La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George
pavoneándose en el patio.
Entre esta gente de la ropa nívea, dos tipos llamaron especialmente mi atención: eran padre e hijo. El primero, de unos treinta años, de atlética estatura, era ladrón nocturno, famoso por su habilidad en el oficio. Hallábase preso por una muerte atroz, perpetrada, a favor de una noche silenciosa, en una casa de Carabanchel, donde tuvo por único cómplice a su hijo, un niño de menos de siete años de edad. «La manzana – como dice Dauer – no ha caído lejos del árbol.» El retoño era en un todo un traslado de su padre, aunque en miniatura. Llevaba también las mangas de seda, el chaleco con botones de plata y el pañuelo rodeado a la cabeza, como los ladrones, y, cosa bastante ridícula, un enorme cuchillo manchego en la faja carmesí. Con toda evidencia, era el orgullo del rufián de su padre, que atendía con todos los cuidados imaginables a aquella cría de la horca; le columpiaba en sus rodillas, y a veces se quitaba el cigarro de sus labios bigotudos para ponérselo en la boca al pequeñuelo. El chico era el favorito del patio, porque su padre era uno de los valientes de la cárcel, y los que temían sus proezas y deseaban serle agradables estaban siempre mimando a su hijo. ¡Qué enigma es este mundo! ¡Qué obscuras y misteriosas las fuentes de lo que llaman crimen y virtud! Si aquel desventurado niño es, con el tiempo, un asesino como su padre, ¿podría culpársele por ello? Arrullado por ladrones, ya vestido de ladrón, hijo de un ladrón cuya historia fué quizás igual a ésta, ¿es justo…?
¡Oh hombre! ¡Hombre! No intentes penetrar en el misterio del bien y del mal morales; reconoce que eres un gusano, arrójate al suelo y murmura con los labios pegados al polvo: ¡Jesús! ¡Jesús!
Lo que más me sorprendió fué el buen comportamiento de los presos; lo llamo bueno después de considerar bien todas las cosas y de compararlo con el de la generalidad de los presos en otros países. Tienen en ocasiones sus estallidos de alegría salvaje, sus riñas, que habitualmente ventilan en el segundo patio cuchillo en mano; el resultado suele ser con frecuencia una muerte, o algún desgarrón espantoso en la cara o en el abdomen; pero, en general, su conducta era infinitamente superior a lo que podía esperarse de los huéspedes de tal lugar. Sin embargo, no era el resultado de la coacción, ni de vigilancia alguna especial que se ejerciese sobre ellos, pues quizás en ninguna parte del mundo están los presos tan abandonados a sí mismos y en tan extremado descuido como en España: las autoridades no se preocupan más que de impedir su fuga; no prestan la más mínima atención a su conducta moral, ni consagran un solo pensamiento a su salud, comodidad o mejoramiento mental mientras los tienen encerrados. Con todo, en esta cárcel de Madrid, y puede decirse que en las prisiones españolas en general, pues he sido huésped de más de una, los oídos del visitante no se sienten nunca lastimados con las horrendas blasfemias y obscenidades que se oyen en las cárceles de otros países, especialmente en las de la civilizada Francia; ni ofendidos sus ojos e insultado personalmente, como lo sería de seguro en Bicêtre al querer mirar al patio desde las galerías, y eso que en la cárcel de Madrid se hallaban tipos de lo más perdido de España, rufianes que tenían a su cargo atrocidades y crueldades espeluznantes. Pero la gravedad y la calma son los caracteres que predominan en los españoles; y hasta el ladrón, salvo en los instantes en que está entregado a sus faenas (y entonces no le hay más sanguinario, más despiadado ni más rapaz y ansioso de botín), puede ser hombre cortés y afable, que gusta de conducirse con templanza y decoro.
Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.
El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.
Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me miró con ferocidad un instante, y, al parecer, iba a rechazar mi obsequio con una horrible maldición quizás. Repetí el ofrecimiento, sin embargo, llevándome la mano al corazón, y en el acto sus torvas facciones se dilataron, y con un gesto genuinamente francés, y una profunda cortesía, aceptó el cigarro, exclamando:
– Ah, monsieur, pardon, mais c’est faire trop d’honneur à un pauvre diable comme moi.
– Nada de eso – repliqué – . Los dos estamos presos en tierra extranjera y, por tanto, debemos protegernos mutuamente. Supongo que siempre que necesite su ayuda de usted en la cárcel podré contar con ella.
– Ah, monsieur– exclamó el francés transportado – , vous avez bien raison; il faut que les étrangers se donnent la main dans ce… pays de barbares. Tenez– añadió en voz baja – si tiene usted algún plan para escaparse, y necesita de mí, cuente con un brazo y un cuchillo a su servicio; puede usted fiarse de mí: no espere tanto de ninguna de esas sacrées gens d’ici– . Al decir esto echó una rabiosa mirada sobre sus compañeros de cárcel.
– No me parece usted muy amigo de España ni de los españoles – dije yo – . Deduzco que han cometido con usted alguna injusticia. ¿Por qué está usted en la cárcel?
– Pour rien du tout, c’est à dire pour une bagatelle; pero ¿qué puede esperarse de estos animales? ¿No le han encarcelado a usted, según he oído, por brujería y gitanismo?
– ¿Quizás le han traído aquí por sus opiniones?
– Ah mon Dieu, non; je ne suis pas homme à semblable betise. Yo no tengo opiniones. Je faisois… mais ce n’importe; je me trouve ici, où je crève de faim.
– Siento ver a un buen hombre en situación tan calamitosa – dije yo – . ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?
– ¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ¡Aquí no encuentra uno amigos, a menos que los compre! ¡Reviento de hambre! Desde que entré aquí he ido vendiendo mi ropa, hasta quedarme desnudo, para comer, porque la ración de la cárcel no basta para el sustento, y aún nos roba la mitad el Batu, como llaman al bárbaro del gobernador. Les haillons que ahora me cubren me los han dado unas señoras devotas que algunas veces nos visitan. Los vendería si valiesen algo. No tengo un sou, y por falta de unos cuantos duros me ahorcarán dentro de un mes si no logro escaparme, aunque, como ya le dije antes, no he hecho nada: una simple bagatela; pero en España no hay peores crímenes que la pobreza y la miseria.
– Le he oído a usted hablar en vascuence. ¿Es usted de la Vizcaya francesa?
– Soy de Bordeaux, monsieur; pero he vivido mucho tiempo en las Landas y en Vizcaya, travaillant à mon metier. Leo en sus ojos que desea usted conocer mi historia; no se la cuento; no contiene nada de particular. Vea usted, ya me he fumado el cigarro; deme usted otro, y un duro de añadidura, si me hace el favor, nous sommes crevés ici de faim. A un español no le diría tanto; pero sus compatriotas de usted me inspiran respeto; los conozco bien; he tropezado con ellos en Maida y en el otro sitio13.
¡Nada
13
Quizás Waterlóo. (Nota de Borrow.)