteresado, etc., etc., infunda en su marido apego al hogar y a la familia, y amor al trabajo honroso…


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