Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
Formáronse ejércitos, nombráronse generales, y no parecía sino que alguna invasión temible ó insurrección sangrienta iba á encender en armas la Península. Y, sin embargo, todo estaba al parecer en paz.
Era que uno de los males más profundos de la Monarquía, nacido de su propia constitución, y desconocido ó mal curado los años anteriores, acababa de cegar los ojos de nuestros políticos, tratando de acudir al reparo. Los moriscos que habitaban principalmente las costas orientales y meridionales de la Península no cesaban de mantener inteligencias con sus vecinos marroquíes y argelinos, y aun con el mismo Sultán de los turcos. Tratados con rigor sobrado y notable injusticia, antes habían aumentado que no disminuído los años el antiguo rencor á nuestra raza. Después de pacificados por fuerza de armas, el odio había ido en aumento cada día. No se devolvieron á los de Granada los bienes confiscados durante la rebelión, ni siquiera á los que, lejos de la guerra, habían sido encausados y desterrados solamente por precaución y sospechas. Mantúvose en muchos el destierro que comenzaron á padecer entonces, y la Inquisición redobló sus persecuciones contra todos ellos, mirándolos con más prevención y con menos piedad que nunca. Huyeron algunos de los moriscos á tierras extranjeras por no soportar tales rigores; pero lo general de la raza oprimida, no pudiendo huir, comenzó á tramar conspiraciones contra el Estado, poniéndose en comunicación y tratos con varios príncipes enemigos nuestros, y principalmente con Enrique IV de Francia, á quien llegaron á ofrecer, según se dijo, que seguirían bajo su dominio la religión protestante, con tal de no ser católicos en España.
Cuando los ingleses tomaron y saquearon á Cádiz, tuvo Felipe II temores de un levantamiento general de los moriscos andaluces, cosa que acaso se habría verificado á mantenerse algo más los extranjeros en aquella plaza. Tratóse luego de que los marroquíes hiciesen un desembarco en la Península, prometiéndoles que se alzarían ellos en su ayuda, y que juntos acabarían con el poder español en su propio lecho. Pero Muley Cidam, que gobernaba entonces en la ciudad y provincias de Marruecos, tenía demasiado en que entender con sus contrarios los de Fez, por andar á la sazón dividido el Imperio, y no pudo acudir como hubiera deseado en socorro de sus hermanos: con esto hubo lugar á que la conjuración fuese descubierta. Las cosas habían llegado, pues, á tal punto que necesitaban de enérgico y pronto remedio. Si en tiempo de Fernando V se hubiera comprendido cuanto importaba que aquella nación se hiciese una con la nuestra y se hubieran tomado medidas adecuadas al caso en aquel reinado y los posteriores, no hay duda, como atrás dejamos dicho, en que jamás habrían llegado tan críticas circunstancias. Pero el mal estaba hecho, y el remedio tenía de todas suertes que ser doloroso.
No tardó en imaginarse la expulsión, tan bien ensayada en los judíos, y que desde los días de la conquista había tenido muchos partidarios; pero se tropezaba con un obstáculo tan poderoso que pasaban años y años y no podía llevarse á cabo. Eran vasallos muchos moriscos de ricos-hombres de cuenta, principalmente en Valencia, donde se miraban más numerosos que en otra alguna parte, fundándose en su vasallaje grandes fortunas. Así fué que siempre que se pidió dictamen sobre el caso á los ricos-hombres y barones, se halló que el mayor número contradecía la expulsión. Y si los vasallos por serlo oponían tal dificultad, mayor la oponían los moriscos que no eran vasallos y vivían opulentos y libres, atesorando en sí las mayores riquezas. Estos tenían defensores asalariados entre los poderosos de aquella corte de España, donde todo se lograba á la sazón por salario ó precio, y aun al clero mismo que había de endoctrinarlos ó vigilarlos ó solicitar su castigo, le traían en cierto modo sobornado con los grandes diezmos y rentas que le proporcionaban. Llegaban las riquezas hasta á librarlos de las garras de la Inquisición, tolerándoles á ellos desmanes que el fuego y el hierro corregían tan duramente en los demás españoles. Sábese que el conde de Orgaz era el protector de los moriscos de Valencia, y recibía por ello cada un año más de dos mil ducados; y en la corte de Roma lo era un cierto Quesada, canónigo de Guadix, el cual cuidaba de que las disposiciones del Pontífice no se ajustasen bien con las del Rey, á fin de estorbar unas y otras, lo mismo que los protectores que estaban en Madrid cuidaban de parar ó desvanecer cualquier intento que pudiera serles dañoso, desmintiendo las traiciones de que se les acusaba y atribuyendo á ignorancia