Algo de todo. Juan Valera

Algo de todo - Juan  Valera


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y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.

      LA CORDOBESA

      El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado.

      Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinnúmero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, a fin de justificar mi tardanza en contribuir a su realización con mi trabajo.

      ¿Qué diferencia esencial, ni siquiera qué diferencia accidental notable, puede haber o hay pongo por caso, entre la cordobesa, la jaenense o la sevillana? Allá en lo antiguo quizás la hubiese, porque no eran tan fáciles las comunicaciones, y era más fácil el vivir aislado y sedentario; pero en el día, en que, no ya los hombres y mujeres de contiguas provincias, sino los de remotas naciones, longincuos países y apartadísimos reinos, se ven y visitan con frecuencia, ¿cómo ha de persistir esa variedad y distinción de tipos, dando ocasión a que se describan mujeres que por sus costumbres, creencias, modos de sentir y de pensar, fisonomía, continente y traje, se diferencien hasta el punto de que las pinturas o descripciones que de ellas se hagan, varíen por el asunto, y no sólo por el estilo del que pinta o describe? Además, me decía yo, aunque el sello de casta y el de nacionalidad sean indelebles, sin que acierte a borrarlos o a confundirlos la continua convivencia y el íntimo comercio espiritual, en esta época en que tanto se escribe, se lee y se viaja, en este siglo del vapor y la electricidad, del ferro-carril y del telégrafo, todavía no logro persuadirme de que haya también un sello de provincialidad, como hay sello de nación, de tribu o de casta. Lo peculiar y lo castizo, en lo que tienen de exclusivas estas calidades, provienen de divisiones que hizo la naturaleza misma, y no de las divisiones administrativas o políticas, esto es, artificiales, como son las divisiones por provincias. Malagueñas o sevillanas habrá, sin duda, de casta y suelo más homogéneos con los de ciertas cordobesas, que los de muchas cordobesas entre sí. Una mujer de Cuevas de San Marcos, por ejemplo, debe parecerse más a otra de Rute, que una de Rute a otra de Belalcázar, y más se parecerá la de Casariche a la de Benamejí, que la de Benamejí a la de Almodóvar.

      Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Cataluña, y entre la manchega y la vizcaína habían de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, había de tener un tipo especial, se me hacía difícil de creer. Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.

      Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia. Esto sería quizás, no sólo ameno, sino ejemplar y didáctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido a escribir mi artículo, si de esto se tratase. No era obra histórica, ni biográfica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo o retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas, y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa así, repito que no me percataba yo de nada o de casi nada que impidiese la monotonía de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, o mejor diré por los sujetos, viniese a ser un jardín de flores, como la capa del estudiante, merced a la diversidad de estilos y a la idiosincracia de cada escritor que en ella pusiese mano.

      Así, sobre poco más o menos, andaba yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al riñón de la provincia de Córdoba; a una dichosa comarca donde el color local provincial está difundido a manos llenas por la Naturaleza pródiga e inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ¿cómo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer, la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?

      Más de cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer, respecto al libro del Sr. Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

      Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunden un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido, pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo a lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento sustancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina, exteriorizando la idea típica suya propia, y presentando diverso aspecto, en cada una de las diversas evoluciones con que la exterioriza.

      Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

      Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomía; pero, si bien se estudia la antinomía, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo a crearla, sería un artículo primoroso. Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil, sino a la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.

      Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima, donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fuésemos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendría fin ni término nuestro artículo; y así conviene tocar sólo puntos capitales, y resumir y cifrar en dos o tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de más característico y propio.

      Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas, que han estado o están en Madrid, que tal vez han ido a Baden o a Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferrière, con la Honorina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa; pero sería menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esa esencia al través de tantos aditamentos extraños y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla: busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre; ya señora, ya criada.

      La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.

      La cordobesa es todo vigilancia, aseo, cuidado


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