Algo de todo. Juan Valera

Algo de todo - Juan  Valera


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plata dobles y de muletilla, y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro. Sobre todo esto, para ir a misa o a cualquier otra ceremonia o visita de cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un desacato, presentarse sin ella aunque señale el termómetro treinta grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y rozagante, presta a la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la abandonaba jamás; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para tomar el pulso, tomándole por cima del embozo. Claro está que quien no se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se le quita, trayéndole hacia la cara para defenderla del sol o de la luz, si duerme la siesta al aire libre; así como se le lleva hacia el morrillo o cogote, sosteniéndole con la mano, para saludar a las personas que más respeto y acatamiento le merecen. Pero volvamos a nuestra cordobesa.

      Pobre o rica se esmera, como he dicho, en la casa. En algunas hay ya habitaciones empapeladas, pero lo común es el enjalbiego, lo cual será grosero y rústico si se quiere, mas alegra con la blancura y da a todo un aspecto de limpieza. La misma ama, si es pobre, y si no la criada, enjalbiega a menudo toda la casa, incluso la fachada. Esta manía de enjalbegar llegó a tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años ha, enjalbegaba su piano; el primero que apareció por allí. Ahora hay ya muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las señoras y señoritas que tocan y cantan.

      Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaría, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras, tejen ese tapiz con sus hojas entrelazadas y le bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta de un frondoso emparrado una buena parte del patio: y en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas o escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo o lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche.

      En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación. Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

      Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón o gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades; caza zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga o red, y pesca anguilas metiéndose en los charcos y arroyos, y cogiéndolas con la mano. Alguno de estos suele tener su poco de poeta; da los días a la señora en décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños, y sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.

      La criada de lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores; y todos éstos son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de chascarrillos picantes.

      Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba era el de doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama indio de Kalidasa, titulado Sacuntala. Los árabes, sin duda, trajeron este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.

      La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del ama, o de la niña o señorita soltera. Viene a semejarse a la confidenta de las tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enone. De todos modos va con su ama a visitas, a misa y a paseo, le lleva y le trae recados, y procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.

      A esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.

      Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice: Al andaluz hacedle la cruz, y al cordobés de manos y pies, bien puede afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas de lo levantiscos, alborotados y amigos de correrla que son generalmente los maridos. Ya dice uno que va al campo a ver las viñas o los olivares y a inspeccionar la poda, la cava u otra labor cualquiera; ya supone otro que va a cazar sub Jove frígido, tenerae conjugis immemor; ya éste tiene que ir a negocios a la cabeza de partido, o a Córdoba, o a Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir a Jerez a llevar muestras de vino, o a alguna feria, a ver si vende o compra ganado: en suma, jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto, queda en la soledad y en el abandono, y si a menudo se ve asediada por los pretendientes, imita a Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo su marido, ni fue a pasar trabajos y a aventurar la vida en la guerra de Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones, hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.

      Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de la cordobesa. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa la resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que su marido tenía con todo sigilo a una muchacha en su casa de campo, adonde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas a la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y sin que su marido lo notase, se fue por aquellos vericuetos hasta llegar a la casería. Terrible fue la entrevista con la pecadora, a quien echó de allí a pescozones.

      Debo advertir que en este y otros casos se avivan los celos con poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas suele ser muy costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que hay que comprar a la muchacha, ni del boato y pompa con que es menester sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se gasta también. La hetera de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas heteras parisinas: pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los cuñados, la madre, las tías, todos, en suma, se creen con derecho a cuanto hay: con derecho al trabajo; y por consiguiente, con derecho a la asistencia y a la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa; las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan. La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora a costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela y no te las pagará; si eres cosechero de vino o aguardiente, menudearán las botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.

      No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se dedican muchas mujeres a él y abaratan el mercado con la competencia. En todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y harto difícil en puntos de honra. Colonia en


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