Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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como te la pinto, y tú la conoces, y la has tratado mucho… y te ha calado las intenciones… y te las acepta por buenas y honradas… y te acepta a ti también con los brazos abiertos. ¿Quieres más?»

      Imagínate, ¡oh Pílades incombustible! mi asombro al oír todo esto, y calcula mi estupefacción cuando resultó que era la pura verdad. Oye lo que averigüé entrando en explicaciones con mi padre. El señor don Roque Brezales, o de los Brezales, como ha dado en firmar últimamente, es un comerciante ramplón, honra y prez del gremio de la plaza, la ciudad más importante de la cesta española del mar Cantábrico. Este señor (hablo de Brezales), bueno y honradote en el fondo, es hombre de poca estética y menos literatura, vulgar de estampa y de mala ortografía; pero tiene formado de sí propio juicio muy diferente del mío, y hasta se siente a ratos, mordido del ansia de ser personaje, desde que, por azares de la suerte y ya bien entrado en años, se vio nadando en posibles, imagen con que pinta el vulgo de su país el colmo de la riqueza. Este comerciante opulento tiene dos hijas, Irene y Petra, bellas las dos, aunque cada cual a su modo. Irene es algo melancólica, con dejos de arisca y desengañada; tiene buen entendimiento y, sobre todo, unos ojos morunos, verdinegros, que de pronto parecen tendidos a la larga y como dormitando a la sombra de sus negrísimas pestañas; pero que, bien observados… Hombre, yo he visto en los primorosos ríos de su tierra algo parecido a esos ojos: ciertos remansos junto a la acantilada orilla, bajo un tupido dosel de laureles y madreselva. En la inmóvil superficie de aquel agua sombría, se refleja toda la fragante espesura del dosel con el peñasco gris de la margen, y un jirón azul pálido del cielo, y un pedazo de nube cenicienta, y la cara y el busto, invertidos, del observador. El conjunto es hermoso; y, sin embargo, por lo que hay de misterioso allí. ¿Qué habrá debajo de aquellas aguas silenciosas y sombrías? Y se piensa alternativamente en el cieno viscoso y en la arena finísima; en la negra caverna atestada de monstruos, y en la gruta fantástica de las hadas bienhechoras. Por supuesto, que no hay que tomar este símil al pie de la letra tratándose de los ojos de esa Irene; pero es de la casta de los que vendría a aquí más al caso, y aun coincidiría con él exactamente, y eso por la malicia del observador, si Irene fuera una mujer de intriga y bien fogueada en las batallas del mundo galante; pero ¿qué diablo de trastienda ha de haber en una provinciana inexperta, dócil y mansa como una corderita sin hiel, que comulga todos los meses y oye misa casi todos los días? Los ojos de Irene son así, como pudieron ser de otra manera; y si, bien mirados, parece que descubren tantas cosas ocultas, es porque la boca correspondiente peca por el extremo opuesto: el no decir la mitad de lo que se juzga necesario; y eso que falta siempre en sus conversaciones, lo va a buscar el curioso adonde cree que puede hallarlo, y para la atención en los ojos y en ellos lee todo lo que le da la gana. Ésta es la pura verdad. Te añadiré ahora que Irene es ligeramente morena, de correctísimas facciones y garrida estampa.

      Petra no se parece a su hermana ni en carácter ni en figura. Es alegre, habladora y expansiva, con más que puntas y ribetes de maliciosa y mordicante. Se pinta sola para remedar a los gomosos memos y a las amigas cursis. Siempre tiene novio, o ganas de tenerle. Es casi rubia, muy guapa, de regalar estatura, pie menudo y talle primoroso.

      Estas dos hijas tienen una madre que se llama doña Angustias, de bastante buen ver todavía. No es de la pata del Cid, ni, apurándola un poco, deja de enseñar la hilaza de su procedencia vulgar; pero lleva bien la ropa y es simpática en su trato. Va con sus chicas «al mundo» de por allá, y desempeña bastante bien el papel que la corresponde. El tal mundo se reduce a media docena de bailes particulares, a dos o tres en el Casino, las visitas de cumplido, las soarés del Gobernador, los conciertos del verano, la fiesta de los Juegos florales, y el teatro, cuando le hay. Se paga mucho de las buenas formas y se perece porque la vean sus conterráneas en íntimas relaciones con personajes de Madrid. Lo propio que su marido.

