Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
de Silva y D. Pedro de Lara hicieron muy ricas presas en los corsarios mahometanos, principalmente el último, que, en dos naves marroquíes que rindió, halló más de tres mil manuscritos árabes de filosofía, medicina, política y otras artes, los cuales fueron traídos á la biblioteca del Escorial, donde algunos se hallan todavía; y otros, los más, perecieron en el doloroso incendio de 1674.
Mas siguió predominando en los consejos el interés de influir y dominar en Europa; y cierto que á la sazón nos aquejaban aquí graves cuidados, porque el rey de Francia, Enrique IV, no había cesado de hacer aprestos de guerra desde la paz de Vervins, ni de procurarse alianzas, además de ayudar á nuestros enemigos tanto al menos como nosotros ayudamos en la ocasión á los suyos. Secundábale Sully, su gran privado, hombre de gran capacidad y celo, al cual debió Francia la gran prosperidad en que se halló los años adelante. Tanto el Rey como el Ministro aborrecían de corazón á España, por el calor que había dado á la liga católica. Alarmada nuestra Corte con los preparativos del francés, comenzó á inquirir sus intentos para destruirlos antes de que llegasen á ejecución. Trajeron en nuestro favor el oro y las promesas de alianza y amparo, á casi todos los ministros de Enrique IV, y hasta la reina María de Médicis y á María de Verneuil, querida del Monarca francés. Dícese que éste no podía hacer cuajar sus proyectos, ni preparar ninguna trama contra España sin que de nosotros fuese conocido el intento, por secreto que pareciera. Pero á la verdad el de movernos ahora guerra no lo era ni se cuidaba mucho Enrique IV de que lo fuese. En una conferencia con nuestro embajador don Iñigo de Cárdenas, que fué á pedirle cuentas de sus armamentos tan inesperados, exclamó lleno de cólera: «¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan larga como otra.» Á lo cual respondió D. Iñigo, con la gravedad y nobleza que solían tener los ministros de Felipe II, que el Rey de España no quería ser dueño del mundo, porque ya Dios le había hecho señor de lo mejor de él; y que «sin meterse en el tamaño de las espadas, era tal el de la espada de su Rey, que en Europa y las demás partes del mundo podía sustentar lo que tenía y mantener su reputación de modo que quien la provocase habría de sentirla.» Pasaron allí otras razones tanto y más duras, y públicamente se hablaba ya del tiempo y el modo con que Enrique IV había de invadir nuestras provincias de Flandes.
Indudablemente para el Monarca francés eran bastantes motivos de guerra el odio que profesaba á España y el deseo de destruir nuestra preponderancia en Europa; mas la Historia no puede callar un motivo pueril propio de aquel Rey tan flaco con las mujeres, aunque dotado de altas prendas y cualidades. El príncipe de Condé se había refugiado en Bruselas con su mujer joven y hermosa de quien estaba locamente prendado el rey Enrique. Hablando con nuestros embajadores apenas dejaba de nombrar entre los negocios de Estado que lo traían descontento de España, el que alejase aquél la mujer de sus manos, y hablaba en su particular de ir á Bruselas y traérsela por fuerza de armas contra la voluntad del esposo. En esto le sorprendió el puñal de Ravaillac, que le quitó tales proyectos con la vida (1610). Aquel crimen fué sin duda útil para España, puesto que con él quedó libre de tan peligroso enemigo; y aun por eso sin duda hubo quien lo atribuyese á nuestras artes. Calumniaron torpemente los que dejaron correr tales voces á nuestro buen rey Felipe III, que era tal, que al decir de un embajador veneciano en ciertos despachos á su Gobierno, «no habría hecho un pecado mortal por todo el mundo». Ni los hechos del duque de Lerma autorizan á creer que de por sí tramase tamaña alevosía, ni era fácil que sin conocimiento del piadoso Rey la intentase. Á la verdad, el Gobierno español obedecía al maquiavelismo indigno de la época, empleando las artes de la seducción con harta frecuencia; mas no la usaban menos contra él los extranjeros, aunque no con tanta fortuna, porque no se hallaban españoles que hiciesen traición á su patria. Ni ha de ser razón ésta para que se atribuya á nuestro Gobierno un crimen que pudo ser más ventajoso, y no se imaginó en los días de Felipe II.
