Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
hacienda, ni por eso se vieron más desempeñadas las rentas, ni mejor atendidas las cosas. «España, decía el maestro Gil González Dávila, cabeza de tan dilatada monarquía, era la sola que por acudir á la conservación de tanto mundo estaba pobre, y más en particular los leales reinos de Castilla.» El mismo rey Felipe escribió en cierta ocasión al sabio consejero de Castilla, D. Francisco de Garnica, pidiéndole cierto parecer, estas palabras: «El remedio de lo que ahora se trata, es el último que puede haber; si éste se desbarata, mirad lo que con razón lo sentiré: viéndome de cuarenta y ocho años de edad y con el príncipe de tres, dejándole la hacienda tan sin orden como hasta aquí. Y demás de esto, qué vejez tendré; pues parece que ya la comienzo, si paso de aquí adelante, con no ver un día con lo que tengo de vivir otro.» Frases que bien denotan el cuidado que daban al rey Felipe los negocios de hacienda; pero que no han de causar asombro si se considera que ya por los tiempos de D. Alonso el Sabio y de Enrique III, solían pronunciarlas los reyes, no menos tristes y melancólicas, con la propia ocasión y estímulo. Con todo, fuerza es observar que á medida que pasaban los años, juntándose apuros con apuros y acrecentándose los presentes y próximos con los más antiguos y lejanos, el peso de las deudas iba haciéndose más grande, y mayor cada día la pobreza del Erario. Peor era la situación de la hacienda que á la muerte de Fernando V, á la muerte de Carlos I; peor se mostró que á la muerte de éste, á la muerte de Felipe II.
Con esto dejamos terminado nuestro objeto, que era señalar las causas principales que influyeron en la decadencia y ruina de España. Las hemos hallado en ella desde los primeros tiempos coincidiendo con nuestras prosperidades. Hemos visto también que ninguno de los príncipes que imperaron entre nosotros durante el siglo xvi acertó con los medios de destruir ó de aminorar en tanto como se pudo las llagas de la Monarquía.
Pero si aquellos grandes reyes no hicieron todo lo que debían, tuvieron hartas prendas para esconderlas de modo que no apareciesen á los ojos extranjeros. Ellos hicieron útil empleo las más veces del poder de la nación, que era, á pesar de todo, muy grande, y aprovechándose de las ventajas que ofrecía el espíritu de los naturales, su valor, su sobriedad y el oro de América y la muchedumbre de sus fortalezas y provincias, vivieron y murieron grandes reyes. No de otra manera la Roma de Augusto escondía en su seno las flaquezas que vinieron á destruir el imperio de Honorio. Es que como nada hay perfecto en este mundo y los grandes imperios, por lo mismo que tienen mayores fuerzas, suelen tener mayores enfermedades que otros, necesitan precisamente de príncipes ilustres que los gobiernen. Tales fueron en España Fernando V, Carlos V y Felipe II.
Tócanos decir, en adelante, cómo otros reyes más desidiosos y menos inteligentes, entregados á vergonzosas tutelas, dejaron que los ocultos males de la Monarquía saliesen á la faz del mundo y que llegaran á ser inmensos é irremediables. Más de una vez la pluma ha de vacilar en el propósito de seguir adelante, al inquirir y apuntar los hechos de esta era desdichada; más de una vez el rubor ha de manchar nuestras mejillas y la ira ha de agitar nuestro corazón. Míseros reyes y ministros torpes que cometieron todas las faltas de sus antecesores y no supieron estudiar ni imitar ninguno de sus aciertos; movidos, príncipes y súbditos, no de erróneos pensamientos de religión ó de política, sino de la pereza del ánimo ó del deleite del cuerpo, de lujuria, vanidad y codicia. Bien ha sido hacer alto en la severa y noble relación de Mariana y Miñana antes de pasar á referir cosas tan diversas y tan inferiores. Sólo se echará ahora de menos la pluma con que pintó Tácito las vilezas de Galba y de Vitelio y la decadencia de la virtud romana.
LIBRO PRIMERO
De 1598 á 1610. – Principios del reinado de D. Felipe III. – Grandeza de la Monarquía. – Carácter del Rey. – El duque de Lerma. – Destituciones y nombramientos. – D. Rodrigo Calderón. – El marqués de Villalonga. – Nuevo modo de administración. – Hacienda. – Política exterior. – Expedición de Irlanda. – Paz con Inglaterra. – Conspiraciones en Francia. – Italia: el Marquesado de Saluces, la Valtelina, Final, diferencias entre el Pontífice y Venecia. – Flandes: Gobierno del cardenal Andrea, Orsoy, Rimberg, los príncipes alemanes, Bomel, ejército de los príncipes, rota de la Caballería holandesa. Llegan á Flandes la infanta Clara Eugenia y el archiduque Alberto, su Gobierno, batalla funesta de las Dunas, sitio de Ostende, Spínola, sus primeras campañas, motín de los soldados, su castigo, guerra marítima, treguas. – Guerra con los infieles, el Archipiélago, Túnez, Arauco.
