La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco
de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación de sus arraigados principios.
Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.
– El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida, en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces; pero desde que aquélla murió, los salones han quedado cerrados y, muy de tarde en tarde, recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuíta, el padre Claudio, que también es gran amigo de la familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta, y estaba muy confiado, pues el tal jesuíta es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme, lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fué encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas cuantas personas encierra aquella casa.
El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.
– ¿Te ríes?, ¡eh! Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado, aunque nadie lo quiere creer en el regimiento, y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta, tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fué, siente la nostalgia de sus buenos tiempos, cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija, que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto te lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta, que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.
La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron, y al poco rato fué sumiéndose en una calma beatífica, de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.
El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos, sobre el viejo sofá del cuarto de banderas, buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran, aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.
Alvarez sabía ya todo lo que deseaba, y, comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.
– ¿Te vas, chico? – dijo el alférez con voz indolente.
– Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.
– Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero, en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio, acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio, que con su apoyo, hasta un barrendero podrá aspirar a la mano de una infanta de España.
V
Se eclipsa el astro
Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Alvarez.
Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.
No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta, o un traje semejante, o una mujer que, mirada por la espalda, presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.
Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo, con su traje negro y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Alvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa, no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fué cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.
Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Alvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión, y dedicaba a ella toda su existencia.
El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos del servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros lo sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que, unidas, formaban un nombre: Enriqueta.
Las noches que llovía, el capitán volvía a casa calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.
Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida, hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquéllo "había faldas de por medio".
Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia, y era que algunas mañanas, al limpiar el cuarto de su señor, encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.
Efectivamente, Alvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto, y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa, iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde, siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.
El carácter tenaz e impresionable de Alvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.
Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.
Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga lograron de la tenacidad del joven capitán, fué que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado, y que, vestido de paisano, siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.
No compensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio mostraba el capitán.
Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes, y, en cambio, todas las tardes veía pasar, tras los cristales de alguna ventana, los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.
Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán,