La araña negra, t. 7. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 7 - Blasco Ibáñez Vicente


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inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Alvarez casi llevado en triunfo.

      Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas, a las que ella en algunos momentos despreciaba, pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Alvarez no haría carrera. ¡Bah!.. Aquel bandido tenía que parar al fin en ser fusilado.

      Además, alegrábase pensando que mientras Alvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres, si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anticatólica.

      Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

      Aquel Alvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aun había de verse cómo cualquier día lo fusilarían!

      La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintiesen que Amadeo iba a abandonar el trono de España, y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

      Alvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

      La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la Prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y, al fin, supo con dolor que, aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

      Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Alvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la Prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Alvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

      Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

      Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamada en la noche del 11 de febrero.

      ¡La República en España!.. ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otras reyes más o menos celestiales!.. Aquello sí que era cosa de echar a correr.

      Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

      No quería permanecer en Madrid, a merced de Alvarez, que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

      Alvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

      Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aires de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Alvarez, del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que la tenía.

      Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del Gobierno, simbolizábanse en la persona de Alvarez, sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que la sugerían su odio particular y su indignación de monárquica ferviente.

      En su concepto, Alvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día que leyó en la Prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

      Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la encasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de la Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

      Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio, a causa de la atención con que seguía en la Prensa la marcha del nuevo Gobierno.

      Alvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en punto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia, hija de la falta de valor.

      Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

      ¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descamisado?

      ¡Dios mío!.. Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios!.. ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

      Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

      De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

      VI

      El Colegio de Nuestra Señora de la Saletta

      A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.

      Ella, que se pasaba las horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación, en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que le tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

      María encontraba muy hermosa su vida. Levantábase a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaba a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaba el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

      La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso,


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