El día 13 de Septiembre de 1598, en fin, las campanas de El Escorial anunciaron á los labradores humildes del contorno que, en la obscuridad y desnudez de una de sus celdas, acababa de morir Felipe II. Y al eco de aquellos tañidos, comunicándose de gente en gente, se fueron levantando, túmulos primero por el Rey difunto, luego tablados para proclamar al Rey nuevo, por todos los reinos de la Península española, por el Rosellón, Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los Países Bajos, el Franco Condado, las Islas Baleares, Canarias y Terceras, por las plazas españolas ó tributarias de la costa septentrional de África, por Méjico, el Perú, el Brasil, Nueva Granada, Chile y las provincias del Paraguay y de la Plata, por Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenían grandes establecimientos los portugueses, por los reinos de Ormuz, de Goa y de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Macao, Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las Antillas.
Jamás en tantos y tan diversos países se han alzado preces por un Rey ni se ha proclamado por tal á otro, ni antes ni después. La Monarquía española era entonces la más extensa que haya habido en el mundo; y aun cuando la población no fuese tanta como á tan dilatados dominios correspondía, llegaba á nueve millones en sólo los reinos de Aragón y Castilla, y era numerosa en Portugal, Flandes, los reinos de Italia y las colonias, pobladas en pocos años de españoles.
Frisaba en los veintiún años el rey Felipe III cuando sucedió á su padre. En tan corta edad pocos hombres habrían sido capaces de atender á las vastas necesidades de la Monarquía; y el nuevo Príncipe no era de ellos, por cierto. Tímido de natural, de fácil imaginación y frías pasiones, criado luego en el retiro y las prácticas de devoción, sin otra amistad y compañía que el conde de Lerma, que se amoldaba mañosamente á sus gustos piadosos y los favorecía con su hacienda y consejos, cuando llegó á verse en el trono fué su primer cuidado el desprenderse del peso del Gobierno y depositarlo en los hombros del favorito.
Cuéntase que Felipe II se quejó en muchas ocasiones de la incapacidad de su hijo para el gobierno, principalmente con el archiduque Alberto, el que casó con la infanta Isabel Clara Eugenia, que era su confidente y amigo. También previó muy temprano que aquel conde de Lerma, á quien él propio había designado para que entrase en la servidumbre del Príncipe, vendría á ser con el tiempo el árbitro de España. Pero ni supo remediar con una educación sabia los defectos naturales del hijo, ni logró privar al favorito de su ascendiente sobre él, aunque llegó á intentarlo. Acaso el ejemplo fatal del príncipe Carlos, acrecentando en el ánimo del Rey los recelos naturales de su carácter, le movió á dar una educación humilde y monacal á su hijo en los primeros años. Y cuando quiso que comenzase á tomar parte en las deliberaciones y negocios del Estado, para disponerle á las altas obligaciones que le esperaban en el mundo, ya era tarde. Creó un Consejo de Estado, donde se examinaban dos veces por semana los negocios más arduos, bajo la presidencia del Príncipe, y ordenábale luego á éste que le hiciese relación de lo tratado, de la resolución tomada y de las razones en que ella se fundaba. Pero el Príncipe, tímido siempre y silencioso, ni dió nunca un parecer, ni supo hacer relato alguno á su padre. Ni siquiera osó elegir esposa á su gusto: mostráronle retratos de tres princesas, y apenas fijó en ellos los ojos; aguardóse inútilmente su resolución, y al fin, muertas dos, hubo de casarse con la tercera, que era Doña Margarita de Austria. Casto, limosnero y devoto, dió á conocer el nuevo Príncipe desde los principios que limitaba sus intentos á ser buen católico, y la muerte le dió hartas treguas al Rey prudente para que viese desde su dolorosa silla que el conde de Lerma venía á heredar sus pensamientos y sus obras y á disfrutar de su poder. Húbolo de llorar, tanto porque sabía que los favoritos, por buenos que fueran, habían de traer consigo la ruina del Estado, como porque á su gran penetración no podía esconderse que el de Lerma no era hombre de prendas ni de aptitud para tan alto empleo.
Era D.