La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George

La Biblia en España, Tomo III (de 3) - Borrow George


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de sus actos eran hasta cierto punto responsables Ofalia y todo el Gobierno. Sir Jorge había presentado ya una protesta muy enérgica, y había llegado a decir en una nota oficial que desistiría de toda ulterior comunicación con el Gobierno español mientras no se me dieran las reparaciones amplias y completas a que tenía derecho por el atropello sufrido. Ofalia respondió que iban a adoptarse inmediatamente las disposiciones necesarias para mi excarcelación, y que mía sería la culpa si después continuaba preso. Sin dilación ordenó a un juez de la primera instancia que fuese a tomarme declaración y me soltara, amonestándome para que fuese más prudente en lo sucesivo. Pero mis amigos de la Embajada me habían aconsejado lo que debía hacer en aquel caso. Por consiguiente, cuando el juez, en la segunda noche de mi encarcelamiento, se presentó en la prisión y me llamó a su presencia, acudí, en efecto; pero al querer interrogarme, me negué en redondo a contestar.

      – No tiene usted derecho para interrogarme – le dije – . No quiero faltar al respeto debido al Gobierno y a usted, caballero juez pero me han encarcelado ilegalmente. Un jurista tan competente como usted no puede ignorar que, conforme a las leyes españolas, yo, por ser extranjero, no puedo ser llevado a la cárcel bajo la inculpación que se me ha hecho, sin comparecer previamente ante el capitán general de esta real ciudad, cuyo deber es proteger a los extranjeros y ver si no se han infringido en sus personas las leyes de la hospitalidad.

      Juez. – Vaya, vaya, Don Jorge, ya veo adónde quiere ir a parar; pero sea usted razonable: no le hablo como juez, sino como un amigo que desea su bien y que siente profunda reverencia por la nación británica. Todo este asunto es baladí; no niego que el jefe político ha procedido con alguna ligereza por informes de una persona quizás no muy digna de crédito; pero no se le han causado a usted graves daños, y a una persona de mundo como usted una aventurilla de este género más le sirve de diversión que de otra cosa. Sea usted razonable, olvide lo ocurrido; ya sabe que lo propio de un cristiano, y además su deber, es perdonar. Le aconsejo, Don Jorge, que salga de la cárcel al momento; me atrevo a decir que ya está usted cansado de ella. En este momento es usted libre de marcharse; váyase al punto a su casa, y yo le prometo a usted que a nadie se le permitirá ir a molestarle en lo sucesivo. Ya va siendo tarde, y las puertas de la cárcel se cerrarán dentro de poco. ¡Vamos, Don Jorge, a la casa, a la posada!

      Yo. – Pero Pablo les dijo: «Nos han azotado públicamente sin oírnos en juicio, siendo romanos, y nos han arrojado en la cárcel. ¿Y ahora salen con soltarnos en secreto? No ha de ser así; sino que han de venir y soltarnos ellos mismos»11.

      Luego le hice una reverencia al juez, que se encogió de hombros y tomó un polvo de tabaco. Al salir del aposento me volví al alcaide, que estaba de pie en la puerta, y le dije:

      – Sepa usted que no saldré de esta cárcel hasta que haya recibido plena satisfacción del atropello que sufro. Usted puede expulsarme, si quiere; pero cualquier intento que usted haga lo resistiré con todas mis fuerzas.

      – Usía tiene razón – dijo en voz baja el alcaide, inclinándose.

      Sir Jorge, al enterarse de esto, me escribió una carta alabando mi resolución de permanecer por el pronto en la cárcel, y rogándome que le dijese qué cosas podrían enviarme de la Embajada para aliviar un poco mi situación.

      Voy a dejar por un momento mis asuntos personales, y contaré algunas cosas relativas a la cárcel de Madrid y a sus huéspedes.

      La Cárcel de la Corte, donde yo estaba, aunque es la principal prisión de Madrid, no dice nada, ciertamente, en favor de la capital de España. No he tenido ocasión de averiguar si fué construída precisamente para el destino que hoy tiene12; lo probable es que no, porque la práctica de levantar edificios adecuados para encarcelar a los delincuentes no se ha extendido hasta estos últimos años. En todos los países ha sido costumbre convertir en prisiones los castillos, conventos y palacios abandonados, práctica todavía en vigor en la mayor parte del continente, sobre todo en España e Italia, y a la cual se debe en buena parte la inseguridad de las prisiones, y la miseria, suciedad e insalubridad que generalmente reinan en ellas.

