Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.
Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie – la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.
Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.
Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:
– Marqués, muéstrales tus heridas.
Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.
Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.
– ¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!.. ¡Han matado á su padre!
Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.
Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:
– ¡Pobrecito mío!.. Tu madre está loca.
A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.
– Quiero que mi hijo sepa el ruso – dijo la princesa – . Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.
Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.
– El príncipe Miguel Fedor – dijo la madre – es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.
Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado de la monarquía absoluta admiraba ahora á Inglaterra y su historia constitucional.
– Las cosas se ven de otro modo corriendo el mundo – se limitaba á decir – . ¡Si todos los de mi país hubiesen viajado!..
Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».
El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.
Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.
– Ahora sólo tengo una ambición, mi general – terminaba diciendo – : poder algún día vestir bien.
Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.
Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.
Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:
– Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.
El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español