Algo de todo. Juan Valera
por completo y se sustrae a toda responsabilidad. Esta mujer no pasa de ser una ayudanta, una altera ego. Quien en realidad dirige es el ama. Y sólo cede el ama la dirección, o, para hablar con rigorosa exactitud, no la cede ni dimite, sino que comparte la responsabilidad y divide el imperio, cuando se da la feliz circunstancia de que haya alguna mujer que sea un genio inspirado, con misión y vocación singular para tales asuntos. Así sucedía en mi lugar con una mujer que llamaban Juana la Larga, la cual murió ya; y es muy cierto que ha dejado una hija heredera de sus procedimientos arcanos: pero el genio no se hereda, y la hija de Juana la Larga no llega, ni con mucho, adonde llegaba su madre: es mucho menos larga en todo, como lo reconocen y declaran cuantas personas competentes han conocido a la una y a la otra.
Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una señora cuidadosa y casera tendrá cuenta con lo que se guisa, irá a la despensa, dará órdenes: pero el verdadero guisar queda enteramente al cuidado de la cocinera. De aquí lo decaído del arte. La cocina cordobesa fue, sin duda, original y grande. Hoy es una ruina, como los palacios de Medina-Azahara y los encantadores jardines de la Almunia. Sólo quedan algunos restos, que dan señales, que son como reliquias de la grandeza pasada; restos que un hábil cocinero arqueólogo pudiera restaurar, como ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma.
Sería menester una pericia técnica, de que carezco, para caracterizar aquí la cocina cordobesa, excelente aunque arruinada, y para definirla y distinguirla entre las demás cocinas de los diversos pueblos, lenguas y tribus del globo.
El lector me perdonará que hable casi como profano en esta materia trascendente.
Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y prevalece en el mundo, hay restos y como raíces en la de Córdoba, que no deben menospreciarse. ¿Quién sabe si darán aún opimos frutos sin desnaturalizarse con ingertos, sino conservando el ser castizo que tienen?
Las habas, a pesar del anatema de Pitágoras, que tal vez las condenó como afrodisíacas, son el principal alimento de los campesinos de mi tierra. El guiso en que las preparan, llamado por excelencia cocina, es riquísimo. Dudo yo que el más científico cocinero francés, sin más que habas, aceite turbio, vinagre archi-turbio, pimientos, sal y agua, pueda sacar cosa tan rica como dicha cocina de habas preparada por cualquiera mujer cordobesa. Del salmorejo, del ajo-blanco y del gazpacho, afirmo lo propio, Será malo; harán mil muecas y melindres las damas de Madrid si le comen; pero tomen los ingredientes, combínenlos, y ya veremos si producen algo mejor.
Por lo demás, el salmorejo, dentro de la rustiqueza del pan prieto,
Y los rojos pimientos y ajos duros,
de que principalmente consta, debe pasar por creación refinada en las artes del deleite, sobre todo si se ha batido bien y largo tiempo por fuertes puños y en un ancho dornajo. En cuanto al gazpacho, es saludable en tiempo de calor y después de las faenas de la siega, y tiene algo de clásico y de poético. No era más que gazpacho lo que, según Virgilio, en la segunda Égloga, preparaba Testilis para agasajo y refrigerio de los fatigados segadores:
Allia, serpyllumque, herbas contundit olentes.
Dejo de hablar de la olla, caldereta, cochifrito, ajo de pollo y otros guisados, por no tener diverso carácter en Córdoba que en las restantes provincias andaluzas. Sólo diré algo en defensa de la alboronía, por haberse burlado de ella un agudo escritor, amigo mío, y por habernos suministrado la ciencia moderna un medio de justificarla, y aun de probar, o rastrear al menos, que la antigua cocina cordobesa fue una cocina aristocrática o casi regia, que ha venido degenerando. El sabio orientalista Dozy demuestra que la inventora de la alboronía, o quien le dio su nombre, fue nada menos que la Sultana Boran, hermosa, distinguida y comm'il faut entre todas las Princesas del Oriente. Tal vez el creador de la alboronía dedicó su invención a esta Sultana, como hacen hoy los más famosos cocineros, dedicando sus guisos y señalándolos con el nombre de algún ilustre personaje. Así hay solomillo a la Chateaubriand, salmón a la Chambord, y otros condimentos a la Soubisse, a la Bismarck, a la Thiers, a la Emperatriz, a la Reina y a la Pío IX. Para mayor concisión se suprime el nombre de lo guisado y queda sólo el del personaje glorioso; por donde cualquiera se come un Pío IX o un Chateaubriand, sin incurrir en antropofagia.
Sin duda, así como, en vista del aserto irrefragable de Dozy, la alboronía viene de la Sultana Boran, la torta maimón y los maimones, que son unas a modo de sopas, deben provenir del Califa, marido de la susodicha Boran, el cual se llamaba Maimón, ya que no provengan del gran filósofo judío Maimónides, que era cordobés, y compatriota, por lo tanto, de los maimones, sopa, torta y bollo.
Fuerza es confesar, a pesar de lo expuesto, que estas cosas se han maleado. Son como los refranes, que fueron sentencias de los antiguos sabios y han venido a avillanarse; o como ciertas familias de clara estirpe, que han caído en baja y oscura pobreza. Lástima es, por cierto, que así pase; pues los primeros elementos son exquisitos para la cocina en toda la provincia de Córdoba.
Entre las jaras, tarajes, lentiscos y durillos, en la espesura de la fragosa sierra, a la sombra de los altos pinos y copudos alcornoques, discurren valerosos jabalíes y ligeros corzos y venados: por toda la feraz campiña abundan la liebre, el conejo, la perdiz y hasta el sison corpulento, y toda clase de palomas, desde la torcaz hasta la zurita. No bien empieza a negrear y a madurar la aceituna, acuden de Africa los zorzales, cuajando el aire con animadas nubes. El jilguero, la oropéndola, la vejeta y el verdearon alegran la primavera con sus trinos amorosos. El gran Guadalquivir da mantecosos sábalos y sollos enormes; y dan ancas de ranas y anguilas suaves todos los arroyos y riachuelos. Sería proceder en infinito si yo contase aquí los productos del reino vegetal, la Flora de aquella tierra predilecta del cielo, sobre la cual, según popular convencimiento y arraigada creencia, está verticalmente colocado, en el cenit, el trono de la Santísima Trinidad. Baste saber que las mil y tantas huertas de Cabra son un Paraíso. Allí, si aun estuviese de moda la mitología, pudiéramos decir que puso su trono Pomona; y extendiéndonos en esto, y sin la menor hipérbole, bien añadiríamos que Pales tiene su trono en las ermitas, Ceres en los campos que se dilatan entre Baena y Valenzuela, y Baco el suyo en los Moriles, cuyo vino supera en todo al de Jerez.
La cordobesa mira con desdén todo esto, o bien porque le es habitual y no le da precio, o bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo, algunas señoras ricas se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el fénix, el grifo o el águila bicípite.
Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia a sus paisanas, pudieran con más razón aplicarse a las mías. No es la alemana la que describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia o de mi lugar:
Ella en el reino aquél prudente manda;
Reprime al hijo y a la niña instruye,
Nunca para su mano laboriosa,
Cuyo ordenado tino
En rico aumento del caudal refluye.
¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero a la bodega, y de la bodega a la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario o guarda en el arca o en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama, sahumada con alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la miga le enseñaban, y que hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve,