Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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que jamás había caído en la cuenta de que tuviera esclava de tal valer… ¡a mí! un medio bohemio del gran mundo, abocado a la miseria según el autorizado parecer de mi padre y unas cuantas razones de sentido común. Cierto que, aunque mal educado, no soy lo que se llama una mala persona, porque no tengo vicios de los que afrentan, y dejo en la senda que he recorrido hasta la hora presente, más astros de mentecato que de hombre perdido; pero, al cabo, está en lo cierto mi señor padre al decir, como dijo de mí, que gozo, entre las gentes que me conocen, de todo el descrédito que merezco. Y esto ya es algo. En fin, que la ocurrencia del precavido autor de mis días ha sido de las más felices que padre alguno ha tenido en este mundo sublunar, y sus resultados un premio gordo para mí. Y tan gordo le considero y tal valor le doy, que casi tengo remordimientos de haber tratado el asunto tan descuidada e irreverentemente como lo he tratado en esta carta. Retiro, pues, de ella toda expresión que disuene lo más mínimo de la augusta solemnidad con que yo deseo darte cuenta de este grave suceso, en el secreto más inviolable de la amistad que nos une y por las razones que en su lugar quedan expuestas, y atente a ello, que es lo que vale, no sólo por ser mi última palabra, sino la pura verdad.

      Entre tanto, te lo repito, me consume la impaciencia porque llegue cuanto antes el día venturoso de mi salida de este inaguantable asadero. Porque además de los excepcionales motivos declarados, hay otros que se bastan y se sobran para hacerme deliciosa la temporada de verano en aquella población, donde ya no se me considera como un forastero más. Conozco y trato a muchísima gente allí, particularmente del elemento crema, el cual me tiene en tanto, que hasta he dado mi nombre a algunas prendas atrevidas de vestir. He dirigido con gran éxito varios cotillones de compromiso, y se busca y se respeta mi dictamen en los conflictos más serios de los clubistas del Sport en todas sus manifestaciones; me regala el Ayuntamiento lugar preferente en la fiesta de los Juegos florales, y el Asmodeo de la localidad, como a todos y cada uno de los de mi casta, me gorjea y sahuma cuando llego y cuando me voy, cuando monto, cuando bailo y cuando estreno prendas a mi modo, lo cual ocurre un día sí y otro no… Vamos, que se me considera entre aquellas honradas y sencillas gentes, como de la casa. ¡Figúrate lo que sucederá cuando llegue a caer de veras y para siempre en los brazos consabidos de la morenita de los ojos verdinegros!… Y punto redondo.

      Ahora guarda estas confidencias mías como en el secreto de la confesión; y adiós, envidiosote, porque es imposible que no me envidies si has tenido paciencia para leer con la debida reflexión todo lo que te he declarado. Si no la has tenido, tanto peor para ti. De todas maneras, y con la promesa de volver a escribirte desde allá para que nada ignores de lo que debes de saber, recibe un apretado abrazo de tu amigo y ex-camarada de abominables glorias y de insanas fatigas,

      NINO.»

      – II—  Entre dos luces

      Mientras la carta precedente corría a su destino por la línea de Francia, el bueno de Casallena, más ojeroso y macilento que de costumbre, casi afónico de puro lacio y melancólico, explicaba a su interlocutor, hombre que ya le doblaba la edad y con cara de pocos amigos, las últimas torturas con que le había martirizado el azote de su temperamento. Es de advertir que los departientes ocupaban dos lados opuestos de una mesa del mejor café de aquella ciudad costeña que se menciona en la carta; que sobre la mesa había, amén de los codos de los dos personajes, un chocolate con mojicones y tostadas fritas, un platillo con pasteles y una copa llena de Jerez, en el lado correspondiente al joven Casallena, y a plomo de sus negras y no muy tupidas barbas; y en el otro lado, otra copa con un líquido refrigerante, que sorbía a ratos el hombre de la cara hosca, porque así se le calmaban ciertos dolores nerviosos del epigastrio, que a la sazón le mortificaban de tiempo en tiempo; que la mesa estaba junto a una de las puertas abiertas de par en par de la fachada principal del edificio; que declinaba la tarde, y que el ambiente salino que se respiraba desde allí, despertaba en los ojos nuevas y más fuertes ansias de contemplar el panorama grandioso que tenían delante en cuanto miraban hacia afuera, saltando por el estorbo de la abigarrada muchedumbre que hormigueaba en la empedernida faja que sirve de divisoria entre los edificios enfilados con el del café de que se trata, obras mezquinas de los hombres, y aquella incomparable marina, obra maravillosa de Dios. De tarde en tarde entraba en el mismo establecimiento la familia de Amusco o de Villalón, recelosa de que la gente de la ciudad la tuviera en poco para acomodarse allí, con su aparejo algo burdo «pa según lo que los currutacos usan;» pero dispuesta a darse un regodeo, con lo mejor y más caro de «la casa,» para quince días; o el grave magistrado del Supremo, en vacaciones, hombre fino y culto si los había, pero con la aprensión incurable de que todo bicho viviente es un reo sobre el que pesa perpetuamente la jurisdicción de la Sala a que él pertenece; o el gomoso, descuajaringado de tanto correr de la ciudad a la playa y viceversa, en busca de algo que no encontraba… y por este arte, dos docenas de personajes desperdigados y aburridos, que se iban acomodando sosegadamente en este diván o en aquella banqueta.

