La araña negra, t. 3. Ibanez Vicente Blasco
militar, siguiéndolas, entró también en el paseo, arreglando su paso al lento de las dos mujeres.
A Alvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que, por su desgracia, le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente, era indigno del "capitán Séneca", a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.
Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos, si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven, convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.
Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas, y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.
La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza, con ademán altivo, enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.
Pero no era Alvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues mayores las había sufrido en sus tiempos de cadete, de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.
La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje, que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Alvarez la vió hablar con la joven con gesto avinagrado, como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica, las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.
En las calles de Madrid, Alvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les pisó la cola del vestido, y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.
Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven, ya no miraba al capitán, cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.
Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande, merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él, siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso, embutido en un gran casacón, con botones dorados.
Aquella era, indudablemente, su casa.
El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vió cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.
No se había equivocado Alvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano casi convertido en jardín, donde la escalera se bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos, en los que se adivinaba usa naciente simpatía.
La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.
Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil, como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:
– ¡Mamarracho!
– Muchas gracias, señora – contestó Alvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.
Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.
IV
Quién es ella
El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a mediodía con un humor de todos los diablos.
Metido en el cuarto de banderas sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el Gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del Cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.
La desesperación del alférez obedecía, principalmente, a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde, hora en que terminaba el arresto.
El capitán de guardia era el único que le acompañaba, y éste era un pobre hombre taciturno, incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.
Tendido en un sofá, con trágica desesperación, y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba la péndola del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que, por la fuerza de la costumbre, fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.
Justamente, en todo el regimiento Alvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.
Alvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.
– Chico – dijo éste – . No puedes figurarte cuánto te agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano; tengo cuenta abierta.
Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, le pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Alvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.
– Oye, Lindoro – dijo el capitán Alvarez – . ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?
– Sí, querido – contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento – . Conozco todo el mundo elegante de la corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.
– Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.
– Habla, que yo te contestaré, si es que puedo.
– ¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?
– Dos hay que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?
– No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha, subiendo por la parte de…
– Basta; no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo