Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio

Historia de la decadencia de España - Cánovas del Castillo Antonio


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con ejército de más de quince mil hombres sanos y bien dispuestos, cayeron sobre Groll para recobrarla; pero el marqués Spínola, reuniendo las fuerzas que pudo de entre la gente no amotinada, fué sobre ellos y les obligó á alzar el cerco. Dió fin la campaña con la sorpresa que lograron los enemigos en la plaza de Erquelens, saqueándola y destruyéndola por no acertar á conservarla. Vióse claramente á pesar de los temporales que estorbaron la ejecución del plan trazado por nuestro general, que hubiéramos logrado nosotros no poca ventaja, á no sobrevenir aquel nuevo motín que excedió ya á todos los conocidos, y fué el último que hubiese en los Estados; porque irritado á lo sumo el Archiduque, y convencido de que con perdonar á los culpables y conservarlos debajo de sus banderas, después de pagados y satisfechos, no hacía más que abrir la puerta á nuevas y más duras señales de indisciplina, determinó tratar á éstos con ejemplar rigor. Pagóles cuanto se les debía, que importó más de cuatrocientos mil escudos, y en seguida publicó un bando señalándoles veinticuatro horas para dejar los Estados, desterrándolos de ellos perpetuamente y de todos los dominios de España bajo pena de la vida. Fueron muchos los que la perdieron, porque siendo naturales del país costábales trabajo abandonarlo. Los demás se derramaron por las provincias vecinas.

      Mas en tanto los holandeses se mostraban ya cansados y abatidos con la ventaja que por todas partes le llevaban los nuestros, y soportaban mal el gran peso de la guerra. Á la verdad sus escuadras habían sido más afortunadas que sus ejércitos en las últimas campañas. Una de ellas, mandada por el almirante Heemskirck, logró destruir, aunque con muerte de éste y mucha pérdida, en las aguas de Gibraltar, la que don Juan Álvarez Dávila mandaba por nuestra parte, compuesta de veintiún bajeles; y en las costas de Flandes y en las Indias Occidentales alcanzaron otras ventajas, apoderándose de las Molucas. Pero, sin embargo, sus marinos fueron derrotados delante de Malaca por don Alfonso Martín de Castro, Virrey de Goa, y su general Pedro Blens fué rechazado en el ataque de Mozambique y en otro que intentó al volver á Europa contra el fuerte de la Mina, donde fué muerto con muchos de los suyos. Poco antes D. Luis Fajardo quemó diez y nueve naves que llevaban su bandera en las salinas del Arroyo, y las Molucas fueron también reconquistadas. De todas suertes bien conocían ellos que no compensaban sus triunfos marítimos la esterilidad de las campañas de tierra.

      Aprovechóse el Archiduque de esta disposición de ánimo de los enemigos para entablar preliminares de paz ó treguas. Dieron oídos los Estados de Holanda á tales pláticas, y al fin se consiguió ajustar una suspensión de armas primero, y luego una tregua por doce años (1699), ya que no fué posible venir á tratos de duraderas y definitivas paces. En ellas reconoció España á la Holanda como potencia independiente; cosa que se procuró excusar con largas trazas, mas no fué posible. De esta manera pudo darse por terminado lo principal de aquel empeño. Reconocíase ya como imposible el sujetar de nuevo á nuestro dominio aquellas provincias; cosa que bien pudiera estar averiguada de mucho antes, dada la obstinación de los naturales, alimentada por las preocupaciones religiosas y los auxilios constantes que de ingleses, franceses y alemanes recibían, la multitud de plazas fuertes, la disposición del terreno cortado por grandes ríos, por diques, por canales y obstáculos de todo género, y la penuria de nuestra Hacienda, que privaba á los ejércitos de las cosas más indispensables para la guerra; provocando al propio tiempo frecuentes motines, principalmente entre la gente extranjera y advenediza, sin honor y sin patria, que defendían por dinero nuestra causa. Pero la fama de nuestras armas quedó ilesa, y todavía para mirada con pavor en el mundo. Sólo que con la larga y sangrienta guerra se iban agotando los capitanes viejos y los soldados veteranos, y extinguiéndose con ellos el espíritu de la gloria antigua y la experiencia tan costosamente adquirida; falta que no remediada á tiempo, debía contribuir muy principalmente á nuestras futuras desgracias.

      Vióse con ocasión de estas treguas cuál fuese el espíritu de nuestra nación todavía, porque no hubo alguno de los hechos escandalosos del duque de Lerma, que levantase tantas murmuraciones en España como el haberlas aconsejado y aceptado. Aquellas negociaciones, que pueden mirarse como la obra más loable de su ministerio, fueron miradas con disgusto por el Rey, que llevaba á mal que con tan grandes herejes se hiciese trato alguno, y más aún por los pueblos, que sobre alegar la propia causa de descontento, temían que con vernos ceder á la fortuna parte de nuestras pretensiones, se entibiase el miedo de nuestro nombre en el mundo.

