Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
consigo, se la llevaran toda de remolque á Nápoles. Poco después, nuestra armada, dueña del mar, tomó tres naves riquísimamente cargadas con mercancías de Levante, en que iba empleado mucha parte del caudal de la República. Desfalleció ésta á punto que ni su propia capital tenía por segura, y suplicó al rey Felipe que la amparase contra aquel poderoso vasallo, abandonando de todo punto la causa de Saboya. Por esto y los triunfos de Villafranca era por lo que parecía ya tan perdido.
Pero á tal punto las cosas, pasó de nuevo la frontera el mariscal Lesdiguières, enviado ahora de su Corte, que, más avisada, ya atendía por sí al grave peligro de que los españoles lo avasallasen todo en Italia, si bien le ordenó que caminase lentamente, así como para amagar, más bien que no para empeñar un combate. Lesdiguières, enemigo tan encarnizado de nuestro nombre, se aprovechó de aquellas órdenes para entrar repentinamente, y sorprendiendo á las guarniciones españolas de la ribera del Tánaro, pasó á cuchillo cuatro ó cinco mil soldados antes de que hubiese ocasión de prepararse contra su embestida. No tardó el marqués de Villafranca, reforzado con la gente que le envió Osuna, en acudir al remedio, y hubiera arrojado á Lesdiguières de Italia, según eran de numerosas y aguerridas sus tropas, si el duque de Saboya, viéndose sin soldados y sin el auxilio de Venecia y entregado su territorio á dos ejércitos extranjeros, igualmente temibles para él, no se hubiese apresurado á pedir la paz. Medió el Nuncio del Papa y medió también Francia, que no aparecía en estos sucesos ni en paz ni en guerra con nosotros, y al fin se ajustó en Pavía un tratado que comprendía condiciones semejantes á las de Asti, mas no tan vergonzosas garantías como en aquél se puso. Logramos también que el duque de Saboya y la República de Venecia quedasen escarmentados y seguros de que por sí solos no podían nada contra España. Venecia, principalmente, quedó muy flaca y sin paciencia para soportar las humillaciones que de España había recibido.
Para vengarse inventó aquella fábula famosa de tantos autores creída, principalmente extranjeros. Supuso que entre el duque de Osuna, el marqués de Villafranca y el de Bedmar, principalmente, se había formado una conjuración horrible para sorprender la ciudad de Venecia, y con muerte de su Senado y nobleza, reducirla al dominio español. La verdadera trama era la suya para hacer odioso nuestro nombre en el mundo. Publicáronse entonces detalles y pormenores muy minuciosos; hubo dentro de Venecia no pocos suplicios de gente, por la mayor parte extranjera y desconocida; dió el Senado de la República gracias á Dios en los templos por haberla librado de tan grave peligro, y afectó, en fin, todo lo necesario para que la fábula se creyese. Decíase que una parte de las tropas de la República estaba ganada por el oro de Bedmar; que lo estaban también algunos capitanes de mar y tierra; que no se aguardaba más que una señal para poner en ejecución el proyecto, y que para eso las escuadras de Osuna no se apartaban del Adriático, y el ejército de Villafranca aparecía no lejos de las fronteras. Pero ello es que la República no se quejó oficialmente á la Corte de Madrid, como debiera, de semejante atentado, y que, registrados minuciosamente sus archivos y los nuestros, no se ha hallado un solo documento que ofrezca grande ó pequeña prueba.
El único efecto que se vió de nuestra parte fué la separación del marqués de Bedmar de aquella embajada; pero no si no para darle mejor puesto en Flandes, y fué condescendencia de nuestra Corte hecha para evitar los continuos disgustos, que no podían ya menos de acontecer en el estado de los ánimos. Poco después comenzó á correr otra voz, que también tenía traza de inventada por los venecianos para cumplir en todo su venganza, y era que el duque de Osuna quería levantarse con el reino de Nápoles. Que el carácter del Duque se prestase á tal sospecha no hay que dudarlo, y los hubo entre sus hechos que algo inclinan el ánimo á darla crédito. Sus obras dentro y fuera de Nápoles eran de rey; él hacía por sí guerras y treguas; él sentenciaba las causas sometidas á los Tribunales reales; imponía tributos, suprimía los que le parecían dañosos al pueblo, revocaba donaciones, tenía corte propia y escuadras y ejércitos, que por sí solo disponía y gobernaba. Pero no pasó de ser un rumor vago la acusación de que implorase la alianza de Francia y Venecia para arrancar aquel reino á la corona de España, ni de su probado patriotismo puede sin mayores indicios suponerse tamaña traición. Los pocos Grandes de España que no habían humillado sus nombres en la servidumbre del Monarca recordaban aún por aquel tiempo lo que había sido en siglos anteriores; y Osuna parecía en Nápoles, no con mucha más independencia y soberbia que su antecesor el marqués de Mondéjar y el gran duque de Alba, y el famoso conde de Fuentes y el de Villafranca, y el de Medinasidonia, que gobernó más tarde en Andalucía.
