La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George

La Biblia en España, Tomo III (de 3) - Borrow George


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a celebrar allí sus solemnes autos de fe, y eché una mirada a los balcones de la Casa de la Villa, desde donde presenció el último rey de la dinastía austriaca el auto más solemne que se recuerda, y, después de ver quemar por grupos de cuatro o de cinco unos treinta herejes, hombres y mujeres, se enjugó el rostro, sudoroso por el calor y ennegrecido por el humo, y tranquilamente preguntó: «¿No hay más?»; ejemplar prueba de paciencia muy aplaudida por sus curas y confesores, que, andando el tiempo, le envenenaron.

      – Y aquí estoy yo – iba yo pensando – , que he hecho en contra del papismo más que todos los pobres cristianos martirizados en esta maldita plaza, enviado simplemente a la cárcel, de la que estoy seguro de salir dentro de pocos días con buena opinión y aplauso. ¡Papa de Roma! Creo que sigues siendo tan maligno como siempre; pero de tan escaso poder, que da lástima. Te estás quedando paralítico, Batuschca, y tu cayado se ha convertido en una muleta.

      Llegamos a la cárcel, sita en una calle estrecha, no lejos de la Plaza Mayor. Entramos en un pasadizo obscuro, a cuyo extremo había una verja. Llamaron mis conductores, y un rostro feroz se dejó ver a través de la verja; hubo un cambio de palabras, y a los pocos momentos me encontré dentro de la cárcel de Madrid, en una especie de corredor abierto a considerable altura sobre un patio, de donde subía fuerte rumor de voces y, en ocasiones, gritos y clamores salvajes. En el corredor, que servía como de oficina, había varias personas, una de ellas sentada detrás de un pupitre; hacia ella fueron los alguaciles, y, después de hablar un rato en voz baja, pusieron en sus manos la orden de arresto. La leyó con atención, y, levantándose después, se me acercó. ¡Qué tipo! Tendría unos cuarenta años, y su estatura hubiera sido de unos seis pies y dos pulgadas a no ir encorvado en forma que parecía una ese. Era más delgado que un hilo; diríase que un soplo de aire bastaba para llevárselo. Su rostro hubiera sido hermoso sin tan portentosa y extraordinaria delgadez. Tenía la nariz aguileña; los dientes blancos como el marfil; negros los ojos – ¡oh, qué negrura! – , de muy extraña expresión; atezada la piel, y el pelo de la cabeza como las plumas del cuervo. Sus facciones dilatábanse de continuo por una sonrisa profunda y tranquila, que con toda su tranquilidad era una sonrisa cruel, muy propia del semblante de un Nerón. «Mais en revanche personne n’étoit plus honnête.»

      – Caballero– dijo – , permítame usted que me presente yo mismo: soy el alcaide de esta cárcel. Veo por este papel que durante cierto tiempo, muy corto, sin duda, tendré el honor de que me haga compañía bajo este techo; espero que desechará usted de su ánimo todo temor. Me encargan que le trate a usted con todo el respeto debido a la ilustre nación a que pertenece y a que tiene derecho un caballero de tan elevada condición. La verdad es que el encargo está de más, pues por mi propio impulso hubiera tenido yo gran placer en colmarle de atenciones y comodidades. Caballero, debe usted considerarse aquí más como huésped que como preso. Puede usted correr toda la casa a su antojo. Aquí encontrará usted cosas no del todo indignas de la atención de un espíritu reflexivo. Le ruego que disponga de los llaveros y empleados como de sus criados propios. Ahora voy a tener el honor de llevarle a su habitación, la única que hay vacía. La reservamos siempre para caballeros distinguidos. De nuevo me congratulo de que las órdenes recibidas coincidan con mi inclinación personal. No se le pondrá a usted cuenta ninguna, aunque el alquiler diario de ese cuarto llega a veces a una onza de oro. Le ruego, pues, que me siga, caballero, y me considere en todos tiempos y ocasiones como su afectísimo y obediente servidor.

      Al decir esto, se quitó el sombrero y me hizo una profunda reverencia.