      Así las cosas, llegó a decir Casallena, después de deglutir medio mojicón empapado en chocolate:

      – Todo eso será verdad, y no deja de consolarme un tantico; pero le aseguro a usted que lo de anoche fue tremendo.

      – Y ¿qué fue lo de anoche?– preguntó el otro, apretándose un ijar con la mano del mismo lado, y llevándose a los labios con la otra la copa medio vacía.

      A esta pregunta se tragó Casallena el resto del mojicón; y con masa de él aún entre las mandíbulas, respondió, mientras se limpiaba las puntas de los dedos con la servilleta:

      – Primeramente me costó una brega de tres horas coger el sueño, si sueño puede llamarse ligero sopor…

      – Sueño, y de los mejores,– afirmó en tono desafrido el de enfrente, después de escupir la mitad del buche que había tomado de aquel líquido que, por lo turbio, más parecía agua de fregar que de naranja.

      El joven del mojicón se le quedó mirando fijamente a través de sus quevedos, mientras, a tientas, empleaba las dos manos en partir, con los índices y pulgares solamente, una de las tostadas fritas. En seguida se puso a mojar a pulso la tira con que se había quedado en la diestra, y preguntó, con cierta inseguridad, volviendo a mirar a su interlocutor:

      – ¿De los mejores dice usted?

      – De los mejores— insistió el interrogado, derribando al mismo tiempo hacia el cogote su chambergo de anchas alas, con lo que dejó al descubierto toda su cara de coronel de reemplazo;– de los mejores, porque de ahí para adelante, caer en ello, tratándose de temperamentos como el de usted… si por su desgracia se parece al mío, como afirma, es peor que caer en un despeñadero. En esos sueños profundos hay golpes que contunden, y carreras vertiginosas, y cornadas de toros desmandados, y coces de caballerías, y casas incendiadas sin puertas por donde huir, y riñas a gritos con las personas más queridas, y deslealtades de amigos… todo lo que más duele y más fatiga en el cuerpo y en el alma. Salir de un sueño de éstos es como salir de una pulmonía. ¿Le pasan a usted cosas como éstas cuando duerme de veras?

      El interpelado se tomó otra tira de la tostada, bien empapada en chocolate, y respondió como entre serias dudas:

      – Le diré a usted: algo de ello…

      – ¡Algo de ello!– exclamó con desdén el interpelante, descolgando de sus narices, no chatas ciertamente, sus quevedos de oro, y poniéndose a limpiar sus cristales con el pañuelo.– Entonces se queja usted de vicio.

      – ¡De vicio!

      – De vicio, sí, señor. A mí me pasa todo eso y mucho más, y a diario… Tome usted nota de ello y prosiga. ¿Qué fue eso tan tremendo que le ocurrió a usted anoche?

      – Vaya usted haciéndose cargo— respondió el joven metiendo mano a la segunda tostada.– Apenas atrapé ese poco de sueño que le dije… ¡zas! una sacudida liorrorosa de pies a cabeza. Hubiera jurado que me levantaba a una altura de dos metros sobre la cama, pero rígido y en una pieza, lo mismo que un tablón.

      – Eso es el alfa de la educación histérica que está usted adquiriendo,– interrumpió el de los anteojos de oro, volviendo a montarlos sobre su nariz.

      – Después— continuó el otro,


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