      No me propongo describir detenidamente la cárcel de Madrid: verdad que sería casi imposible describir un edificio tan irregular y destartalado. Lo más característico son los dos patios, el uno detrás del otro, destinados al recreo y aireación de la masa principal de presos. Tres calabozos abovedados ocupan tres lados del patio, debajo justamente de las galerías de que antes hablé. Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. El segundo patio era mucho más grande que el primero; pero sólo contenía dos calabozos, horriblemente inmundos y repugnantes; en este segundo patio se encierra a los ladrones de ínfima categoría. Uno de los calabozos es, si cabe, más horrible que el otro; le llaman la gallinería, y en él encerraban todas las noches la carne joven del presidio: chicuelos infelices de siete a quince años de edad, casi todos en la mayor desnudez. El lecho común de los huéspedes de estos calabozos era el suelo, sin que entre él y sus cuerpos se interpusiese nada, salvo a veces una manta o un delgado jergón; pero este último lujo era rarísimo.

      Además de los calabozos que daban a los patios, había otros en diversos sitios de la cárcel; algunos completamente en tinieblas, destinados a recibir a quienes parecía conveniente tratar con especial rigor. Había también un departamento para mujeres. A la galería principal daban varios aposentos pequeños, donde residían los presos por deudas o por delitos políticos. Por último, había una pequeña capilla, donde los reos de muerte pasan los tres últimos días de su existencia, en compañía de sus directores espirituales.

      No se me olvidará fácilmente el primer domingo que pasé en la cárcel. El domingo es día de gala en la cárcel, al menos en la de Madrid, y en ese día santo toda la ladronería de la cárcel exhibe sus galas y primores. No hay en el mundo gente más vanidosa que los ladrones, en general, ni más amiga de figurar y de llamar la atención de los camaradas por su apariencia fastuosa. En tiempos pasados, el célebre Sheppard se recreaba vistiendo un traje de terciopelo de Génova, y cuando se presentaba en público, llevaba generalmente al costado una espada con guarnición de plata. Vaux y Hayward, héroes más modernos, eran los hombres mejor vestidos en el pavé de Londres. Muchos bandidos italianos se engalanan con esplendidez, y hasta los ladrones gitanos sienten los encantos del vestir ricamente; sólo el gorro de Haram Pasha, jefe de la partida de gitanos caníbales que infestó a Hungría a fines del siglo pasado, llevaba adornos de oro y joyas evaluados en cuatro mil guilders. ¡Vean los frívolos y vanidosos cuán bien se armonizan el crimen y la vanidad! Los ladrones españoles son tan amigos de este género de ostentación como sus hermanos de otras tierras, y tanto en la cárcel como fuera de ella, su mayor contento es lucir su profusión de ropa blanca, ya recostados al sol, ya paseándose gentilmente de aquí para allá.

      Ropa blanca como la nieve: tal es el rasgo principal de la vanidad de los ladrones de España. No llevan chaqueta encima de la camisa, cuyas mangas son anchas y flotantes; sólo usan un chaleco de seda verde o azul, con muchos botones de plata, que son más de adorno que de uso, pues rara vez los abrochan. Llevan, además, calzones anchos, un poco a la manera turca; rodeada a la cintura una faja carmesí, y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores, de los telares de Barcelona; zapatos finos y medias de seda completan el arreo del ladrón. Este vestido es bastante pintoresco, y muy apropiado al tiempo soleado y brillante de la Península; pero hay en él una chispa de afeminamiento, que cuadra mal con el arriesgado oficio de ladrón. No se crea, sin embargo, que cualquier ladrón puede permitirse semejante lujo: hay varias categorías de ladrones, algunos bastante pobres, que apenas tienen un harapo para cubrirse. Quizás en la cárcel de Madrid, tan poblada, no hubiera más de veinte que aparecieran vestidos en la forma que he tratado de describir; eran gente de reputación, ladrones encumbrados, casi todos jóvenes, que si bien no tenían dinero propio, los sostenían en la posición sus majas y amigas, mujeres de cierta clase que traban amistad con los ladrones y cuya mayor gloria y deleite consiste en satisfacer la vanidad de sus amigos con los gajes de su propia vergüenza


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<p>11</p>

Hechos de los Apóstoles, XVI, 37.

<p>12</p>

El edificio llamado Cárcel de Corte, en la Plaza de Provincia, construído para prisión en 1644, comprendía lo que es hoy el ministerio de Estado, más un anejo a su espalda, que llegaba hasta la calle de la Concepción Jerónima.