Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
Córdoba puso á Nápoles debajo de nuestras banderas; el casamiento de Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, nos dió los Países Bajos; al cardenal Cisneros debimos algunas posesiones en África, y Carlos V redujo á su obediencia el Milanesado. Al contemplar en los mapas tantos y tan diversos países, se asombra el ánimo y no hay más que exclamaciones líricas en los labios para celebrar la grandeza de España; pero, á poco que la razón cobra su imperio, se trueca en pena el primer contento. La situación de la verdadera Monarquía, de lo que era la verdadera nación, repartida en tantos intereses y en tantos pensamientos, no podía ser más peligrosa. Y la inmensa balumba de posesiones y territorios que pesaban sobre aquella desconcertada máquina, debía hacer temer desde el principio que, no acudiendo muy eficazmente al remedio, viniesen las catástrofes que acontecieron al cabo.
Á la verdad, la falta de unidad en las diversas partes de la Península, que era lo primero que debía mirarse, parecía cosa de muy difícil remedio y muy lento. No podían alterarse en un año aquellas costumbres tan antiguas y tan diversas, aquellas leyes tan respetadas y tan contrarias. Pero era preciso emprender la obra con resolución y constancia si había de llegarse alguna vez á buen término.
Dos caminos se ofrecían. Era el uno igualar á todas las provincias en derechos políticos, transportar lo bueno y ventajoso de estas á las otras, y quitar de todas ellas los gravámenes inútiles y las cosas dañosas al común. De este modo hubieran podido formarse más tarde unas Cortes generales en España, en las cuales los brazos de Aragón y Castilla, Navarra y Andalucía y Cataluña hubieran entrado con igualdad de derechos y de influencia; y no hay duda de que aquel gran Congreso, representando la libertad general del país, habría acabado por establecer naturalmente y sin esfuerzo la unidad apetecida. Ninguna provincia perdía nada con que las demás se igualasen á ella en libertad; ninguna habría podido fundar agravios en que lo mejor y lo substancial de sus instituciones se comunicase á las otras. Harto más difícil habría sido el reunir en un solo Congreso á los brazos de todas las provincias y el ir suprimiendo las malas instituciones y remediando los errores añejos. Pero la fuerza del bien general y de la libertad de todos, tenía que ser, por fuerza, tan grande, que poco á poco habría desaparecido toda resistencia injusta y no fundada en razón ó conveniencia. La libertad de todos, representada en estas Cortes generales de la Monarquía, habría uniformado los nombres que tanta influencia suelen tener en las cosas; habría creado un lenguaje político común, y antes de mucho la legislación civil y criminal y los intereses y las aspiraciones de todos hubieran venido juntándose y fundiéndose y creándose una nación sola de tantas naciones diferentes. Teníamos, para favorecer esta empresa, la unidad religiosa que nos costaba tanto, y no habría sido difícil contar con el apoyo de la nobleza más ilustrada, de una parte, y, de otra menos disconforme en su composición y más semejante aquí y allá en derechos y en intereses, que no las municipalidades y los pueblos. Así también el régimen representativo, por el cual hemos trabajado tanto después y con tan poca fortuna, se habría encontrado por sí mismo constituído en España.
Á ninguna nación le hubiera sido más fácil que á la nuestra su ejercicio en aquella sazón, y acaso la Inglaterra misma, con su Carta magna, hubiera tenido que imitar algo en nosotros, en lugar de tanto como nosotros imitamos en ella. Había aquí ya costumbres públicas, pueblos enseñados á entender en sus intereses y grandes que no sabían ceder al trono en sus empeños; había leyes como aquella segunda del Libro de las leyes, que decía: «Doncas faciendo derecho el Rey debe haber nomne de Rey; et faciendo torto, pierde nomne de Rey. Onde los antigos dicen tal proverbio: Rey seras si fecieres derecho é si non fecieres derecho, non seras Rey»; y aquella otra del octavo Concilio Toledano: «é si alguno dellos for cruel contra sus poblos, por braveza ó por cobdicia ó por avaricia, sea escomungado»; había fueros como el de Sobrarbe, donde se establecía «que Rey ninguno no oviese poder nunquas de facer cort sin conseyllo de los ricos hombres naturales del Reyno, et ni con otro Rey ó Reina guerra et paz ni tregoa»; había antecedentes de resistencia, como aquellos de Epila y Olmedo. Y porque tales leyes y tal principio de resistencia no engendrasen, por salvar la libertad, la anarquía, teníamos un grande y general amor á la institución del trono, nunca puesta en duda, nunca y en ninguna parte combatida hasta entonces, y teníamos leyes que, así como las que arriba citamos, amonestaban á los malos reyes ordenasen al pueblo completa y total obediencia á los buenos. Ahí están las Partidas, declarando que los reyes que no fuesen tiranos y no «tornasen el Sennorío que era derecho en torticero», son «vicarios de Dios cada uno en su regno puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia.» Sentados estaban los cimientos del régimen representativo, sin que se echase alguno de menos: la libertad y el orden, la resistencia y la obediencia, antítesis de difícil resolución en una sola tesis general y fecunda, pero indispensable para que tal régimen subsista.
