Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.
Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón de sus pecados. Veneraba al emperador como representante de Dios y al mismo tiempo simpatizaba con los nihilistas.
Los personajes de la corte se escandalizaban al recordar cómo, acompañada de una doncella que la policía consideraba sospechosa, había ido una mañana á una pobre casita de las afueras de la capital, confundiéndose con la canalla revolucionaria de artesanos y estudiantes. Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa.
El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista. Y esa misma Nadina Lubimoff golpeaba en su palacio á los criados como si aún fuesen siervos, hacía arrodillarse á sus pies á las doncellas en momentos de cólera, lo ponía todo en conmoción con su tempestuosa irascibilidad, hasta el punto de que cierto viejo príncipe que era su tutor por orden imperial deseaba verla casada cuanto antes, aunque con ello perdiese el manejo de una fortuna inmensa.
Inspiraba miedo á sus enamorados. Todos temían la burla cruel como respuesta á una petición matrimonial. Por dos veces había anunciado su casamiento con señores de la corte, y á última hora ella misma pidió al zar que negase su permiso. Ningún hombre osaba ya solicitar su mano, por temor á las risas y los comentarios. Y á pesar de las libertades é inconveniencias de su conducta, nadie ponía en duda su virginidad.
Saldaña pensó al verla en una náyade septentrional surgiendo de un río verde en el que flotasen bloques de hielo. Era alta, de aspecto majestuoso, algo abultada de formas, lo mismo que las divinidades pintadas al fresco en los techos; pero de una blancura esplendorosa, las pupilas grises con una lenteja verde en el centro, la cabellera de un rubio flácido y desteñido, como si acabase de surgir de un intenso lavado. Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.
Pasó una gran parte del baile sin fijarse en el español. ¡Eran tantos los oficiales que la rodeaban, acogiendo con sonrisas de gratitud sus chistes atroces y sus palabras gruesas!.. De pronto, Saldaña, que estaba entre dos puertas, se estremeció al oir una voz femenil de tono imperioso.
– Su brazo, marqués.
Y antes de que él se lo ofreciese, la joven princesa se lo tomó, tirando de él hacia el salón donde estaba el buffet.
Nadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo este aguardiente popular al champaña que servían pródigamente los criados. Luego, sonriendo á su acompañante, lo llevó hasta el hueco de una ventana casi oculta por sus cortinajes.
– ¡Las heridas!.. ¡Quiero ver las heridas!
El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.
Admiró la princesa este miembro atlético, de piel obscura cortada por la blanca tortuosidad de la carne nueva.
– ¡Las otras!.. ¡Quiero ver las otras! – ordenó, clavando en él unos ojos agresivos como si fuese á morderle, mientras se doblaba hacia abajo el arco de su boca con llorosa humedad.
Le había agarrado el brazo con una mano trémula, mientras la otra avanzaba sobre el pecho del dolmán, pretendiendo deshacer sus cordones de oro.
El soldado se echó atrás, balbuceando. ¡Oh, princesa!.. Lo que pretendía era imposible. Las otras heridas no podían mostrarse á una dama…
Sintió en su única cicatriz visible el contacto de unos labios. Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo.
– ¡Oh, héroe!.. ¡Héroe mío!
Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado. Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera.
A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla… Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.
En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!.. Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.
– O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.
Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.
– Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.
El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.
Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista