Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio

Historia de la decadencia de España - Cánovas del Castillo Antonio


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y conveniencias, no hizo lo que pudiera por sacar triunfante la doctrina purísima de Las Casas. Así, Sepúlveda y su filosofía pagana triunfaron, y los indios continuaron siendo tan maltratados como al principio por los conquistadores. Viéronse al propio tiempo predicadores y dogmatizantes invocando los principios estoicos de Epicteto y proponiendo sus lecciones por modelo á los cristianos. La idea de la servidumbre, tan opuesta al cristianismo, se fortificó así entre nosotros, y con ella, como hermana y compañera, tuvo entrada en todos los ánimos la justificación de la tiranía, cobrando más fuerza el instinto de opresión al flaco y al vencido. Y lejos de recibir la nación de la filosofía doctrinas de progreso y sentimientos de humanidad, no recogió otra cosa que la resignación de los estoicos, cierto espíritu de pequeñez, de nimiedad, de sofistería, producto de la lógica ergotizante, y mayor suma de intolerancia, si cabe, que la que daba de sí el catolicismo. Así fué también como llegaron tiempos en que Nicolás Antonio pudo contar en España hasta doscientos catorce autores que tratasen filosóficamente de la Summa de Santo Tomás, y ciento cincuenta que hubiesen hecho libros de enseñanza ó de texto para las escuelas, encerrando en ellos las más altas materias de la filosofía, sin que entre tantos se encontrara uno solo que haya influído después en las ciencias, ni que lograse entonces contener la decadencia que á tan tristes extremos iba llegando.

      Sólo la exageración del principio religioso y esta filosofía ergotizante tan bien anudada con ella, trajeron males capaces de trastornar cualquier grandeza de monarquía: primero, la emigración de muchos miles de moros y judíos y luteranos, expulsos ó perseguidos del Santo Oficio; luego, la ruina, el envilecimiento y la destrucción de tantas familias como vinieron á los autos de fe; además la parálisis de las ciencias y su muerte lenta, pero completa, mientras por todas las naciones de Europa, al calor de las disputas y de la libertad de pensamiento y de controversia, nacían ideas fecundas, asomaban descubrimientos útiles y desarrollábase lozana y gloriosamente el progreso humano; por último, que fué lo más fatal, la transformación del carácter en la nación. Era España joven, vigorosa, libre en el pensamiento, y en el obrar, franca, entusiasta, alegre, aunque grave, dada á seguir los vuelos de la fantasía y á obedecer á las inspiraciones de la voluntad, aunque piadosa y prudente. Vino sobre ella una vejez temprana, contemplativa y descontentadiza; vino una timidez penosa en el pensamiento y en las determinaciones; vino un íntimo recelo de todas las cosas, que inclinaba á las personas á desconfiar hasta de sí propias; vino la indiferencia terrenal de quien no funda ilusiones sino sobre los bienes del otro mundo; vino cierta melancolía antipática á las otras naciones, y enemiga de adelantos; vino cierto espíritu de obediencia pasiva y de resignación fatalista á cuanto parecía disposición del cielo que encadenó aquella voluntad poderosa, que antes todo estorbo lo hallaba leve y toda resistencia desproporcionada á sus fuerzas. Quedaron relegadas á lo más hondo de los pechos para ser transmitidas secretamente de padres á hijos aquellas antiguas y nobles cualidades del carácter de España; en las obras, en las palabras fueron desapareciendo primero en el mayor número, luego en el menor, por último en el limitado guarismo de almas excepcionales y privilegiadas que Dios suele conceder á las naciones, hasta borrarse del todo. Fué muy bien secundada la represión religiosa por la represión política, y así pudo decirse que apenas quedaba un español á la muerte de Carlos II.

      Ni en el reinado de los Reyes Católicos ni en los del Emperador y de Felipe II se sintió, sin embargo, tal decadencia de carácter. Y aunque á la verdad, las persecuciones del Santo Oficio pesaron sobre casi todos los hombres ilustres, perseguidos ó no, hubo, de todas suertes, en tiempo de este último príncipe, médicos y matemáticos que levantasen las ciencias; escritores satíricos que criticasen, hasta con licencia, las costumbres del Clero y de los poderosos; jurisconsultos que profesasen ideas muy libres y muy altas; canonistas que defendiesen con enérgica franqueza los derechos del Estado; pensadores, en fin, que fuera de España eran oídos con asombro en las cátedras de la orgullosa Sorbona y en las Universidades de Italia y Alemania. Andrés Laguna, Hurtado de Mendoza, Arias Montano, Melchor Cano, Garcilaso, fray Luis de León y Herrera, escribieron en aquella era, y es harto conocido tal siglo por el siglo de oro de nuestras letras, para que no pareciera ocioso el citar otros nombres. Pero la Inquisición siguió adelante, y poco á poco fué enroscándose, á manera de serpiente, en torno del pensamiento español, hasta que, debajo del imperio de los sucesores de Felipe II, estrechó su anillo tanto que lo ahogó en él y le dió muerte. Y cada vez fué creciendo el empeño en mantener guerras religiosas, y las medidas de intolerancia y de persecución fueron en aumento de tal modo, que pudieran causar, por sí solas, la total ruina.

