Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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valiente.

      – Sobre todo, de una temporadita acá,– apuntó maliciosamente Casallena.

      – ¡Hola, hola! Conque de una temporadita acá… ¿Y qué enfermedad es ella, señor doctor?

      – Pensé que usted la conocía, y por eso aventuré la observación.

      – Le juro a usted que no sé palabra.

      – ¿Es usted de fiar?

      – ¡Hombre! ¿Esas tenemos ahora?… ¡Tras de las intimidades que nos hemos confiado?

      – Es que la dolencia de que se trata, no es del cuadro patológico de las nuestras.

      – Tanto mejor para conocida..

      – Le aseguro a usted que si no mienten mis informes, y son el Evangelio, hay en el caso para un comienzo de novela.

      – ¡Para un comienzo de novela! ¡Y se lo callaba usted! ¡Ni que anduvieran tiradas por los sucios esas cosas!

      – ¿Ve usted cómo no resulta hombre de fiar? ¡Si conoceré yo a las gentes!

      – Señor de Casallena, tentador de apetitos contrariados: ¡el caso, o la vida!

      – ¡Canario! ¿Es seria la intimación?

      – A muerte.

      – Pues siendo así, no vacilo en la elección. Entrego el caso.. Oiga usted lo que se dice, y es la pura verdad…

      Pero no pasó de aquí la historia, porque aparecieron delante de los dos interlocutores, y en el vano de la puerta del café, hasta tres amigos de ambos, concurrentes infalibles a la mesa a aquellas horas. Mozos eran los tres, y, año arriba, año abajo, de la edad de Casallena. Soldados de una misma legión, también tenían su correspondiente nombre de guerra, por el cual eran bien conocidos; porque hay que advertir que Casallena no se llamaba así ni en los registros civiles ni en los libros parroquiales. Juntos peleaban a menudo en el revuelto campo de las letras; y aunque bisoños los cuatro, habían ganado ya lauros que los hacían bien merecedores del entusiasmo con que luchaban por ellos, en el vagar que les dejaban las tareas de sus deberes profesionales. Dicho sea en honra suya, eran, con sus no muy viriles frontispicios, desgarbados por la insulsa indumentaria que imponían las leyes de la crema elegante, una ejemplar excepción entre muchos de sus congéneres: esa juventud frívola que se conforma con vestir a la última moda y caer bien en los salones de tono, y tiene en poco a los que saben algo de más jugo que eso. Los tres saludaron al hombre de la cara hosca, de los lentes de oro y de las barbas grises, con un apelativo más cariñoso que puesto en razón, y fueron correspondidos con sendos y cordiales apretones de manos. El más mozo de los cuatro amigos, y, por ende, de los tres recién llegados, Juan Fernández de mote, era la encarnación palmaria de la alegría descuidada y bulliciosa. Hablaba a voces y se reía a carcajada seca; atestaba sus ocurrencias de equívocos chispeantes, y con el sombrero en la coronilla, las manos acá y allá, las piernas como las manos, los grises ojos retozones y la voz desembarazada y resonante, remataba sus vehementes períodos con citas atinadísimas de personajes estrafalarios o de autoridades de gran nota. Escribía mucho y con frecuencia; y con ser tan hablador, aún corría más su pluma que su palabra. Pero, por una de esas incongruencias fenomenales en que se complace a menudo la naturaleza, este mozo, tan regocijado y tan ligero en su trato familiar, tan chancero y risotón, no escribía jamás en broma. Dábale el naipe por los asuntos serios, y era un dogmatizador de todos los diantres y un crítico de los más hondos.

      Pues este tal, picando en muchos puntos a la vez y metiéndolos todos a barato, entre restregones de pies, crujidos de la banqueta y disparos de carcajadas, tuvo la culpa de que a Casallena se le olvidase, cuajada en la misma punta de su lengua, la historia que había prometido al señor de la cara hosca. Pero no era éste de los que renuncian fácilmente a satisfacer los antojos de la curiosidad, cuando les muerde de veras; y en aquella ocasión le mordía de firme por lo visto, pues apenas hubo pasado lo más recio y estruendoso de aquel coreado palabreo, encarose con Casallena y le dijo:

      – Venga ahora eso que iba usted a contarme cuando entró esta gentezuela.

      Pero también esta vez se le atascó la historia en la garganta, y fue causa de ello la presencia de un nuevo personaje que se acercaba entonces a la mesa desde el fondo del café.