      Algo pudieron consolarse el Monarca y los súbditos de no haber sujetado á los holandeses herejes con los triunfos obtenidos durante aquel período contra otros enemigos de Dios. La guerra contra los berberiscos y turcos se continuó con mucho empeño, peleando con gloria en todas partes. Derrotó D. Nuño de Mendoza, Gobernador de Tánger y Arcila, á los moros que iban á sitiar sus plazas. El marqués de Santa Cruz apresó con sus navíos muchas embarcaciones turcas en el Archipiélago, y entró y dió á saco las islas de Longo, Patmos, Zante, Durazzo y otras circunvecinas. También el marqués de Villafranca, D. Pedro de Toledo, tomó once bajeles de corsarios turcos en el Archipiélago. Pero quien ganó más gloria fué D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz con doce navíos, y después de apoderarse de uno muy rico de los moros, llegó á la goleta de Túnez, destruyó muchos bajeles turcos que estaban al abrigo de aquella fortaleza, cogió mucho botín y ocasionó en la costa grandes daños.

      En tanto en Asia, D. Felipe Brito, Gobernador de Siriam, deshizo las naves del Sultán ó régulo de Astracán y se apoderó del reino de Pegú, tomando por allí una extensión nuestros dominios verdaderamente inmensa, y además en América sostuvimos larga y al fin afortunada guerra contra los araucanos, tribu valentísima del reino de Chile, levantada en contra de nuestra dominación. Fué el caudillo de ellos el famoso Caupolican; y al principio vencieron algunas batallas, haciendo gran destrozo en los nuestros, hasta que fué allá el marqués de Cañete, y con muerte de los más redujo á los que quedaron á la esclavitud y puso paz en aquellas apartadas provincias. Cantó esta guerra, como es sabido, con más color de historia que de poema don Alonso de Ercilla.

      LIBRO SEGUNDO

SUMARIO

      De 1610 á 1621. – Expulsión de los moriscos, sus principios y sus fines. – Guerra contra los infieles. – Francia: proyectos y muerte de Enrique IV. – Alemania: campaña de Spínola en el país de Julliers. – Italia: humillación del duque de Saboya, tramas de éste y de Venecia, sucesión del Monferrato, guerra con Saboya, batalla de Asti, Oneglia, tratado de Asti, batalla de Apertola, sitio de Vercelli, derrota de D. Sancho de Luna, Lesdiguières y el marqués de Villafranca, el duque de Osuna y el marqués de Bedmar, empresas de Osuna, los Uscoques, Venecia, combate naval en Gravosa, paz de Pavía, falsa conjuración y desgracia de Osuna. – España: últimos años de la privanza de Lerma, Calderón, Uceda, el P. Aliaga, el conde de Lemus, D. Francisco de Borja, caída del privado. – Guerra marítima: principio de la guerra de los treinta años, batalla de Praga. – Muerte de Felipe III. – Estado en que dejó la Monarquía.

      Las treguas con Holanda, vituperadas ó alabadas, ofrecieron al fin á España el descanso de que tanta necesidad tenía: grande ocasión para aprovecharla en aliviar la Hacienda pública, y en comenzar la obra de reparación y regeneración indispensable, si había de contenerse la decadencia del reino. No se emplearon en esto ciertamente los días de tregua. El duque de Lerma continuaba por entonces disfrutando sin contradicción del favor regio, y aumentaba su fausto y crecían para sostenerlo sus cohechos. Daba soberbios banquetes, y celebraba en fiestas públicas costosísimas los sucesos alegres de su familia, ni más ni menos que se suelen celebrar los de las familias reales. El Rey seguía orando, y él trabajando, sin saberlo acaso, por impericia ó ambición en la ruina total del país. Ayudábale aquel don Rodrigo Calderón, su privado; hombre de no escaso talento y astucia, pero más fastuoso y codicioso aun que él, y que más adelante mostró peores mañas y cualidades. Este, que era su confidente y consejero, ha de ser mirado en todo como su cómplice.

      Fué poco después de las treguas cuando se verificó el suceso más desgraciado que hubiera presenciado España en muchos siglos. Corría aún el año de 1609, y oíase gran rumor de armas en la Península, que parecía desusado por la ocasión, puesto que no se hallaba enemigo en nuestras fronteras. Carlos Doria, duque de Tursis, y el marqués de Santa Cruz, nieto el uno del famoso Andrea, hijo el otro del grande Almirante de Felipe II, y Villafranca, Fajardo y D.


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