La araña negra, t. 7. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 7 - Blasco Ibáñez Vicente


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baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.

      Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.

      – ¡Bah! Enriqueta nada vió, o, al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fué lo que la produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

      El comandante contestó afirmativamente.

      – Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.

      La baronesa recalcó mucho estas palabras, y Alvarez, incapaz de fingimientos, y creyendo que ella conocía la participación que su asistente Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible dificultad una débil excusa.

      – No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

      – ¡Oh! – afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil – . Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.

      Alvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia:

      – ¡Yo, señora! ¡Yo asesino! Usted no me conoce.

      – Sí, usted – gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie – . Salga usted inmediatamente de aquí.

      Y serenándose inmediatamente dijo con una ironía cruel:

      – A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.

      Alvarez cerró los ojos con nerviosa contracción, como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro, y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

      La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto aún hizo Alvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.

      – Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.

      – ¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo! – repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

      Sabía ya de Alvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.

      – ¡Eh, señora! Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darla un beso, después de una larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

      – Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo – repuso con insolencia la baronesa – , pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted… pero con la condición de que ya nunca volverá a entrar aquí.

      – ¡Me arroja usted de esta casa!

      – Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir llamaré a los criados.

      – Sería inútil su auxilio si yo me empeñase – dijo Alvarez con convicción de su superioridad – . No llame usted a nadie para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy por mi propia voluntad.

      Y Alvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas, pues el furor le cegaba.

      Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.

      – Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

      La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

      – ¿Amenazas también?.. No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

      Aquello dió al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.

      – Nos veremos, hija… de Fernando VII.

      El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor como un insulto, e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.

      – ¡A la calle!.. ¡descamisado!

      ¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

      Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.

      V

      La resolución de la baronesa

      La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Alvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.

      El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.

      Al principio pensó en avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el Gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Alvarez para evitar que robase a la niña.

      Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Alvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

      Nada podía hacer su generoso amigo para salvarla de la venganza de Alvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podía hacer en su obsequio sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor, que, públicamente, no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.

      A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Alvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Póo, en las famosas cuerdas.

      ¡Qué tiempos tan villanos aquéllos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban omnipotencia.

      Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

      Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía


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