Descansó con la muerte de Enrique IV la política española por aquella parte, y ya no se trató sino de aprovechar las circunstancias. Logró de la reina regente, María de Médicis, D. Iñigo de Cárdenas, no sólo que apartase al ministro Sully de los negocios, sino también que lo redujese á prisión, libertándonos así de aquel otro enemigo. Y en seguida para asegurarnos más se ajustó el matrimonio del príncipe de Asturias, don Felipe, con Doña Isabel de Borbón, y el de la infanta Doña Ana de Austria con el rey de Francia, Luis XIII. Casi al propio tiempo (1611) murió de sobreparto la reina Doña Margarita de Austria, con gran sentimiento de su esposo, que no quiso ya contraer segundas nupcias; y los funerales de la Reina se confundieron con los festejos ruidosos que produjeron los nuevos matrimonios, de que se esperaba por cierto más felicidad que hubo.
Libre ya de temores el Gobierno español, se dispuso á ejecutar sus intentos un tanto contenidos por atender á los proyectos del difunto Enrique IV en Alemania é Italia. Eran los de Alemania poner en posesión de los Estados de Cleves y de Julliers al conde Palatino de Neoburgo, católico, contra las pretensiones del marqués de Brandeburgo, protestante y enemigo de la casa de Austria. Habían convenido primero aquellos Príncipes en repartirse amistosamente los Estados; pero como suele suceder en tales transacciones, no tardaron uno y otro en acudir á las armas. Vinieron los protestantes alemanes y el conde Mauricio de Nasau con los holandeses al socorro del de Brandeburgo, y Spínola recibió orden al punto de salir de Flandes á combatirlos y restituir á Neoburgo los Estados. Reunió Spínola un ejército que se hizo subir á treinta mil hombres, y con él sorprendió á Aix-la-Chapelle sin resistencia; pasó luego el Rhin, y rindió á Orsoy sin dificultad, y apareció delante de Wesel. Bien recordaban los moradores de aquella ciudad herética los agravios que tenían hechos á los españoles, sometiéndose á ellos cuando los miraban cercanos, y ultrajándolos y persiguiendo el culto católico no bien los sentían apartados. Por lo mismo resolvieron estorbarles la entrada, y opusieron tenacísima resistencia; mas Spínola combatió la plaza de tal manera, que antes que pudiera ser socorrida de los protestantes la obligó á rendirse. Fortificóla más que estaba y puso allí guarnición muy crecida al mando del marqués de Belveder D. Luis de Velasco. Ocupó luego otros lugares y fortalezas, y se volvió á Flandes sin dar batalla, porque tenía órdenes de evitarla.
En Italia fué á la sazón el principal intento de nuestra Corte tomar venganza del duque de Saboya. Hacía tiempo que este Príncipe sentía bullir en su cabeza el pensamiento de echar de Italia á los extranjeros, formando con ella un reino para su casa. Públicamente se dejaba llamar el libertador de Italia; y fuéralo acaso á tener tantas fuerzas como voluntad y astucia. Por entonces, olvidando los beneficios que debía á España, había ajustado un tratado que se llamó de Brusol con Enrique IV para apoderarse del Milanés, mientras aquel Monarca ponía en práctica por otro lado los intentos que contra nosotros meditaba. Ordenósele deshacer su ejército, y el Duque se negó á ello con altivez. Entonces el Gobernador de Milán recibió orden de invadir sus Estados. Anticipóse el de Saboya, y entró con ejército en las tierras de España, juzgando acaso que los venecianos y los franceses, viéndole tan empeñado, vendrían á ayudarle en su empresa. Pero abandonado de ellos, y viendo ya sobre sí al ejército español, se apresuró á ceder proponiendo la paz. Negósela el Rey de España mientras no diese larga satisfacción de sus agravios, mandando á su hijo primogénito á Madrid para que delante de toda la Corte mostrase el arrepentimiento y enmienda del padre. No sin razón tuvo por duras el de Saboya tales condiciones, y por no someterse á ellas, imploró, no sólo el auxilio de Venecia, sino también el de Francia y de los potentados de Italia. Pero Venecia no osó aún dar la cara al peligro; la política francesa estaba vendida á nuestra Corte, y los Príncipes italianos temían demasiado nuestro poder todavía para que se determinasen á empuñar las armas, que era lo que requería el caso. Al fin tuvo que prestarse á todo.
El príncipe Filiberto vino á Madrid (1611), y en pública audiencia dió verbal satisfacción por las faltas de su padre; pero ni aun con eso se contentó nuestra Corte. Exigióse que fuera por escrito: dictósele la fórmula misma, que era harto humillante. El Príncipe consultó á su padre, y hubo duda y vacilaciones sobre ello: al cabo triunfó la firmeza de España. Aquel documento contenía la declaración más afrentosa que Príncipe ó nación hayan hecho nunca. «Mi padre, decía Filiberto en tales ó semejantes palabras, me envía aquí porque á él la edad y las obligaciones no se lo consienten, á suplicar humildemente al Rey de España