Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio

Historia de la decadencia de España - Cánovas del Castillo Antonio


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suspicaz, poco cuidadoso de la propia hacienda y largo en recoger la ajena, acostumbrado á los medios pequeños y á las pequeñas cuestiones, no acertó á remediar uno solo de los males de la Monarquía, ni hizo más que empeorarlos al mismo tiempo en que favorecía pródigamente su casa y persona. Muy desde los principios pudieron notarse tales calidades. Comenzó trocando su título de Conde por el de Duque de Lerma. Luego echó del lado del rey á su preceptor D. García de Loaisa, ahora Arzobispo de Toledo, y al Inquisidor general D. Pedro Portocarrero, y muertos, uno primero, después otro, por enfermedad de cólera y desengaños, puso en su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas entrambas dignidades. Los ministros de Felipe II, Cristóbal de Moura, el conde de Chinchón y Francisco de Idiáquez, hombres todos ellos de mejor ó peor ánimo, pero muy experimentados en los negocios y muy útiles para el despacho, bien dirigidos, fueron alejados de la corte con pretextos más ó menos honrosos, y en su lugar entraron deudos del privado. Salváronse del general naufragio Juan de Idiáquez y el marqués de Velada, mas por encogimiento y poca estima, que no por virtud y fama; pero no Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Castilla, varón de virtud antigua, aunque de corazón duro y severo, grande estorbo á liviandades. En lugar de este entró el conde de Miranda, tibio defensor de los derechos de aquel Consejo insigne, amigo del placer y del oro que lo proporciona, hombre en todo á gusto del favorito.

      Dió este en el arte, sobradamente cultivado después, de repartir los empleos públicos por salario y paga de los servicios que á su persona se prestaban, y así llenó con sus deudos y hechuras todos los virreinatos, y puestos de importancia. Poco después comenzó á venderlos, é introdujo aún la dañosa costumbre de conferirlos por gracia ó venta antes de que vacasen, con que comenzaron á verse en cada uno dos dueños, el que lo poseía y otro que esperaba á que este muriese para disfrutar de tan extraño don ó mercancía. Por aquí comenzó la corrupción que á tan lastimosos extremos llegó los años adelante. Á ejemplo de su principal, los secretarios y ministros que lo servían, y señaladamente D. Rodrigo Calderón, que de paje suyo llegó hasta á hacerse dueño de su confianza, comenzaron á vender cuanto pasaba por sus manos. Cundió pronto el daño: viéronse ministros que habían servido honradamente por largos años en el reinado antecedente, hacerse culpables de todo género de cohechos y desmanes. Fué notable entre otros el ejemplo del conde de Villalonga, D. Pedro Franqueza, secretario del estado de Aragón, que en treinta y seis años con Felipe II no tuvo nota, y metido luego al manejo de la hacienda con D. Lorenzo Ramírez de Prado y otros favorecidos del duque de Lerma, en poco tiempo llegaron á tanto sus concusiones y escándalos, que el mismo Duque se espantó de ellos, prendióle, y hallándose contra él en su proceso hasta cuatrocientos setenta y cuatro cargos, le dejó morir en la cárcel. Publicáronse pragmáticas contra los cohechos que en el duque de Lerma que las ordenaba eran hipocresías. El hecho era que los virreyes y gobernadores de las provincias pagaban por llegar á serlo subsidios muy gruesos al privado y sus amigos, y que las provincias mismas los pagaban para obtener justicia, con que en todo intervino el oro en adelante. Y entre tanto los cargos que podían acercar al Rey personas que no eran de su devoción, suprimíalos el de Lerma ó los acumulaba en su persona, para evitar que se le suscitasen émulos y oposiciones. Aun los Consejos del reino comenzaron á estorbarle: el de Castilla, el de Hacienda, el de Indias, el de la Guerra y los llamados de Italia, Flandes, Aragón, de las Ordenes, de Inquisición y de Cruzada, á cuyo cargo estaba la administración de los negocios públicos, principalmente en los cuatro primeros, y la gobernación de las provincias; porque con el respeto que inspiraban y la noble entereza de los magistrados que solían componerlos, no era posible que él pudiese llevar á término ciertos abusos y desmanes.

