La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco
niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquélla caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.
Alvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.
Las veía por la espalda, y sin embargo, por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña a quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso, cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad, acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.
El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara a la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo, las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.
Cuando Alvarez llegó a la embocadura de ésta vió a las dos mujeres que se alejaban, y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas, como era su gusto, y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin, era una de tantas, y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.
Alvarez siguió la avenida y llegó al estanque, apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes, que, como navíos de nieve, surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.
El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol; los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre, y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.
Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente, y persiguiéndose buscaban un rincón obscuro donde esconderse, como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la Naturaleza.
Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, piaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación, y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y se recorrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.
Alvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la Naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz senos de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.
El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.
La hermosura de la Naturaleza le producía dulces desvanecimientos, y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.
Alvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la Naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana, por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los rasos, los barnices y el oro que, surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.
Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí, contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedijas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impuso de la invernal brisa.
Más de media hora permaneció Alvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la Naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su atracción; después fué una niña que pasó corriendo, no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin, el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su dormida atención.
Levantó la cabeza y vió a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.
Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza, con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.
Alvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.
La joven no parecía tener más de diez y siete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban, sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.
La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.
Su vestido negro, su mantilla y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.
Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.
Alvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que había visto, y sin poder explicarse el por qué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.
¡Qué diablo! El era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán, no estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.
Se sentía atraído por aquel rostro que, deslumbrador, había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota, y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.
El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza, viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie, y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos, aunque procurando conservar una corta distancia.
La