      Tal fué el discurso del alcaide de la cárcel de Madrid, discurso pronunciado en puro y sonoro castellano, con mucho reposo, gravedad y casi dignidad; discurso que hubiera hecho honor a un magnate de ilustre cuna, a monsieur Bassompierre recibiendo en la Bastilla a un príncipe italiano, o al gobernador de la Torre de Londres recibiendo a un duque inglés acusado de alta traición. Pues bien: ¿quién era este alcaide? Uno de los mayores tunantes de España. Un individuo que más de una vez, por su rapacidad y avaricia, y por mermar las miserables raciones de los presos, había provocado insurrecciones en el patio, sofocadas en sangre con ayuda de la fuerza militar; un tipo de baja extracción, que cinco años antes era tambor en una partida de voluntarios realistas. Pero España es el país de los caracteres extraordinarios.

      Seguí al alcaide hasta el final del corredor, donde había una verja muy espesa, y a cada lado de ella estaba sentado un llavero, tipos de horrenda catadura. Se abrió la verja, y, volviendo a la derecha, seguimos por otro corredor, donde había mucha gente paseándose: presos políticos, según supe más tarde. Al final del corredor, que abarcaba toda la longitud del patio, entramos en otro; la primer habitación que encontramos era la que me habían destinado. El aposento, espacioso y alto de techo, estaba en absoluto desprovisto de muebles, con excepción de una cuba de madera, destinada a contener mi ración diaria de agua.

      – Caballero– dijo el alcaide– , como usted ve, el cuarto está desamueblado. Ya son las tres de la tarde; por tanto, le aconsejo a usted que, sin descuidarse, envíe a buscar a su posada una cama y las demás cosas que pueda necesitar; el llavero le hará a usted la cama. Caballero, adiós, hasta otra vista.

      Seguí su consejo, y escribí con lápiz una nota a María Díaz, enviándosela por el llavero; hecho esto, me senté en la cuba, y caí en una especie de ensueño que me duró mucho tiempo.

      Al cerrar la noche llegó María Díaz, acompañada de dos mozos de cordel y de Francisco, todos cargados. Encendieron una lámpara, echaron lumbre en el brasero, y la melancolía de la cárcel se disipó hasta cierto punto.

      Cuando tuve silla donde sentarme, me levanté de la cuba y me puse a despachar algunos manjares que mi buena patrona no se había olvidado de traerme. De pronto, Mr. Southern entró. Se echó a reír de buena gana al verme ocupado en la forma que he dicho.

      – Borrow – me dijo – , es usted hombre muy a propósito para correr mundo, porque todo lo toma usted con frialdad y como la cosa más natural. Pero lo que más me sorprende en usted es el gran número de amigos que tiene; no le falta a usted en la cárcel gente que se afane por su bienestar. Hasta su criado es amigo de usted, en lugar de ser, como en general ocurre, su peor enemigo. Ese vascongado es una criatura muy noble. No olvidaré nunca cómo habló de usted cuando llegó corriendo a la Embajada a llevar la noticia de su arresto. Tanto a sir Jorge como a mí, nos interesó mucho; si alguna vez desea usted separarse de él, avíseme, para tomarlo a mi servicio. Pero hablemos de otra cosa.

      Entonces me contó que sir Jorge había ya enviado a Ofalia una nota oficial pidiendo reparaciones por el caprichoso ultraje cometido en la persona de un súbdito británico.

      – Estará usted en la cárcel esta noche – dijo – ; pero tenga la seguridad de que mañana, si lo desea, puede salir de aquí en triunfo.

      – De ningún modo lo deseo – repliqué – . Me han metido en la cárcel por hacer su capricho, y yo me propongo permanecer en ella por hacer el mío.

      – Si el tedio de la cárcel no puede más que usted – dijo Mr. Southern – , creo que esa resolución es la más conveniente; el Gobierno se ha comprometido de mala manera en este asunto, y, hablando con franqueza, no lo sentimos, ni mucho menos. Esos señores nos han tratado más de una vez con excesiva desconsideración, y ahora se nos presenta, si continúa usted firme, una excelente oportunidad de humillar su insolencia. Voy al instante a decir a sir Jorge la resolución de usted, y mañana temprano tendrá usted noticias nuestras.

      Con esto se despidió de mí; me acosté, y no tardé en dormirme en la cárcel de Madrid.

      CAPÍTULO XL

      Ofalia. – El juez. – Cárcel de la Corte. – El domingo en la cárcel. – Vestimenta de los ladrones. – Padre e hijo. – Un comportamiento característico. – El francés. – La ración carcelaria. – El valle de las sombras. – Castellano puro. – Balseiro. – La cueva. – La gloria del ladrón.

      Ofalia comprendió en seguida que la prisión de un súbdito británico, hecha en forma tan ilegal, traería probablemente consecuencias


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