Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?..
– La señora duquesa de Delille. Me ha preguntado muchas veces por Su Alteza, y al decirle yo que acababa de llegar, me dió á entender que se propone hacerle una visita.
Lubimoff contestó con una simple exclamación, quedando luego silencioso.
– Bien empezamos – dijo Castro riendo – . ¡Nada de mujeres! E inmediatamente el coronel nos anuncia la visita de una de ellas, y de las más temibles. Porque reconocerás que la tal duquesa es una mujer de las que tú nos has pintado.
– No la recibiré – dijo el príncipe resueltamente.
– Esa duquesa es prima tuya, según creo.
– No hay tal parentesco. Su padre fué hermano del segundo marido de mi madre. Pero nos hemos conocido de niños, y guardamos recíprocamente un recuerdo detestable. Cuando yo vivía en Rusia se casó con un duque francés. Sintió el mismo deseo que muchas ricas de América: un gran título nobiliario para dar envidia á las amigas y brillar en Europa. Al poco tiempo se separó, señalando al duque una pensión, que es lo que deseaba tal vez el noble marido. No tengo por mujer apetecible á la tal Alicia… Además, ha vivido la vida á su gusto… casi tanto como yo. Su reputación se iguala con la mía. Hasta le atribuyen amores con personas que no ha visto nunca, lo mismo que hacen conmigo… Me han dicho que en los últimos años se exhibía con un muchachito, casi un niño… ¡Ay! ¡Nos hacemos viejos!
– Yo los he visto en París – dijo Castro – ; fué antes de la guerra. Luego, en Monte-Carlo, la he encontrado siempre sola, sin divisar á su jovenzuelo por ninguna parte. Debió ser un capricho… Lleva tres inviernos aquí. Cuando llega el verano se traslada á Aix-les-Bains ó á Biarritz; pero apenas el Casino recobra su esplendor, vuelve de las primeras.
– ¿Juega?..
– Como una condenada. Juega fuerte y mal, aunque los que creemos jugar bien acabamos perdiendo lo mismo. Quiero decir, que pone el dinero en la mesa aturdidamente, en varios sitios á la vez, y luego ni se acuerda de qué puestas son las suyas. Revolotean en torno de ella los «levantadores de muertos», y cuando gana, siempre se le llevan algo de lo suyo. Ha estado dos años jugando nada más que con fichas de quinientos y de mil. Ahora sólo juega con las de cien. Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor.
– No la recibiré – insistió el príncipe.
Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall.
Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.
– ¿Ha visto usted últimamente á doña Enriqueta?
– ¿Me pregunta usted por la Infanta? – contestó el coronel gravemente – . Sí; ayer la encontré en el atrio del Casino. ¡Pobre señora! ¡Si esto no es una lástima!.. ¡Una hija de rey!.. Me contó que sus hijos no tienen qué ponerse. Ella debe doscientos francos de cigarrillos en el bar de los salones privados. No encuentra quien le preste. Tiene además una mala suerte espantosa: todo lo pierde. Estos tiempos son fatales para las personas de sangre real. Casi lloré escuchando sus miserias, y sentí no poder darle más. ¡Una hija de rey!..
– Pero su padre renegó de ella cuando se fué con un artista obscuro – dijo Atilio – . Y además, don Carlos no era rey de ninguna parte.
– Señor de Castro – repuso el coronel, irguiéndose como un gallo – , tengamos la fiesta en paz. Usted sabe mis ideas: he derramado mi sangre por la legitimidad, y el respeto que le tengo á usted no debe servir para…
Novoa, queriendo tranquilizar á don Marcos, intervino en la conversación.
– Este Monte-Carlo es una playa á la que llegan toda clase de despojos, vivos y muertos. En el Hotel de París hay otro individuo de la familia, pero de la rama triunfante, de la que gobierna y cobra.
– Lo conozco – dijo riendo Atilio – . Es un joven de exuberancias calípigas, que va á todas partes con su gentil secretario. Siempre encuentra alguna señora vetusta que, deslumbrada por su parentesco real, se encarga de mantenerlo á todo lujo… ¡No sé qué demonios puede dar á cambio de esa protección! El secretario, de vez en cuando, le pega para hacer constar sus antiguos derechos.
Don Marcos permaneció silencioso. A él no le interesaban las gentes de esta rama.
– También – continuó maliciosamente Castro – conocí en el Casino, antes de la guerra, á don Jaime, el rey actual de usted. Un mozo valiente para jugar. Arriesga á puñados los miles de francos: maneja muchísimo dinero. En el Casino todos contaban que se lo envían de Madrid, á cambio de que no deje un hijo y mueran con él las pretensiones al trono.
– ¡Y pensar – murmuró Novoa, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta – que por unos y otros se han matado allá tantos hombres!.. ¡Pensar que por una cuestión de herencia entre esas gentes nos hemos retrasado un siglo en la vida europea!..
– ¡Usted también! – clamó el coronel, nuevamente indignado – . Un sabio decir eso… ¡Parece mentira!
II
Al terminar la segunda guerra carlista, un español se vió para siempre lejos de su patria, en la pobreza y la obscuridad del vencido. Los diarios de Madrid le llamaban simplemente «el cabecilla Saldaña», no anteponiendo á su nombre adjetivos infamatorios, sin duda para diferenciarle de otros jefes de partidas que en Aragón, Cataluña y Valencia habían hecho durante cinco años una campaña de saqueos y fusilamientos. Para los suyos, era el general don Miguel Saldaña, marqués de Villablanca. El pretendiente don Carlos le había dado este título por ser Villablanca el nombre del pueblo en que Saldaña casi aniquiló á una columna del ejército liberal. Los conocimientos topográficos de su jefe de Estado Mayor – un cura del país, que durante toda su existencia se había limitado á decir misa los domingos, pasando el resto de la semana en los montes con su escopeta y su perro – le permitieron sorprender descuidado al enemigo, obteniendo una victoria ruidosa.
Cuando pasó fugitivo la frontera, por no reconocer á los Borbones constitucionales, el cabecilla tenía veintinueve años. Segundón de una familia orgullosa y arruinada, se había visto obligado á luchar con las tradiciones de su casa, que le destinaban á la Iglesia. Estaba terminando sus estudios en el Colegio Militar de Toledo, cuando la revolución de 1868 le hizo desistir de ser oficial por no obedecer á unos generales que acababan de suprimir el trono. Al levantarse en armas don Carlos, fué de los primeros en ponerse á su servicio; y su paso por una escuela militar, así como su educación, le permitieron sobresalir inmediatamente entre los demás guerrilleros del llamado ejército del Centro, propietarios rurales, escribanos de villorrio, clérigos montaraces.
Era de un valor temerario, aunque poco afortunado. Atacaba siempre á la cabeza de sus hombres, y de casi todos los combates salía herido. Pero eran heridas «de suerte», como dicen los soldados, que dejaban en su cuerpo gloriosas señales sin destruir su vigorosa salud.
Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.
Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos.