Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
de la nación. Pero sábese á ciencia cierta que siempre fueron grandes los apuros en Castilla. Sólo D. Pedro el Cruel logró algún desahogo y acopio de dinero entre aquellos soberanos de la Edad Media. Los gastos de la guerra continua contra los moros, las donaciones de los reyes al Clero y á los grandes, la amortización y las exenciones de pagar que de aquí nacían, y más que todo el natural atraso y casi abandono de la Agricultura, del Comercio y las Artes que, trayendo muy pobre al país, le imposibilitaban de conllevar grandes tributos, eran los principales motivos. Alteróse el valor de la moneda en casi todos los reinados, desde Fernando III hasta los Reyes Católicos, y se contrataron muchos empréstitos; mas agravándose el mal con tales remedios, encontraban los reyes mayores dificultades cada día para atender á las crecientes necesidades del Estado. Así se puede creer de Enrique III que no hallase con qué cenar cierta noche, como dicen las consejas. Y, sin embargo, las Cortes de Castilla le dijeron á su hijo Don Juan II, en 1447: «que non demandase ningunas cuantías de maravedises, porque non pudiéndose soportar tales pedidos é monedas, se iban los vasallos á poblar otras tierras é reinos». No por eso cesó el fatal impuesto de la Alcabala ó 5 por 100 sobre la venta de mercaderías, introducido en el reinado anterior, y en el siguiente se creó la renta de Cruzada y la contribución llamada paga del subsidio. Y pensando aliviar las miserias de los pueblos y ponerlos en estado de atender á tales tributos, se dieron ya por entonces leyes suntuarias y se puso tasa al precio de las cosas: mezquinos y falsos remedios, harto probados después en los tiempos de decadencia de la dinastía austriaca.
Por esto, que pasaba en Castilla á principios del siglo xv, puede colegirse cuán infundada sea la opinión de los que suponen muy desahogado el Tesoro público y muy florecientes las Artes, el Comercio y la Agricultura durante el siglo xvi. Verdaderamente, aunque no hubiese datos ni documentos que contradijesen la opinión, el recto sentido habría de desaprobarla. ¿Qué industria, ni qué comercio, ni qué maravillas en la Agricultura podían alcanzar tales pueblos, que habían vivido ocho siglos lidiando de provincia á provincia, de pueblo á pueblo, de heredad á heredad? ¿Cómo habían de ser fabricantes ni comerciantes hombres á quienes no daba descanso ni un solo día el ejercicio de la espada? Antes que no caminos, y puertos, y máquinas, y cosas de aquellas que se emplean en el tráfico y producción industrial, mirábanse en España sendas naturales entorpecidas ó quebradas á intento, á fin de estorbar los pasos, antiguos puentes derruidos, fortalezas sembradas por llanos y montes y atestadas de instrumentos de guerra. Parte de ello era obra de los moros, parte de los cristianos, ya de los reyezuelos que ocupaban las distintas provincias, ya de los concejos para defenderse de los ricos hombres. España era un campo de batalla, y en tales campos no nacen ni se conservan las flores de la paz. Además de estas razones de buena crítica, tenemos noticias de viandantes, principalmente una muy detallada del veneciano Navajero, que prueban que las Castillas, como Aragón y Navarra, á no dudarlo, eran ya al empezar el siglo xvi tierras de abundancia estéril, provincias de poca población, y pobres y mal cultivadas, por donde los rebaños merinos, favorecidos del privilegio de la Mesta, y que formaban la base de nuestro escaso comercio é industria, vagaban á su placer asolándolo todo, como en los tiempos bárbaros y de continua guerra, en que ellos eran la sola riqueza posible y provechosa. Y luego que la paz interior pudo desarrollar entre nosotros las artes útiles, produciendo la emulación y la concurrencia, nacieron ó se desarrollaron rápidamente nuevas causas que apartaron á la nación del camino de la prosperidad. Los judíos dejaron despobladas, según cierto analista, ciento setenta mil casas, y salieron de estos reinos en número de cuatrocientos mil, según unos, de ochocientos mil, según otros, aunque no falta también quien rebaje á treinta y cuatro mil las familias, que podían componer hasta ciento setenta mil almas; gran muchedumbre, de todos modos. Vedóseles extraer oro ni plata, pero como se les permitiese llevar consigo cualquiera otro género de mercaderías, y como no se les pudiese impedir el uso de las letras de cambio, á que estaban muy habituados, sacaron indudablemente inmenso caudal del reino. Fué grande también el número de los emigrados por causa del Santo Oficio, y aun el de los quemados y penitenciados se puede calcular en muchos millares, sacando aquéllos del reino oro y plata en abundancia y perdiéndose en éstos mucha gente laboriosa y útil, y, además, la tranquilidad y la confianza, que son alma y vida del comercio y del trabajo. Y á la par consumieron innumerables hombres tantas y tan sangrientas guerras, apartándose de los oficios y producción en que se empleaban, al cebo de la gloria y del honor muchos, y no pocos al de la ganancia que ofrecía el saco frecuente de ciudades y la ruina de los países conquistados.
