Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio

Historia de la decadencia de España - Cánovas del Castillo Antonio


Скачать книгу
y faltas más ó menos grandes, pero comunes y reparables al cabo, para explicar la ruina de las naciones, como si con aquéllas y con éstas no hubiesen coincidido las antiguas prosperidades, ó se encontrase gobierno antiguo ó nuevo que no haya caído en tamaños desvaríos por glorioso y feliz que lo muestre el éxito de sus empresas. Por eso ha habido quien achaque á Felipe II nuestra decadencia, cuando más bien reforzó los resortes y acrecentó las fuentes del poderío de España. No sean parte sus faltas como hombre para negarle las prendas de Rey, que por desgracia no aparecen reñidas como debieran estas cosas en el sombrío campo de la historia. Y líbrenos Dios de disculpar las faltas ni de creerlas menores porque las cometan los reyes, antes las tendremos siempre por más grandes. Pero hay afectación ó ignorancia en las modernas escuelas, que, dadas á explicar faltas ó crímenes políticos y á inquirir las razones filosóficas con que se cometieron, cierran los ojos de espanto, y otra cosa no ven ni examinan en los de Felipe II que no sea su ejecución. En verdad que nosotros hemos sentido el llanto en los ojos al leer, pasados tres siglos, la relación del tormento de Diego de Heredia, el noble campeón de los fueros aragoneses; mas no hemos probado mayor dureza en el alma al repasar con la memoria el triste fin de los Girondinos en Francia; y es que las grandes ideas, haciéndose absolutas y exclusivas dentro del limitado entendimiento del hombre, traen consigo la intolerancia, la cual engendra el crimen en todos los tiempos, y es digna siempre de igual dolor y censura. Tales escritores se hallan, sin embargo, que, ó bien legitiman ó bien disculpan los cadalsos innumerables levantados en 1793, al paso que no hay anatema que no fulminen contra las crueldades de la represión religiosa y política del siglo xvi. Representante fué de ésta y encarnación de sus ideas y sentimientos Felipe II. Y cierto que si se mira lo que hizo aquel Monarca, por odioso que parezca á las veces, todavía no puede tomarse por mejor ni más preferible lo que hicieron los filósofos revolucionarios del siglo xviii, ni siquiera lo que á los mismos intentos religiosos y políticos que él, ejecutó en Inglaterra la sanguinaria y deshonesta Isabel y en Francia el déspota y disoluto Luis XIV. Absurdo parecerá á algunos; pero no vacilamos en sostener que Felipe II, así por la austeridad inflexible que empleaba consigo propio á la par que con los demás, como por el sacrificio continuo del sentimiento á la idea, de la pasión al deber, que se advierte en toda su vida, tiene más semejanza que con estos príncipes, con el primer Bruto que condenó á muerte á sus hijos, y con aquel otro famoso que hirió en César á su padre. Porque en Felipe, como en los héroes romanos, el pensamiento y la creencia eran todo; nada los sentimientos y pasiones dulces del alma; y tal era la causa de sus rigores.

      No se han contentado, sin embargo, con encarecer su crueldad sus enemigos, y ha habido aún quien de ineptitud le censure. Niegan el sol y contradicen la evidencia los que ponen en duda la profunda comprensión y sagacidad y prudencia del que llamaron los extranjeros demonio del mediodía. Afortunado en unas empresas, infeliz en otras, como todos los reyes de la tierra, ambicioso como sus antecesores y como todos los que sienten en sí poder para adquirir y gozar aún más de lo que tienen y gozan, fanático en materias religiosas como lo fué su padre y su abuelo y lo fueron sus nietos, no desconoció, sin embargo, los flacos de la Monarquía, ni despreció su cansancio cuando llegó á advertirlo, que son las cosas porque más se le censura. Y de aquel hombre, que sabía cambiar de conducta y modificar sus instintos á medida de la conveniencia como ningún otro, puede creerse fundadamente que, á reinar en lugar de Felipe III, no habría acometido empresas grandes, ni habría suscitado guerras, ni habría hecho más que dar reposo al Estado y recoger sus esparcidas fuerzas. No sólo la paz de Vervins, donde cedió sin ser vencido, lo persuade; sino que la cesión que hizo de los estados de Flandes en favor de su hija, casada con el príncipe Alberto, erigiéndoles bajo su protección en estados independientes, lo pone en entera evidencia. Aplicó á la Hacienda, á la Marina, al Ejército toda la atención que más tarde han puesto en ello las demás naciones, comprendiendo que en esto se cifra el poder del Estado. Y no fué culpa suya el que su Marina no se enseñorease de los mares, asegurándonos el comercio del mundo y la explotación de las minas de América; ni lo fué tanto como se supone el que la Hacienda no quedase en próspera situación, dado que no la alcanzó mejor en tiempo de sus antecesores. Aún el fanatismo religioso no le impidió á Felipe cumplir con sus obligaciones de príncipe, acudiendo en armas á Roma, cuando fué necesario, y manteniendo, si humilde y respetuoso en las palabras, duro é inflexible en las obras, los derechos de su potestad. Y ello es que si su hijo y sus nietos hubieran estudiado en paz y en guerra sus lecciones, jamás Rocroy hubiera sido tumba de nuestras banderas; jamás los protocolos de Nimega habrían afrentado á nuestra diplomacia; jamás los embajadores de Luis XIV habrían ido en corte extranjera delante de los de España.