      Entonces nació aquel sistema funesto de juntas particulares formadas para resolver todos los negocios en que tenía interés el favorito, con individuos sacados y escogidos en todos los Consejos de entre sus criaturas, y los magistrados, pocos aún, que por flaqueza ó infamia estaban á su devoción y mandado. No satisfecho aún con tal cúmulo de poder y tanta independencia, puso impedimentos á la comunicación, antes libre, de la familia real, no fuese que en ella se levantase alguno que quisiera quitarle ó compartir el poder con él. Ofendióse tanto la vieja emperatriz María, hermana de Felipe II y tía del príncipe reinante, que estaba en Madrid en el convento de las Descalzas Reales, y comenzó á mostrar su desagrado de tal suerte, que á creer algunas memorias del tiempo, por huir de ella fué el trasladar la corte á Valladolid, como en efecto se trasladó corriendo el año de 1600, y estuvo allí cinco años. Sea de esto lo que quiera, ello es que la influencia del favorito no se mermó en lo más mínimo con el despego de la familia real, y que llevó sus celos y su audacia hasta el punto de señalar límites á las relaciones del Rey con la Reina su esposa; hecho increíble en otro ministro que el duque de Lerma y con otro Rey que Felipe III. Con esto y con poner de confesor del Rey á un fray Gaspar de Córdoba, hombre de vulgar inteligencia y bajos intentos, sin ambición ni destreza, aseguró completamente su dominación; y así él solo desde su casa con sus secretarios y ministros particulares, su favorito y corte, haciendo de ella archivo de todos los papeles importantes, y palacio de todas las solicitudes, comenzó á disponer del Estado á su antojo, mientras que el Rey en el despacho no hacía más que practicar bien y minuciosamente sus devociones.

      Cuáles fuesen las conveniencias de la Monarquía, dejámoslo atrás explicado. Era preciso sobre todo organizar la Hacienda, obra á la cual había consagrado sus últimos años Felipe II, aunque no con mucho éxito por las circunstancias que le acosaron. Y como principal remedio de la penuria del Tesoro, y como fundamento de las mejoras que tanto necesitaban la Agricultura y Comercio, y las atrasadas artes del país, era indispensable el reposo, la paz que sabiamente buscó Felipe II en el tratado de Vervins. Ni una cosa ni otra se supo alcanzar. Y malos principios eran para lograr lo primero, el invertir en las fiestas que se hicieron en Valencia al recibir á la reina Doña Margarita, que vino por Italia á juntarse allí con su esposo, no menos que un millón de ducados que hacían harta falta en Flandes y en otras partes, para atender al Ejército y Armada, y más aún para pagar los préstamos y deudas, que mientras más se dilataban más consumían las rentas de la Monarquía. Desplegó además el duque de Lerma un lujo como de Monarca en sus cosas propias, y muy grande también en las cosas del Estado, desde los primeros años de su administración. Gastó él de por sí trescientos mil ducados en Valencia, al propio tiempo que le hacía gastar un millón al Erario, y envió desde luego gruesas sumas al Emperador y á otros príncipes para prevenirlos en favor de su política.

      Reuniéronse las Cortes de Castilla en el mismo año de 1598 en que comenzó el nuevo reinado, y propúsose en ellas la gran estrechez y empeño del real patrimonio, y en comprobación de lo mismo se presentaron dos relaciones del valor de todas las rentas del reino, por donde se vió que las fijas no pasaban de cuatro millones, y que las demás, que estaban encabezadas y arrendadas, importaban cinco millones seiscientos cuarenta y cinco mil seiscientos sesenta y ocho ducados. Unas y otras estaban empeñadas y enajenadas, de suerte que no podía el Estado valerse de ellas. Entonces se establecieron las sisas, que después fueron conocidas con el nombre de servicio de veinte y cuatro millones. Poco hubieron de arbitrar estas primeras Cortes para los grandes gastos y prodigalidades del duque de Lerma, cuando en 1600 se convocaron nuevas, las cuales consintieron en desembarazar y desempeñar las rentas reales, tomando á cargo del reino un censo de siete millones y doscientos mil ducados, y concediendo al propio tiempo un servicio de diez y ocho millones de ducados en seis años, á tres por cada uno, para pagar el principal é intereses de aquella deuda. Prefirió de esta suerte el reino á admitir nuevos tributos ó á acrecentar los antiguos, el tomar sobre sí las deudas de la Hacienda y desempeñarla, como con efecto se desempeñó. Pero no se logró con esto el propósito; porque continuando la mala administración de la Hacienda, hallóse esta de nuevo empeñada en doce millones que se debían á hombres de negocios, los cuales tiraban muy grandes intereses, sin contar las deudas de juros situados y sueltos, con que fué preciso pedirles á las Cortes, otra vez reunidas en 1607, que otorgasen el servicio de millones para esto, y la paga de toda la gente de guerra de dentro y fuera del reino, armada, fortificaciones y gastos de la corte. También los procuradores vinieron en concederlo. Así votaron diez y siete millones y medio en siete años, á dos y medio por cada uno. Por último, á los judíos portugueses se les obligó á pagar dos millones cuatrocientos mil cruzados, por manera de multa ó castigo de sus apostasías.

      Cargábanse


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