sus malas obras. Sin embargo, las traiciones, aunque acaso provocadas por nuestros rigores, eran evidentes; y sus obras eran más de moros, que solo por fuerza aparecían cristianos, y de hombres sedientos de venganza, que no de ignorantes. Los cristianos viejos que vivían en sus comarcas no osaban salir de noche, y en las regaladas lunas de verano, orillas del mar de Valencia, no era raro el hallar al hospedaje y festejo de los moriscos cuadrillas de piratas argelinos y saletinos, saqueando haciendas de cristianos, matándoles ó cautivándoles á mansalva. Crecía con esto cada día el recelo en los nuestros y la cólera y la audacia en los moriscos. Contábanse las casas de moriscos y cristianos, y hallábase que las de aquéllos se aumentaban de año en año, al paso que las de éstos mermaban. Veíase donde quiera armados á los moriscos, y aunque se intentó por varios modos desarmarlos, no se halló medio de ejecutarlo completamente. Todo esto obligó á tomar algunas prevenciones, particularmente en Valencia, y cuando el duque de Lerma, Conde entonces todavía, gobernaba en aquel reino corriendo los últimos años de Felipe II, fundó la llamada milicia efectiva ó general, compuesta de todos los cristianos aptos para la guerra, y que llegó á ascender á diez mil infantes y muchos caballos, los cuales, en sus casas, con lugares de reunión y plazas de armas preparados, con armas y pertrechos, esperaban la hora del peligro para acudir á conjurarlo.
Pero tantas prevenciones no parecieron bastantes todavía. En 1602, el Patriarca de Antioquía y Arzobispo de Valencia, D. Juan de Rivera, escribió un papel al Rey proponiéndole francamente la expulsión; mas pedida explicación de los medios con que había de ser ejecutada se halló que el buen Prelado no entendía por moriscos sino á los de Castilla, Aragón y Andalucía, porque los de Valencia, aunque más numerosos y temibles que ningunos, juzgábalos necesarios para el sostenimiento de su persona humilde y de su casa de Dios. Nada mas curioso que la argumentación de aquel Prelado lleno de celo y deseoso de ver fuera de España á los infieles; más no tan enemigo de su particular conveniencia y comodidades que consintiera por tal celo y deseo en disminuir sus rentas. Desechóse la distinción en la corte como era razón, viendo cuán incompleto quedaba con ello el intento, y no faltaron personas que en sendos libros la combatiesen. Tenía acaso más partidarios la opinión mostrada en otro tiempo por el célebre Torquemada, de que en caso de infidelidad de los moriscos á todos los mayores de edad debía pasárseles á cuchillo, y á todos los menores repartirlos como esclavos; pero la que prevalecía en los más prudentes era la de ejecutar la expulsión total, echando de España á los moriscos de Valencia lo mismo que á los de Castilla, Sierra Morena, Extremadura y riberas del Segre. Y cierto que dada la expulsión no podía concebirse otra cosa.
Comenzó á formárseles un género de proceso secreto en la corte, oyendo el Rey á todos los que alegaban contra ellos, y no dejando también de oir á algunos de sus defensores, que, á más de los asalariados, hubo de éstos algunos no desconfiados de su conversión y pacificación, como los obispos de Segorbe y de Orihuela, mayormente el primero. Fué de los enemigos más grandes de los moriscos el fraile Bleda, que escribió de aquel suceso en su Crónica de los moros, el cual por conseguir la expulsión hizo tres viajes á Roma, y escribió libros y memoriales, é hizo cuanto puede dictar el celo más desapiadado. Comprobóse que traían inteligencia con Enrique IV de Francia, el cual, aunque cristianísimo, no había titubeado en prestarles favor, bien que, como arriba indicamos, se dijo que le habían ofrecido hacerse protestantes bajo su mano. Mas puede creerse que quien los ayudaba con promesa de tan poco verosímil cumplimiento, también los habría ayudado aún cuando renovaran los tiempos de Taric-ben-Zeyyad y de Muza-ben-Nosseir y los desastres del Guadalete. Al lado de estos cargos, verdaderamente graves, aparecieron otros contra los tales moriscos, oídos entonces con horror en España. Uno era que no criaban puercos, animales aborrecidos de Mahoma; otro era, que cumpliendo á veces sus tratos mejor que los cristianos, no convenía dejar en pie tan mal ejemplo, y que se notase que los nuestros con ser en la fe antiguos eran menos honrados y virtuosos que los que ahora acababan de recibirla y no estaban en ella muy seguros: ni fué tampoco de los menores el suponer que en las misas ejecutaban socapa y á escondidas de los cristianos, irreverentes demostraciones. No pudo resistir más Felipe III: y como el duque de Lerma anduviese tan de antiguo receloso de los moriscos