      Los monarcas estuvieron ciegos, sobre este punto, como los pueblos: ni los unos ni los otros conocieron el precipicio adonde aquel funesto tribunal podía conducir á la Monarquía. Los Reyes Católicos habían dejado que ardiesen los tesoros de la ciencia árabe que se hallaron en la Alhambra; habían expulsado á los judíos, que tan buenos servicios prestaran á la nación, sobre todo en la guerra de Granada; habían permitido los bautismos forzosos de Cisneros, las hogueras de Lucero y el enjuiciamiento del buen arzobispo Hernando de Talavera, confesor de la Reina misma. Carlos V autorizó las mayores persecuciones contra sus continuos y amigos, tildados por el Santo Oficio. Felipe II dejó luego que se persiguiese á fray Luis de León y al grande arzobispo de Toledo fray Bartolomé Carranza, y que se atreviese la Inquisición hasta á la vida particular de los grandes y de los príncipes; dejó también que alimentasen las santas hogueras millares de sus vasallos, y dijo, tratándose de los de Flandes, aquella frase famosa: «Más quiero no tenerlos, que tenerlos herejes». Tiempos habían de venir forzosamente en que ni el Rey mismo estuviese seguro, como lo probó Carlos II en su persona y en que un millón de pobladores inteligentes y laboriosos, la flor de nuestras provincias meridionales y occidentales, tuviesen que abandonar nuestro suelo, llevándose consigo los restos de nuestra riqueza agrícola, industrial y comercial, y abriendo en el corazón de la Monarquía tan honda llaga, que apenas han podido cauterizarla dos siglos.

      No menos funesto que el fanatismo religioso fué, para la Monarquía española, el provincialismo, que es la falta de unidad civil y de unidad política. La separación y discordancia de las diversas provincias de España, se advierte en la Historia desde los primeros tiempos. Quizá la tierra misma se prestó á ello, dando á cada localidad opuesto clima y distintas producciones y poniendo entre ellas límites y fronteras naturales; quizá ayudó eficazmente al establecimiento de colonias de diversas naciones. La dominación romana impuso algo de unidad en la Península, pero la invasión de las diversas naciones septentrionales, que ocuparon diversas provincias, volvió á separar las partes mal unidas y á dar á cada provincia distintas tradiciones y leyes. No bien establecida la unidad por los godos en el reinado de Sisebuto, se perdió en D. Rodrigo la Monarquía, y los moros, que ocuparon la mayor parte, no tardaron en repartirse en muy distintas soberanías, al propio tiempo que los cristianos, que huyendo de las desdichas del Guadalete se refugiaron en las montañas, tomaban allí distintos jefes, lejos los unos de los otros, sin poder comunicarse ni entenderse en la empresa común. Y muchas dinastías y muchas leyes y muchas historias se formaron antes que el valor y la fortuna pusiesen todos aquellos estados en manos de los Reyes Católicos, menos la parte de Portugal, constituyéndose la Monarquía española.

      Pero, al entrar en ella, cada pueblo se conservó como era: con sus mismos usos, con su propio carácter, con sus leyes, con sus tradiciones diferentes y contrarias. Ni siquiera era igual la condición de todos los Estados: los había de condición más y menos noble, más y menos privilegiados; éstos, libres, y aquéllos, casi esclavos; como que la unión había ido ejecutándose por muy diversos motivos, viniendo unos pueblos voluntariamente, como pretenden los vascongados, y otros por medio de matrimonios, como Castilla y León de una parte, y, de otra, Aragón y Cataluña; tales como Valencia y Granada, que estaban pobladas de moros todavía, por fuerza de armas; tales, mitad por derecho, mitad por fuerza, como Navarra. Y no era esto sólo sino que, dentro de una misma provincia, cada población tenía un fuero y cada clase una ley. España presentaba, de esta suerte, un caos de derechos y de obligaciones, de costumbres, de privilegios y de exenciones, más fácil de concebir, que de analizar y poner en orden. Era imposible saber con cuántos hombres y con cuánto dinero pudiese contar la Monarquía; imposible enumerar sus fuerzas ni sus flaquezas; ni siquiera, en algunas ocasiones, dónde estaban sus verdaderas ventajas ni sus peligros y pérdidas. Para colmo de confusión,


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