Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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más?– preguntó bruscamente el otro, arrojando a la calle el agua turbia que quedaba en su copa.

      – Aguarde usted y perdone— prosiguió con mucha calma el mozo de los bigotes ensortijados hacia arriba.– Al mismo tiempo que ese dolor mordicante y aflictivo, sentía una sobrexcitación intolerable en el gran simpático, que, desengáñese usted, es la raíz de donde arranca esa plaga de sensaciones insufribles…

      – ¡Vaya usted a saberlo!

      – Le aseguro a usted que sí; créame…

      – Como usted guste.

      A medida que se acentuaba la sobrexcitación— añadió el mozo sorbiendo y mordiendo, con gran pachorra, entre período y período de su relato,– iba entrándome por la misma punta de los pies una especie de hormigueo cosquilloso de lo más inaguantable; este cosquilleo avanzaba cuerpo arriba, y, a cada paso de su invasión, se hacía más irritante; en la región del pecho, era manojo de ortigas; entre el colchón y la espalda, vidrio pulverizado, y entre las barbas, ¡oh! entre las barbas le juro a usted que no se podía resistir: lo mismo que si me las fregaran con un cepillo de alfileres punta afuera. No pudiendo parar en la cama por más vueltas que daba en ella y posturas inverosímiles que tomaba, levanteme de un salto, vestime medio a oscuras, me pasé el resto de la noche en claro y me cogió el nuevo día molido de los huesos, quebrantado de espíritu y con el cerebro hecho un bodoque.

      Miró al decir esto con ojos de pena a su interlocutor, que le contemplaba con afectuosa curiosidad, mientras se afilaba tan pronto las puntas de sus bigotes grises como la de su perilla cana; y como éste no cesó de contemplarle ni le dijo una palabra, el joven, limpiando las paredes interiores de la jícara con el último pedazo de las tostadas, y después de tragarse la sopa resultante, encarose de nuevo con él y le dijo:

      – Vamos a ver, ¿qué tiene usted que replicar a eso?

      – ¿No tiene usted nada que añadir a ello?– preguntó a su vez el interpelado.

      – ¿Qué más he de añadir, hombre de Dios? ¿Aún le parece a usted poco?

      – Pues si no pasa de ahí la historia— respondió el otro encendiendo un pitillo,– insisto en lo que le dije: todo eso que a usted le sucede, es el alfa de la cosa; la primera estación del Calvario a cuya cima han llegado ya otros mártires con la pesada cruz a cuestas.

      – ¡Morrocotudo consuelo para mí!– replicó Casallena, retirando hacia el centro de la mesa el servicio vacío de chocolate y poniendo en su lugar la copa de Jerez y el platillo con pasteles.

      – Hombre— dijo el de los bigotes grises y la cara hosca,– según dictamen de usted mismo en parecidas ocasiones a ésta, consuelo le resulta de saber que hay otros desdichados que padecen los extraños males de usted.

      – Pero ¿es verdad— preguntó el joven remojando en el Jerez un español– , que hay alguien que padezca esas tarantainas que yo padezco? ¿tantas y tan fenomenales? ¿que las haya padecido usted?… ¿que las padezca todavía?

      – ¡Hormigueos cosquillosos!… ¡dolores mordicantes!… ¡cepillos de alfileres!– exclamó el hombre, echando una humareda de su cigarro por boca y narices, mientras su interlocutor sorbía media copa de Jerez para facilitar la deglución de un tercio de canutillo que se había tragado en seco— ¡Valiente puñado son tres moscas!… Pero después de todo, ¿qué mil demonios me pregunta usted a mí? ¿No es usted médico, y (sin adularle) de los de buena casta? Y ¿es posible que en la práctica de su profesión, aunque no larga todavía, no haya hallado usted datos bastantes para darse las respuestas que a mí me pide?

