Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio

Historia de la decadencia de España - Cánovas del Castillo Antonio


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el ánimo de los nobles.» Ya era tarde, y el poder real, apoyado por los grandes, acabó en Castilla con las franquicias populares, lo mismo que á aquéllos los habían humillado antes con el favor del pueblo.

      Buen pago dió la corona á los grandes por tamaño servicio. Caliente estaba aún la sangre de Villalar cuando en 1539 los echó Carlos V de las Cortes de Toledo, porque se negaban á contribuir con pechos y tributos á los gastos del Estado, alegando la exención de que disfrutaban, resto injusto de la libertad antigua, y el pueblo más que nunca debió tomar aquella humillación á propio desagravio.

      Una cosa harto distinta había sucedido en Inglaterra. El rey Enrique I tuvo ya que modificar muchas leyes de Guillermo el Conquistador, hostigado por los nobles y los plebeyos coaligados. Fuése perfeccionando sin sentir tal alianza durante los reinados de Enrique II y Ricardo corazón de león, por manera que cuando Juan sin tierra abusó de las prerrogativas reales, pudo formarse contra él aquella confederación general que le obligó á firmar en Runymede la Carta de bosques y la Carta magna, principios y aún hoy día fundamentos de la Constitución inglesa.

      Como en Castilla no se pudo llegar á tal concierto, se perdieron las libertades. Mirándose aquí absolutos, puesto que no quedaba más que una vana apariencia de libertad en las Cortes, los monarcas quisieron serlo en todo y en todas partes; pero no supieron llevarlo á cabo. Cayeron los privilegios del reino de Valencia casi al mismo tiempo que los de Castilla, vencidas las facciones y bandos que allí se levantaron con nombre de germanías. Y aunque las de Aragón, mal vistas y amenazadas ya por Isabel la Católica, subsistieron más tiempo, vinieron á morir, en fin, á manos de Felipe II, legítimo sucesor y continuador de la política de aquella Reina, notándose en su perdición las mismas causas que se vieron en Castilla, y, principalmente, el propio desconcierto y división que allí hubo entre los grandes y los pueblos. Fomentó muy especialmente la antigua discordia Felipe II antes de dar el golpe que meditaba á los fueros aragoneses. Pretendían todavía los señores la absoluta, que así se llamaba el derecho de bien, y maltratar á los vasallos, y ejercitábanlo de hecho con harta dureza. Insurreccionáronse por este motivo contra el duque de Villahermosa sus vasallos los ribagorzanos, y el Rey les hizo dar todo género de ayuda, excitando más que aplacando los excesos que de una y otra parte se cometían. Lo propio aconteció con otros, y hasta llegó á proteger el Rey á algunos vasallos que, cansados de la tiranía del señor, se alzaron en armas y le dieron muerte. Así se vió que, cuando llegada la ocasión acudieron los grandes á las armas, apenas encontraron gente que viniese á servir debajo de sus banderas, y los que vinieron depositaban muy poca confianza en ellos. Las Universidades ó Municipios que regían las principales ciudades y villas grandes á manera de señorío, tuvieron más fe en las seguridades que daba el Rey que no en los reparos de la nobleza, que con harta razón no creía en ellas. Sólo Zaragoza se puso en armas, y ella sola y los nobles llevaron el castigo. Contra éstos no escasearon los suplicios, claros y manifiestos unos, encubiertos otros, é ignorados hasta nuestros días, en que se han abierto de repente los archivos que guardaban aquellos dolorosos misterios.

      No tuvieron mejor suerte que los aragoneses, ni en verdad la merecían, los moriscos ó cristianos nuevos que poblaban algunas provincias. No disfrutaban éstos de derechos políticos; pero los disfrutaban civiles de mucha cuenta y exenciones que, en lugar de atraerles afrenta, les proporcionaron mayor holgura y riqueza; como que á causa de ellos no entendieron ni en las guerras, ni en la colonización inmensa que por entonces empobrecieron y despoblaron las provincias del reino. Es indudable que aquella gente de raza enemiga, de poco firmes creencias, distinta de nosotros en usos y leyes, ofrecía muchos peligros, repartida como estaba en las costas meridionales y occidentales del reino, donde tras de no servir para defensa, brindaba con un apoyo probable, cuando no cierto, á nuestros adversarios. Así que el alejarlos de los puertos y lugares de desembarco, reemplazándolos en ellos por una población enérgica y numerosa de cristianos viejos, habría sido determinación prudente y que debió tomarse desde los principios. Mas era preciso al propio tiempo con tolerancia en las cosas pequeñas y domésticas y con rigor inflexible en las grandes y que tocasen á la seguridad del Estado, ir dando tiempo á que nuestras costumbres fuesen las suyas y suyo de corazón nuestro culto, como ya lo era el habla. Así había acontecido sin afán y estrépito en otras provincias del reino que habían ocupado también los moros, y donde ya en el siglo xvi apenas podía hallarse rastro de ellos. No se hizo esto; antes con prohibiciones impertinentes y odiosos mandatos contra sus costumbres y usos domésticos, se provocó aquella rebelión de los Alpujarras que tanta sangre costó y tantas pérdidas, dejando en el corazón de los vencidos la saña que á tales extremos obligó en adelante. Y al propio tiempo que así se obraba en Castilla, en Aragón y en contra de los moriscos, dejábanse intactos los fueros de Cataluña, Portugal, Navarra y las Provincias Vascongadas, no menos contrarios y enemigos de la unidad nacional que los que con tanto empeño se habían suprimido. No había allí, ciertamente, las mismas causas que en Aragón y Castilla para que la libertad se perdiese. Vióse siempre en las Provincias Vascongadas la gente noble de la parte misma que la plebeya; porque ni tuvo aquélla privilegios odiosos, ni ésta pudo acopiar agravios, por consiguiente; y en Cataluña y Navarra, donde había también harta desigualdad de condiciones, mostráronse todos unidos, grandes y pequeños, para la defensa de los fueros. Pero ya que la obra estaba comenzada, ya que en otras partes no los había, era flaqueza ó error grave el dejarlos allí imperar y echando cada día más profundas raíces, porque eso mataba la unidad pretendida y dejaba la llaga del provincialismo ó fuerismo, tanto más exclusiva y privilegiada, cuanto más profunda y peligrosa en el corazón de la Monarquía. Sobre todo, fué notable lo de Portugal. Esta provincia, que por ser tan importante y por tener menos vínculos con la Monarquía que ninguna otra, á causa de su larga separación y de su unión tan inmediata, exigía más robustez que ninguna en la administración y más fuerza en la autoridad, conservó después de la conquista todas sus franquicias, aun aquéllas que claramente favorecían su emancipación, como se vió por desdicha más tarde. Y desde luego se advirtió, tanto en Portugal como en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas, que fueron las provincias donde se toleraron las antiguas franquicias, una cosa, para ellas de provecho y honra, fatal para la unidad del Estado, que fué que al calor de la libertad se conservó más entero y más firme el carácter individual que en las demás partes de España. No tuvo medios para hacerse tan eficaz la represión religiosa, ni dejaron nunca los ciudadanos de pensar y de discurrir para atender á los intereses públicos, que en mucha parte les estaban confiados; y así se hallaron todavía fuertes y enérgicos cuando los castellanos y aragoneses habían caído ya de su antigua firmeza. Error de aquellos tiempos que también tuvo influjo en las revueltas posteriores. Todavía en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas se nota cierta superioridad de carácter sobre el resto de España, producto de la desigualdad de condiciones que entonces alcanzaron.

      Comparando cosas tan contrarias y tan diversos modos de conducta, llégase á dudar si el pensamiento de la unidad nacional tuvo cabida en el ánimo de los grandes reyes del siglo de oro de nuestra política. Diríase que obraron al azar y á medida del capricho momentáneo ó de las necesidades del día. Pero lo más probable es que cuando el pensamiento de la unidad estuviese en todos ellos, y principalmente en Felipe II, distraídos con las empresas lejanas y las guerras extranjeras, no acertaron á obrar con el concierto y la constancia que tamaño intento requería. Fué que se dieron treguas á Cataluña y Portugal y las demás provincias para que conservasen sus fueros, mientras venía la ocasión oportuna de igualarlas con Aragón y Castilla. Y en esto precisamente hallamos nueva falta, porque no había ningún interés que debiera preferirse al de la unidad, ninguna cosa que debiera hacerse antes á costa de dejarla á ella para después.

      No era menos dificultoso, ni fué cosa en que se cometieron menos errores, el conservar las inmensas posesiones que tenía España fuera de la Península, principalmente en Europa. Natural era que se quisiera conservar el gran dominio adquirido, porque eso aconsejaban la razón política y el sentido común, enemigos ambos de las exageraciones filantrópicas de nuestra Edad. Mas por lo mismo, para conservar tan gran dominio era preciso saber preferir unos territorios á otros, unos esenciales, otros accidentales: éstos, que redondeaban y afirmaban la Monarquía; aquéllos, en que sólo podía hallar efímera gloria. Aún convenía abandonar Estados que hubiesen


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