      Mozo era también, como los otros cuatro; pálido, más que algo pálido; miope, afilado de faz y no muy medrado de cuerpo. Andaba con lentitud y sin hacer ruido con los pies. Llevaba entre los dientes una pipa de espuma, a medio culotar, y en la pipa un disforme tabaco con sortija; los brazos muy pegados al tronco, y las manos en los bolsillos del pantalón; el espinazo bastante encorvado, y el cuello muy erguido, por lo cual lo primero que se veía, y más chocaba en él, eran dos cosas: la cruz que formaba su puro descomedido encalabrinado en la pipa, con la línea horizontal de su fino bigote, y el centelleo de sus lentes, heridos de plano por la luz. Vestía y calzaba según los cánones más rigorosos de la moda reinante, y era limpio y atildado de pies a cabeza, en persona y en arreo. Los que sólo le conocían de verle en público tal como queda descrito, le tomaban por el prototipo del gomoso insubstancial y petulante, y abominaban de él. Después de tratado a fondo y de conocer sus gustos y su correa para conllevar impávido contrariedades y achaques que a otres hombres más fuertes los ponen a morir, se convenía en que era mozo de raro temple; cuando estos datos se sumaban con su estilo descarnado y lacónico y con ciertas y bien comprobadas genialidades, resultaba un carácter, cosa que no abunda en los tiempos que corren, y menos en los mozos que se usan; y, por último, después de añadir a esta ya respetable suma la cuenta que daba de lo que había visto, y sentido y observado en sus largos y extraños viajes, llegaba a confesar el más duro de convencerse, que en aquel cuerpo endeble había también un alma de artista. Y no quedaba otro remedio que estimarle muy de veras y añadirle a la suma de los pocos que, a su edad, son dignos de que les estrechen la mano los no muchos hombres ya maduros que no se corrigen del pecado de creer y proclamar que hay trabajos y aficiones que, aunque producen menos, ennoblecen mucho más que el trabajo y el instinto del buey; sin que esto quiera decir que los trabajos de esta índole no sean útiles y honrosos, cuando son limpios. Pero ya que tanto se ha ensalzado a la hormiga, justo es que alguien se atreva, de vez en cuando, a declarar lo que tiene de bueno la pobre cigarra.

      Llegó el joven a la mesa; saludó en pocas palabras y con suma cortesía; fue muy cariñosarnente recibido; sentose sin hacer ruido al lado del señor de las barbas grises y la cara hosca, que se la puso bien risueña, por cierto; quitose de la boca la pipa para frotarla un ratito con su pañuelo y pedir al camarero, que se le acercó, una bebida helada; volvió a pulso la pipa a su boca, y se dispuso a oír en absoluto mutismo y con estoica tranquilidad, lo que en aquel concurso se debatiera o se murmurara.

      No se sabe a ciencia cierta si Casallena después de saludar a su amigo, estuvo dispuesto a cumplir su compromiso empeñado con el señor de enfrente: lo que no tiene duda es que este señor, apenas vio que ahumaba ya la pipa del joven recién venido, se encaró con Casallena otra vez, y le dijo, rebosando la impaciencia en sus palabras:

      – Vamos, continúe usted ahora, o, mejor dicho: comience usted con mil demonios. ¿Qué es lo que le pasa «de una temporadita acá», a la chica mayor de?…

      Indudablemente estaba de malas aquel asunto tan apetecido por la curiosidad del interpelante, porque ni siquiera le fue dado a éste terminar su interpelación. Impidióselo en su amigo y coetáneo que se plantificó de golpe y porrazo, como llovido de las nubes, delante de la mesa por el lado de la calle. El cual amigo, aunque de aire decente, no era alto ni muy derecho, ni elegante en el sentido que dan a esta palabra los fieles vasallos de la moda: en su ropaje, aunque de buena calidad, había abusos de tijera por resabios y manías de otros tiempos. Su cara, de buen color, era aguileña, su gesto habitual, de pimienta con vinagre; el corvo pico de su nariz le partía en dos porciones iguales el entrecano bigote, y le caían hacia los hombros, enrarecidas y lacias, unas patillas grises que habían sido en otra edad tupidas, negras y lustrosas. Estaba en muy buenas carnes, y eran contadas las personas que, al llamarle, anteponían el don a su nombre de pila, Fabio. Para todo el mundo era Fabio López; y nada más puesto en razón tratándose de un hombre como él, que era un talego


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