      – Gracias por el piropo, señor y amigo de mi alma— dijo impasible, imperturbable, el joven.– Cierto que soy médico, aunque indigno y por mi desdicha; pero (y acepte usted esta honrada confesión que voy a hacerle, como si me fuera a morir) no digo a mí, que ahora comienzo, pero a los mismos que ya se caen de viejos en la profesión, ¡les da la ciencia cada castaña… y tan a menudo!… De esas enfermedades que duelen de verdad y son tan antiguas como el hombre, sabe uno la génesis y las guaridas, y hasta las mañas; se las persigue y se las encuentra por mucho que se escondan; se las pesa y se las mide; y, por último, se lucha contra ellas cara a cara y en terreno despejado; y si no se vence siempre en estas luchas; queda el consuelo de haber luchado con honra; pero de estos males nuevos, que ni se ven ni se palpan; que sin doler matan, dejándonos sólo la vida necesaria para sentir las angustias de la muerte; de estos males de ahora, que traen su origen quizás del mundo que fenece y que la raza humana que degenera y se encanija, no se sabe, mi respetable amigo, una palabra; son la verdadera laguna de la ciencia de curar; y como sucede en las demás ciencias con sus lagunas respectivas, nosotros, no pudiendo sanear la nuestra, hemos querido taparla con algo que deslumbre a los profanos; y la hemos puesto un mote en griego: la llamamos neurosis, o neuropatía, o histerismo… y con ello, queriendo explicarlo todo, no explicamos nada; pero salimos del paso con el paciente que se queja de que le canta y le aletea un canario en el pecho, o que le muerden ratones las alas del corazón, o que siente martillazos en el cerebro y vértigos que le hacen ir de cabeza cuando más descuidado está, o que no halla, a lo mejor, suelo firme en que pisar, a lo más deleitoso de su paseo… «Fenómenos histéricos sin importancia maldita,» le decimos, por decirle algo; y si con ello no se consuela, le añadimos aquello de «por males de nervios, nunca se tocó a muerto;» y si todavía no se conforma, le citamos a Juan, a Pedro y a Diego que padecen lo propio que él; y si ni aún esto basta, le añadimos que no tienen cuenta los años que llevan padeciéndolo. Ordinariamente, con esto se satisface… por de pronto. Fíjese usted bien— añadió con gran parsimonia el preopinante, después de apurar de un sorbo, bien sostenido, su copa de Jerez, y de echar la zarpa a un almendrado del platillo:– se consuela con lo mismo que desalentaría a otro enfermo que no fuera nervioso: con saber que sus males pueden durar tanto como su vida, por larga que ella sea. ¿Ha visto usted cosa más rara?– concluyó, hincando los dientes en el almendrado.

      – Sí, señor— respondió el interpelado, sin titubear.– He visto, estoy viendo a cada rato, incurrir en el propio absurdo vulgarísimo a los mismos hombres de ciencia que se asombran de que el vulgar incurra en ellos.

      – Verbigracia, yo, ¿no es eso?– repuso el mozo dando la segunda dentellada a su pastel.

      – Cabalmente,– contestó el otro.

      – Pues siento— dijo Casallena sin dejar de mascar,– que me haya usted tomado la delantera con la pregunta. Justamente iba yo a citarme a mí propio como ejemplo de ese absurdo. Sí, señor: yo, médico y todo, consulto mis males con el primer nervioso que me quiera oír, y me consuelo con saber que hay pacientes con mayor carga de ellos que la mía, y hasta me creo curado si se me asegura, con un testimonio vivo, que se llega a la vejez más remota con esa cruz a cuestas. Ya habrá podido usted observar— añadió el joven zampándose el tercero y último pedazo del pastel,– el singular deleite con que yo me permito departir con usted muy a menudo sobre estas cosas; con usted, el ejemplar más rico de variedades morbosas, de la especie en cuestión, que yo he conocido.

      – Es favor— dijo aquí con mucha cortesía el aludido.

      – Le juro, mi respetable y respetado amigo— replicó el otro sin atragantarse con el pastel que mascaba,– que es justicia seca, por desgracia de usted. Sí, señor; y usted no sabe todo el placer y bienestar que me proporciona, cuando en mis tristes alegatos, como los de hoy, me devuelve ciento por uno, y particularmente si a cada nuevo fenómeno de los que le pinto en mí, me responde que le conoce usted treinta años hace por experiencia propia…

      – Tantísimas gracias,– recalcó el otro entonces, saludando con la cabeza.

      – Es la verdad— prosiguió el médico,– aunque usted se empeñe hoy en meter el asunto a barato; y no por la increíble enormidad de que yo fuera capaz de gozarme en los padecimientos de usted, sino por el absurdo disculpable y corriente de que antes hablábamos; porque cuanto más envejecido veo en otro paciente el mal que me atormenta a mí, más garantías de larga vida me ofrece. De todas maneras, amigo y señor mío de mi alma— continuó el mozo dando la primera dentellada al último pastel del platillo,– dure


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