Bien conocemos que era mucho pedir en los reyes de entonces el que acometiesen con sinceridad y energía tal empresa. Pero si los reyes no querían procurar la unidad de la Monarquía á costa de extender las libertades y de cercenar su poderío, todavía contaban con otros medios para traer á punto la unidad deseada.
Fuera de las sendas de la libertad había otro camino por donde llegar á ella, harto contrario, aunque no de más fácil logro; y era nivelar todos los derechos, no á medida del más alto, sino á medida del más bajo; era quitarles á todos la libertad política y las exenciones civiles, y dejarlos por igual sujetos á la voluntad del soberano. Así fué como la Francia llegó al punto de unidad que siglos hace alcanza. Necesitábase para ello emplear dentro del reino las fuerzas que se emplearon fuera, y dedicar al logro de tan grande empresa toda la atención política y todo el poder de la corona. No había que transigir con uno solo de los privilegios, porque con eso desaparecía la autoridad y la fuerza de la nivelación, al propio tiempo que se interrumpía la unidad misma. Un día y otro, un año y otro empleados en esta tarea, y la ayuda de la Inquisición y las sangrías que ocasionaban á las provincias las Américas y las guerras extranjeras, habrían acabado por hacer posible semejante empresa, que con ser mala en sus fines y en sus principios, que con ser injusta, habría proporcionado algún beneficio á la Monarquía, trayéndole la unidad: mas con lo que se hizo, ni se ganó la unidad ni se excusaron tamaños males.
Hubo represión, hubo tiranía, hubo atentados contra la libertad antigua de los ciudadanos y de los pueblos, mas no se logró por eso la unidad. Hallaron los monarcas que, lo mismo en Aragón que en Castilla, cabezas de la Monarquía, los grandes y los plebeyos estaban divididos desde muy antiguo en enemistades y emulaciones. Miraban de reojo los grandes la libertad que alcanzaban las ciudades, y los ciudadanos llevaban muy á mal las exenciones y el poder de la nobleza, mayores en Aragón que en Castilla, pero en ambas partes muy grandes. Comenzaron los monarcas á excitar y aumentar aquella rivalidad, fundada en los diversos intereses de las dos clases. Primero se concedieron fueros y cartas pueblas, no con otro ánimo que con el de libertar á los pueblos de la tiranía de los grandes; después se fué aumentando el poder del brazo popular en las Cortes, hasta el punto de equilibrarse con su poder el poder del brazo noble. Acostumbráronse por tal manera los pueblos á hallar protección en el trono y á considerar como adversarios á los grandes y ricos-hombres; y éstos, despreciando la enemistad de los pueblos, redoblaron sus abusos y acrecentaron su soberbia. Declaráronse los pueblos por uno de los bandos, y los grandes por otro en las discordias que hubo en Castilla durante el siglo xv: los primeros se inclinaron á Doña Juana la Beltraneja, y los segundos, á los Reyes Católicos; aquéllos tomaron la parte de Felipe el Hermoso contra su suegro D. Fernando, y estotros sostuvieron á Don Fernando á todo trance. La muerte impensada de Felipe dió al fin la victoria al suegro, y algunos grandes de los más soberbios é independientes, de los que por sus padres y por sí propios habían hecho temblar al trono en tantas ocasiones, hubieron de emigrar á Flandes, y desde allí asistieron despechados al júbilo de sus contrarios, que, como todos los que vencen, no sabían disfrutar de la victoria sin abusar de ella. Vino Carlos de Austria á reinar, y aunque los grandes vinieron con él y se agruparon en torno suyo, no lograron reparar sus pérdidas, ni pudieron considerar la vuelta como victoria, porque el poder que nace de la fuerza y de la ocasión sin fundamento racional muy evidente, si una vez se pierde, no se recobra jamás: así ha de decirse que entonces cayó la nobleza castellana. Pero no tardaron en llegar los días de Villalar, y, peleando con todo su poder contra los pueblos, tomó de su afrenta desdichada