Pero, sobre todo, fué fatal á nuestra población y al espíritu de laboriosidad y de producción el descubrimiento de América. Los españoles que allá caminaron fueron tantos, que bastaron para poblar centenares de ciudades y villas en aquel continente; y si vinieron en cambio grandes conductas de oro y plata, ni fueron ciertamente tan grandes como se ha supuesto, ni recompensaron los males que nacieron de ellas. Dió el pronto enriquecimiento más y más crédito á la antigua preocupación económica, que hacía cifrar en el oro y plata la prosperidad de las naciones, primero en los gobernantes, luego en el pueblo. Ninguno viendo volver poderosos en pocos años á los que fueron pobres y mendigos, sujetaba sus pensamientos á ganar con lenta y penosa utilidad ó la riqueza ó la subsistencia; y lo inesperado del acontecimiento y su lejanía, daban aún estímulos á la sorpresa y valor á la fama para encarecer y mentir, fingiendo montes, ríos y mares de plata y oro y piedras preciosas con que la codicia despertaba á los más modestos y los apartaba de su hogar y antiguas ocupaciones. Todo el que sentía en su corazón sed de bienestar, de placer y de gloria; todo el que para procurárselos amaba el trabajo y la fatiga; todos los emprendedores y laboriosos y alentados salieron por tal manera de España; la mayor parte al Nuevo Mundo, bastantes, como arriba indicamos, á las guerras de África y Europa. Bien pudiera decirse que el quedar en España en tales tiempos y con tan deslumbradoras esperanzas por fuera, era señal casi segura de poquedad de ánimo, de imbecilidad ó pereza. Y cierto que no eran los que tales cualidades poseían á propósito para continuar la industria y el cultivo que hubiese, cuanto y más para adelantar en ellos, como forzosamente había de suceder cuando nuestros frutos y producciones hallasen mercados. El hecho fué que se abandonó todo género de trabajo, viéndonos obligados antes de mucho á traer de países extraños hasta los objetos más necesarios para el consumo, comprándolos con los tesoros que venían de América, y por lo mismo ha podido decirse con mucha razón que no fué España sino un puente para que éstos pasasen seguros á otras naciones más laboriosas. Sólo en Segovia, Toledo, Sevilla, Granada y Valencia se sabe que floreciesen algunas industrias, y esas no tardaron en decaer completamente, contribuyendo con las grandes causas que dejamos apuntadas otra, pequeña al parecer, grande en realidad, que fué la introducción de nuevas modas, y, por consecuencia, de distintas telas en los trajes. Eran sencillas las costumbres en esta tierra de combates, y nuestros industriales sólo labraban sencillas telas; la corte flamenca y alemana y el frecuente trato de los españoles con aquellas naciones y con Italia trajo nuevas necesidades, y, por consecuencia, nuevo género de consumo. ¿Y cómo había de acudir á él y de luchar con los ricos tejidos de Flandes, ejecutando dentro de sí tales cambios, una industria puesta en tan desfavorables condiciones como á la sazón afligían á la de Castilla? No era posible.
El comercio era ya tan pobre, que apenas se halla en los siglos medios el nombre de una plaza española que se contase entre las concurridas y ricas del mundo. La exportación se reducía á algunas primeras materias, y la importación no era bastante para satisfacer las necesidades del país. Y siendo el mayor beneficio que nos brindase la América éste del comercio, tampoco supimos aprovecharlo; planteóse un sistema inmenso de monopolio que á un tiempo ataba los brazos de Europa y de América, dañando tanto á la una como á la otra, sin favorecer á nadie en suma: que es lo que suele suceder con tal género de errores. Á Carlos V se atribuye, si no la invención, la ejecución de tal sistema, que fué y ha sido después no sólo español, sino europeo; pero como nacido aquí, fué aquí, sin duda, donde mayores males produjo. Todo se volvió prohibiciones, todo trabas y dificultades al tráfico. El fisco tomó oficiosamente á su cuidado la riqueza pública, y como sucederá siempre que tal cosa se intente, en lugar de favorecerla, la ahogó en su cuna. Entre otras cosas, se prohibió el hacer el comercio de América á los extranjeros, y sólo pudo suceder que ni ellos ni nosotros lo hiciésemos, que no establecer un privilegio en provecho nuestro como se pretendía.
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