      La providencia dispuso otra cosa, y el cansancio de la nación se convirtió en lenta y total ruina. Supieron los sucesores de Felipe II lo que él había hecho en sus tiempos, y no lo que hubiera hecho en tales ocasiones como ellos se encontraron. No alcanzó su sagacidad á descifrar las miras políticas del rey prudente, y en lugar de imitar sus obras y seguir sus pensamientos, como acaso pretendían, dieron al traste con todos sus pensamientos y con todas sus obras. Entonces, los gérmenes de destrucción, contenidos ó modificados por Fernando el Católico, por Carlos V y por Felipe II, comenzaron á desenvolverse libremente en el seno de la Monarquía, y emponzoñaron sus venas, y secaron su pensamiento, y aniquilaron sus fuerzas. Y es indudable que si los Reyes Católicos hubieran tenido los sucesores que tuvo Felipe II, habría durado un siglo menos la prosperidad de España, y no habría sido jamás lo que llegó á ser en la tierra.

      Mas tiempo es de que hablemos de los gérmenes de corrupción que desde los principios trajese en sí la Monarquía, puesto que su desenvolvimiento lento y progresivo es precisamente la decadencia que nos toca relatar. Ya que no pretendamos decirlo todo y explicar una por una las causas que pudieran influir en los males de España durante aquella aciaga época, ayudando á quitar de sus brazos la fuerza y el acierto de sus pensamientos y empresas, trataremos de las principales, de las más poderosas, de las que en sí pueden comprender y encerrar á las otras.

      Los más de nuestros historiadores han hablado de la exageración del principio religioso en España con escaso juicio. Hija legítima era de nuestra patria semejante exageración, si ya no es que digamos que fué su madre. Ni podía ser de otra suerte. Una nación que peleó ochocientos años contra hombres que profesaban distinta creencia, que llevaba la cruz en todas sus banderas y miraba á la religión hermanada con todas sus glorias; cuyo grito de guerra era un grito religioso; cuyos soldados estaban hechos á ganar indulgencias en las batallas; á obtener absolución de sus culpas muriendo en el campo; á sentir en su ayuda espadas de santos; cuyos obispos y sacerdotes eran guerreros; cuyos príncipes y princesas solían ser monjes, tenía necesariamente que colocar sobre todos los intereses el interés de la cristiandad, y anteponer la idea mística á toda idea política ó literaria. Y esa nación misma, acostumbrada á defender su fe con las armas y á imponer con la fuerza á los vencidos; acostumbrada á mirar en los infieles á su Dios enemigos eternos, cuya muerte era no sólo lícita, sino loable, y cuya vida era afrenta suya cuando no pecado, tenía que ser intolerante hasta el extremo de constituir la Inquisición, y hasta el punto de entrometerse en todas las guerras religiosas del mundo. Á la verdad, tanto ha podido decirse que los reyes de España eran esclavos del fanatismo de sus súbditos, como que éstos lo fuesen de la piedad exagerada de sus monarcas, que es la opinión vulgar. Y ahora cúlpese cuanto se quiera aquel fanatismo religioso por el cual hubo España, y sin el cual no la habría; cúlpese el fanatismo que guió á los guerreros cristianos desde la cueva de Covadonga y el monte Pano hasta las puertas de la Alhambra; cúlpese á nuestra nación por lo que era, por lo que debía ser, por lo que el tiempo y los sucesos mandaban que fuese.

      Bien sabemos que en pocas naciones se había hablado y escrito con tanta libertad y dureza sobre los desórdenes de la Iglesia como en España en el siglo xvi. Famosas son, entre otras, las obras del arcipreste de Hita, de Juan de Padilla y de Bartolomé de Torres Naharro, á quienes no empescieron los hábitos sacerdotales para fulminar tremendos cargos contra los clérigos y contra la misma corte de Roma. Mas nunca estas censuras llegaron á lo sagrado del dogma y de la creencia, y en el reinado de los Reyes Católicos y de sus sucesores, bien pudo decirse que era España la nación donde más sólidos fundamentos tuviesen las prácticas y las doctrinas de la Iglesia. Ni faltaron quejas y clamores contra la Inquisición y aun contra


Скачать книгу