La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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esclamó con terror la dama.

      – ¡Oh! ¡mi amor y tu hermosura! ¡Dios misericordioso! ¿y cómo podia esperar yo tanta felicidad?

      – ¿Qué dice este hombre? esclamó en el colmo de su terror la dama.

      – ¡La luna! ¡héla allí, llena y resplandeciente que se presenta en toda la plenitud de su belleza, para alumbrar á mis amores, para brillar una vez sobre mis lágrimas de alegría, como ha brillado tantas otras sobre mis lágrimas desesperadas!

      – ¡Ah! ¡has cambiado de voz, fingías el acento! ¡yo… yo recuerdo tu acento!.. ¿quién eres? esclamó trémula la dama.

      – ¿Te has engalanado para deslumbrar con tu hermosura al rey Nazar, no es verdad, luz de mis ojos? dijo el rey.

      – ¡Quién eres! dijo la dama con doble ansiedad.

      – Y el rey Nazar sentiria romperse su corazon de gozo, de felicidad, aunque solo te hubieras presentado ante él, con tu hermosa crencha negra suelta, y suelta tu túnica de luto, alma de mi vida, mi infortunada, mi hermosa, mi sultana, Leila-Radhyah.

      La dama dió un grito de sorpresa, de angustia, de ansiedad, y arrancó la toca de sobre el semblante del rey en que reflejó de lleno la luz de la luna.

      – ¡Ah!.. ¡ah!.. ¡Dios poderoso!.. ¡Nazar!

      Esclamó y se desmayó entre los brazos del rey.

      Encontrábanse junto á una fuente á la entrada de una espesura de avellanos, en una meseta de la montaña; veian desde allí á lo lejos el Albaicin y la parte de la Colina Roja donde se alzaba el pequeñito alcázar habitado por Bekralbayda.

      El rey Nazar llevó á Leila-Radhyah, á la única muger á quien habia amado, á la que habia llorado muerta, á la que habia cambiado su nombre por el de Maga de las humbrías, al lado de la fuente y la roció el rostro con agua.

      Pero Leila-Radhyah no volvia en sí; gemia como si demasiado comprimido su corazon estuviese próximo á romperse.

      El rey estaba aterrado y redoblaba sus esfuerzos para hacerla volver en sí; al fin, Leila-Radhyah abrió los ojos, se incorporó entre los brazos del rey Nazar, le miró faz á faz, y se pasó las manos por la frente como si hubiese pretendido volver en sí de un sueño.

      Luego esclamó con un acento profundamente conmovido, ardiente, enamorado, loco:

      – ¡Oh! ¡señor, señor! ¡es él! ¡es él! ¡mi Nazar!

      Y se arrojó á su cuello, le retuvo en sus brazos, y rompió á llorar; pero en un llanto de alegría.

      – ¡Oh! esclamaba entre sus lágrimas con un acento indefinible, de amor y de alegría, ