Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
á entrar en la liga, y comenzó el Duque á tramar conjuraciones dentro de Francia.
Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, á cuya cabeza estaba el Mariscal de Byrón, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fué condenado á muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés á España, y diez ó doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente á tomar á Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byrón hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese á nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció á ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos días después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban á entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron á recargar dolorosamente el exhausto Erario.
Algo mejor librados salieron en Italia los intereses políticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendían á un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no quería que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia.
Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fué D. Pedro Enríquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes había venido al de Milán. Era el Conde discípulo del duque de Alba16. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación ó potencia que no fuese España, llegó á influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allí los fundamentos de la política hábil que, á pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fué el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponía en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces á que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, fuerte de Fuentes, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseído por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. Á la verdad, sobre estos Estados podía alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos títulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podían desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, á la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el Pontífice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla á los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto á trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fué tan agradable como éste á los ojos del rey Felipe y aun á los del vulgo, porque él hacía representar á la España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fué sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplinales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni político, á no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos.
Mas el punto adonde mayormente inclinaba su atención la corte eran las provincias de Flandes. Porque no obstante que el rey D. Felipe II había cedido el dominio de aquellos Estados, de suerte que ya no componían parte de la Monarquía, continuaba la guerra con la propia obstinación que antes, mantenida de un lado por las provincias unidas con el nombre ya de República de Holanda, y de otro por las armas españolas que ocupaban aún las plazas y lugares en defensa y protección de los derechos de la infanta Isabel Clara y del archiduque Alberto. Malográronse con esto muchas de las esperanzas que había dejado nacer la cesión de aquellos Estados, pues no parecía razón que por cosa que no la pertenecía mantuviese la nación tan costosa guerra. Pero de una parte los holandeses se mostraban tan soberbios y tan poco inclinados á la paz, que parecía afrenta el dejar la guerra; de otra parte la manera con que se había pactado la cesión, constituyéndonos en protectores de la nueva soberanía y haciendo á esta feudataria de nuestra corona, nos obligaba á su defensa; y, por último, y más que todo, el rey Felipe III, lleno de religioso celo, y su ministro, arrastrado por temerarias miras de engrandecimiento, ni querían ajustar paces con tan aborrecidos herejes, ni renunciaban aún á avasallarlos, ni se prestaban de buena voluntad á abandonar del todo aquellas provincias, contando con que si no tenían sucesión los príncipes habían de volver á sus manos. Error este notable, porque lo que se propuso sin duda Felipe II, y lo que convenía á la nación, era apartarse de guerra tan inútil y costosa con algún honroso motivo, y no podía haberlo mayor que aquel para lograr, tarde ó temprano el intento. Fuera del país las tropas españolas y el Archiduque y la Infanta entregados á sus fuerzas naturales, habrían logrado sin duda mantenerse en él á la sombra del Rey de España y del Emperador, haciendo treguas ó paces con los holandeses mucho antes que se hicieron y quizás con más ventajas. No se siguió este buen consejo, y vino á acontecer que la cesión no aprovechase de nada.
Mientras el Archiduque y la Infanta estaban en España se puso el Gobierno de aquellos Estados á cargo del cardenal Andrea, hijo de la casa de Austria y deudo de entrambos. Era el Cardenal hombre de no escaso entendimiento y esfuerzo, y supo administrarlos con celo, ya que no con mucha fortuna. Resolvióse bajo su consejo y mandó sujetar ó castigar á las ciudades alemanas del Rhin que por ser protestantes solían ofrecer ayuda y resguardo á los holandeses. El Almirante de Aragón, don Francisco de Mendoza, hermano del duque del Infantado y Capitán general de la Caballería, en quien recayó el mando del ejército, pasada muestra de las tropas que montaban á 20.000 infantes y 2.500 caballos, tomó la vuelta de Güeldres, rindió á Orsoy y otros castillos sin mucho trabajo, y de allí se fué á poner sitio en Rimberg, ciudad importante y fortalecida. Plantáronse las baterías por tres partes y se comenzó á batir la plaza con mucha furia, porque se temía que los enemigos viniesen al socorro. No dió tiempo á tanto la defensa, porque habiendo caído una bala de cañón en ciertos barriles de pólvora, se voló toda con gran estrépito y muerte de muchos soldados y burgueses, lo cual causó tal confusión y espanto, que al punto determinaron rendirse á partido. Tomada Rimberg, guarneció el Almirante algunos lugares para dejar afirmadas las espaldas, y en seguida pasó el Rhin con sus tropas. Arrimóse á Wesel, ciudad imperial, pero herética, para poner en ella guarnición; y los vecinos con gruesa contribución primero, y luego restituyéndose falsamente al culto católico, obtuvieron que se desistiese de tal intento. Después trató de acometer á Desborech; pero el conde Mauricio, que acudió al socorro de aquella plaza, supo estorbarlo. Más felices fueron los nuestros delante de Doetecon, villa cercana y no tan fuerte, y eso que, al encaminarse allí la Caballería española, recibió algún daño de los enemigos emboscados al paso. En tanto el invierno venía ya bien entrado en aguas y fríos, de manera que no se podía campear en aquel país. Esto y la falta de vituallas y forrajes, determinó al Almirante á dar cuarteles á su ejército sin hacer más daños en los contrarios. Fué, pues, la campaña por demás infecunda y no conforme con las esperanzas que hubo al emprenderla.
Pero
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Bentivoglio,