      No recuerdo bien el origen de la amistad, ya vieja, de este señor con mi padre, cuyas influencias poderosas aprovecha constantemente para activar o enderezar en Madrid la lenta o torcida marcha de los graves asuntos de interés, casi siempre mercantil, municipal o provincial, en los cuales ha de intervenir la pesada mano del Gobierno de la nación. El señor de los Brezales es hombre cortés y agradecido, y nunca ha dejado de corresponder rumbosa y delicadamente a los favores de mi padre. Con todas estas cosas, mi familia y la suya se han tratado mucho en las distintas ocasiones en que hemos veraneado en aquella ciudad, cuya playa no tiene semejante en Espana por su hermosura. Yo conozco y estimo de veras a estas apreciabilísimas personas, particularmente a Irene y a Petrita, a quienes he tratado con más frecuencia. Pero ahora resulta, según mi padre, que Irene, que es la mía, la mujer que se me destina para redimirme, en lo mortal, de la miseria, y en lo eterno, de la perdición, «me ha calado las intenciones, y las acepta por buenas y honradas;» y el demonio me lleve si, cuando he hablado con ella, he tenido otra que la de pasar el rato agradablemente en tan buena compañía. Claro está que no me he cansado en desmentir el aserto de mi padre, y que me he dejado correr muy a mi gusto al empuje de esta casualidad, que cabe en lo posible de los caprichos humanos; pero se me aguzó grandemente el deseo de conocer los pormenores de este inesperado descubrimiento y de aquel plan arreglado por mi padre, y he aquí cómo habían pasado las cosas. Vino a Madrid mi futuro suegro y se hospedó en nuestra casa, tras de muchos ruegos de mi padre y no pocos míos. Como sus quehaceres no eran muchos, los dos amigos pasaban juntos largas horas del día y de la noche; y pasando así las horas, mi padre halló sobradas ocasiones de apuntar, con la destreza en que es maestro, la especie que, por lo visto, le bullía en sus adentros mucho tiempo hace; y cátate, amigo recalcitrante, que no bien asomó la punta de la idea, el otro, que, por las trazas, rumiaba también de muy atrás los mismos pensamientos, se puso a tirar de ella; y tira que tira, no cejó en su empeño, hasta verla entera y verdadera en la misma palma de su mano. Según refiere mi padre, el buen señor no podía ni quería disimular el regocijo que la ocurrencia le causaba. Mis prendas personales, el apellido que llevo, mi título nobiliario… ¡oh, qué fortuna para su hija primogénita, tan superior a cuantos hombres pudieran inútilmente ambicionarla en los mezquinos ámbitos de su pobre ciudad! Él era rico, muy rico; y una vez realizado el enlace, ni por su parte ni por la de su familia se reñiría por el tanto o por el cuanto, o por si aquí o por si allá: se haría lo que nosotros dispusiéramos, porque lo que ellos querían, era la felicidad de Irene; y esta felicidad la hallaría al lado de su marido, donde quiera que alcanzaran los rayos esplendorosos de la gloria de su nombre. Aún creo que dijo el satisfecho señor mucho más que esto que yo te transcribo casi en los propios términos en que me lo refirió mi padre, sin darte cuenta de ello, porque no vale la pena de recordarse, y para muestra quizás sobra con lo apuntado. Pero faltaba conocer las intenciones de Irene, que eran el eje de toda aquella máquina tan fácilmente construida. «… No hay que apurarse por eso,» contestó el señor de los Brezales a este reparo que mi padre le presentó: «tengo ciertos testimonios de que Irene conoce las intenciones de su señor hijo de usted, y aun de que no la desagradan. A mayor abundamiento, en cuanto vuelva yo a mi casa, que será pronto, pondré la cuestión sobre el tapete, sondearé las voluntades y escribiré a usted el resultado sin perder correo.» Y dicho y hecho: al otro día, dejando encomendados a su amigo sus negocios, tomó el tren del Norte; y media semana después escribía a mi padre estas pocas palabras que te copio, porque poseo la carta, en una letra deshilvanada y garrapatosa, señal del apresuramiento con que escribía y de las hondas emociones que le dominaban en aquellos instantes: «Tratado el grave asunto consabido en consejo de familia, todos conformes, todos gozosos y todo llano por nuestra parte. Anticipen cuanto puedan el viaje que tenían proyectado a esta ciudad, para que Antonino acabe de entenderse con la interesada y se dé con ello el fin y remate que merece un negocio tan felizmente planteado. Los abraza, y los saluda, y los adora en nombre propio y en el de toda esta familia, su desde hoy más que amigo y admirador, Roque de los Brezales

      Y así están las cosas, amigo mío: mi familia forzando la máquina para anticipar el veraneo cuanto sea posible, y yo deseando con grandes ansias que llegue la hora de ver confirmadas las promesas del padre por los labios de su pistonuda hija, aquella morena de los verdinegros ojos, que me aguarda con los brazos abiertos. Y ahí tienes el caso, es decir, mi caso, en toda su magnitud, a lo ancho, a lo largo y a lo profundo. ¿Qué te parece de él? Por lo que a mí toca, ya habrás conocido que le considero de perlas a lo profundo, a lo largo y a lo ancho. Fíjate bien, y verás que no es para menos, ¡caramba!


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