No obstante, la malicia de los extranjeros, harto acostumbrados á ver traiciones en sus magnates, vendidos casi siempre por dinero á los intereses de otras naciones, dió por indudable el propósito; y el odio de algunos napolitanos descontentos, el clero, la nobleza y la magistratura, principalmente, acogió apresuradamente la sospecha y fulminó la acusación. Reunidos en un propósito los descontentos, y contando con pretexto tan plausible, escribieron al cardenal D. Gaspar de Borja, que estaba en Roma y era de las personas en quien más confianza depositaba la Corte de España, rogándole que viniese con sigilo á apoderarse del mando, so pena de perderse el reino. Vino el de Borja, y fué de tal manera que no lo advirtió el duque de Osuna hasta que estaba dentro de los castillos de Nápoles. Pusiéronse al punto de parte del recién venido todos los nobles con sus gentes, los tribunales y clero, con sus familiares y allegados, mas el pueblo permaneció fiel al Virrey. Hubiera podido empeñarse una batalla de éxito, harto dudosa y quizás funesta á los conjurados, si el Duque no se resignara á dejar el mando y tornar á España. Prueba en su notorio valor y soberbia, de singular patriotismo, y bastante para poner en duda la acusación que se le hacía, si ya no fuera para calificarla de injusta. En tanto Saboya y Venecia, particularmente la última, celebraron el suceso con demostraciones de triunfo, indicio también no poco importante para sospechar de dónde pudo venir la acusación contra Osuna.
Mas ya es razón de que, dejadas las cosas que pasaban por fuera de España, veamos las que por dentro acontecían al propio tiempo. El duque de Lerma, que desde antes de comenzar á reinar Felipe III fué su consejero y el árbitro de sus determinaciones, había continuado muchos años con el propio favor. Así todas las veces que hemos hablado hasta aquí de los intentos de la Corte y del gobierno de España, debe entenderse de los del duque de Lerma. No había mejorado de condición y de conducta el favorito por virtud de los años; antes á medida que ellos pasaban, iba aumentándose su codicia y su despilfarro, y ofreciendo mayores pruebas de ineptitud. Enriquecióse con los despojos de los moriscos y otros arbitrios, á punto de poder gastar cuatrocientos mil ducados en las fiestas que se celebraron por el doble matrimonio del Príncipe y de la Infanta de España, y de dedicar más de un millón á obras pías. Sólo en donaciones adquirió más de cuarenta y cuatro millones de ducados, según sus contemporáneos, aunque la cantidad es tal que pudiera pasar por increíble. Contemporáneamente llegaba la Hacienda á tal extremo de penuria, que no pudiera concebirlo la mente si no hubiera sido mayor todavía en los siguientes reinados. Las rentas estaban empeñadas por la mitad de su valor y debíanse crecidas cantidades á usureros genoveses y de otras naciones, que consumían con los intereses que sacaban del Estado el resto de ellas. Las plazas fuertes se mostraban, por consecuencia, desmanteladas; los ejércitos, mal pagados y descontentos; no se reponían los arsenales; no se conservaba la marina; no podía emprenderse obra alguna de interés público. El Duque ni se atrevía á aconsejar al Rey que impusiese nuevos tributos, ni quería tampoco aminorar los gastos del Estado. En 1617 dieron las Cortes de Castilla los ordinarios diez y ocho millones, en nueve años, á dos cada uno, sin que por eso se viese más desahogo en la Hacienda.
Había sostenido el de Lerma la ruinosa guerra de Flandes, ni más ni menos que si nos perteneciesen aún aquellos Estados; se había entremetido sin necesidad forzosa en ciertos asuntos de Italia, y había enviado desdichadas expediciones contra Argel y contra Irlanda, levantado á precio de oro discordias en Francia y expulsado al propio tiempo á los moriscos. Esta conducta varia del privado, ya buscando la paz para España, ya lanzándola audazmente á descomunales empresas, empujado por el orgullo nacional, fué censurada por el Papa Clemente VIII en un dicho, que por lo oportuno merece mención histórica. Representábale cierto fraile no poco favorecido del de Lerma cuán conveniente parecía la expulsión de los moriscos, y mostraba recelos de que sin ella se perdiese España, cuando le respondió el sagaz Pontífice: «Si estando, como decís,