Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
las tropas por Munster, Westfalia y otras provincias de la jurisdicción del Imperio. Negábanse los naturales, como era justo, á recibir á los españoles; mas éstos, en cumplimiento de las órdenes de su general, se hicieron abrir á viva fuerza las puertas de los lugares y se alojaron en las casas de los moradores. Quejáronse los príncipes del Imperio, pusiéronse en armas las ciudades, y negaron los naturales vituallas y auxilios de todo género, tratando á los nuestros como enemigos; mas á medida de la necesidad y de los malos tratos que padecían doblaban su rabia los soldados para usar del rigor, pareciéndoles también, como dice un cronista, que no era ninguno el que tenían con aquella gente bárbara y tan grandes herejes. Dióse ocasión á que, acudiendo el conde Mauricio en socorro de algunas de las ciudades imperiales, tuviesen que salir de ellas por fuerza las compañías españolas. Los príncipes alemanes hablaban entre tanto de declarar la guerra al Rey de España y de venir con ejércitos formados á echar al Almirante de sus tierras. Calmaba sus ímpetus el Emperador, muy obligado á la España. Procuraba también el cardenal Andrea sosegar á los pueblos asegurándoles que pronto se retiraría de ellos el ejército; mas no por eso se acalló el descontento que hubo de estallar más tarde en los príncipes, y en los pueblos siguió produciendo grandes contiendas. La gente española y alemana del ejército católico, mal pagada y peor servida, no cesó en sacar contribuciones forzosas y en tomar cuanto les faltaba de la hacienda de los naturales sin reparo alguno.
Al fin se pasó el invierno en tales trabajos, y en la primavera del año siguiente volvió á ponerse el ejército en campaña. Antes el Cardenal juntó dinero entre los mercaderes con que pagar á ciertos soldados que había amotinados en Amberes y otras plazas, y procuró reunir cuanto necesitaba el ejército para emprender de nuevo la guerra. Los enemigos eran grandes y temibles. De una parte los holandeses mostrábanse más obstinados y más poderosos que nunca en paz y en guerra. De otra parte, los príncipes protestantes del Imperio, teniendo en el corazón los pasados disgustos, no hacían más que allegar soldados y armas con que daban á sospechar lo que hicieron más adelante; y además el Rey de Francia, á pesar de las recientes paces, no cesaba de hostilizar debajo de mano nuestras tierras, ya entrando en inteligencias con algunas plazas del Artois para apoderarse por traición de ellas, ya atendiendo á tomar también por inteligencia la plaza de Cambray, ya permitiendo que hiciesen los enemigos grandes levas de gente en sus Estados, no tan secretamente que no fuese sabido de todo el mundo, ya, en fin, prestándoles grandes sumas de dinero y armas. Ni faltaban como siempre socorros de Inglaterra á los holandeses tanto en hombres como en dinero. Á todo había que atender y con pocos recursos, porque eran tardíos y no suficientes los que dejaba venir de España la penuria de la Hacienda. Malográronse los tratos que tenían los católicos para apoderarse de algunas plazas rebeldes, y padecimos un descalabro antes de comenzar la campaña. El conde de Busquoi, Gobernador de Emerique, habiendo caído en una celada que le pusieron los enemigos, fué herido y preso con muerte de los que le acompañaban.
Abrióse aquel año la campaña, partiéndose el ejército en dos trozos que tomaron por uno y otro lado del Rhin: rindióse á poca costa el fuerte de Crevecoeur. Era el intento amenazar con el uno el fuerte de Schenque que el enemigo tenía muy fortificado, para coger más descuidada y desguarnecida la isla de Bomel, situada entre el río Mosa ó Mosella y el Wael, que era la verdadera empresa. Frustróse por decidia y mala inteligencia de los capitanes católicos. No se pudo coger desprevenidos á los contrarios como se pensaba, aunque bien se pudiera, y tuvo que pasar todo el ejército á acometer formalmente la isla. Allí se mantuvo un largo y sangriento sitio sin ventaja de una y otra parte. El conde Mauricio con su ejército plantó sus cuarteles enfrente de la isla, comunicándose con ella por medio de puentes. El cardenal Andrea con el ejército de España tenía puesto el pie en la isla, pero sin poder llegar á la villa, ni adelantar un paso en su expugnación, determinaron al fin los nuestros hacer un fuerte en la isla de la parte donde, juntándose los dos ríos, comienzan á formarla; que por hacer allí punta el terreno daba mucha proporción para impedir con buenas baterías la navegación provechosísima de los enemigos. Hízose el fuerte, lográndose esto al menos de tan costosa empresa. Mientras se adelantaban las obras no cesaban de acometerse los dos ejércitos, procurando cada uno sorprender los cuarteles de los contrarios; mas de ambas partes en vano. Viéronse con tal ocasión grandes hazañas. Algunas compañías españolas é italianas acometieron con tanto esfuerzo un reducto de los contrarios, situado en la misma isla de Bomel, que ya comenzaban éstos á desampararlo; mas visto por el conde Mauricio mandó que se apartasen de la orilla los bajeles que allí ofrecían retirada á sus soldados, con que los puso en el estrecho de morir ó de conservar, como lo hicieron, el puesto. Y fué famoso el hecho del sargento mayor Durango, que sorprendido con pocos soldados españoles y algunos valones del grueso de los contrarios, á tiempo en que se ocupaba en labrar un reducto, aunque muchos de los suyos hubieron de pelear con los picos y palas con que trabajaban por no hallar sazón para tomar las armas, mantuvo el puesto brazo á brazo y dejó en él más enemigos muertos que eran en número sus soldados. Por fin, no bien acabada la obra, el Cardenal gobernador tuvo que retirarse de Bomel para atender á otros peligros más cercanos con mucha parte de las fuerzas.
Habían al cabo juntado ejército los príncipes protestantes y acometido con él á las guarniciones españolas que quedaron á la parte allá del Rhin en tierra de la jurisdicción del Imperio, amenazando reunir sus fuerzas con las del conde Mauricio, que si lo hicieran, llegara á ser muy crítica la situación de los nuestros; mas no pudieron venir á punto. Wesel, no bien se vió libre del temor de los españoles al abrigo del ejército alemán, se apartó de nuevo del culto católico. Pero en tanto este ejército que sitió á Rimberg fué de allí valerosamente rechazado por un tercio que guarnecía la plaza, á pesar de estar amotinado y vivir como solían vivir los soldados en tal ocasión con cierto género de independencia. En seguida acometió el enemigo á Reez, defendida del capitán D. Ramiro de Guzmán con poca gente; mas no alcanzó mejor fortuna. Envió el Almirante de Aragón en socorro de la plaza á Andrés Ortiz, capitán experimentado, el cual logró entrar en ella, y desde allí hizo tales salidas, é imaginó tales acometimientos, que obligó á los contrarios á alzar el cerco. Con esto abandonaron el campo los príncipes confederados, y se retiraron á sus tierras con mengua de la reputación y pérdida crecida en hombres y dinero. Sólo consiguieron que los nuestros, por no irritarlos más y no estimularlos á nuevas empresas, dejasen á Orsoy y otras pequeñas plazas de la jurisdicción del Imperio, que tenían aún ocupadas.
Al retirarse la guarnición de Doetecon, que fué uno de los puntos abandonados, pensaron los holandeses sorprenderla y destruirla, y salieron contra ella con lo mejor de su Caballería. Dió esto ocasión á una de las mayores derrotas que padecieron los holandeses en aquella guerra. Porque sabido el caso por Juan Contreras Gamarra, Comisario general, determinó salir contra ellos con algunas compañías de caballos, dando aviso á Ambrosio Landriano, Teniente general de la Caballería, para que con mayores fuerzas viniese á apoyarle en el trance. Divisó Contreras á los contrarios en un paso estrecho donde no podían maniobrar todos los caballos á un tiempo, y animando á los suyos se arrojó impetuosamente sobre los que venían de vanguardia, matando y desordenando cuanto se le puso delante. En esto los enemigos habían logrado desenvolverse y mejorar de posición; pero fué tanto el espanto que les causó el pelear bizarro de los nuestros, que, con ser doblado número, no pudieron sus oficiales y capitanes traerlos á que hiciesen buen rostro. Llegaba ya Landriano con más fuerzas, y sin esperar á cruzar lanzas con él, se declararon los contrarios en total derrota. Corría el Mosella no lejos del campo de batalla, y los jinetes enemigos, desalentados, se arrojaron á esguazarlo sin tiento, con que fueron muchos los ahogados y más los caballos y armas perdidas. De los vecinos lugares salió alguna Infantería alemana en defensa de la Caballería holandesa, mas fué acuchillada y deshecha. En suma, de toda la Caballería enemiga muy pocos quedaron de servicio. Contreras, en quien se desconoció la gloria del triunfo, volvió desabrido á España. Aconteció este suceso á tiempo que el archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia estaban ya en Flandes.
Dejó el cardenal Andrea el Gobierno, y el Archiduque y su esposa comenzaron al punto á ejercerlo. Convocaron primero á los Estados ó Cortes de la Nación para exigirles el juramento de obediencia, sobre lo cual hubo no escasas dificultades. Pedían los naturales que antes de prestar ellos el juramento de obediencia jurasen los príncipes conservar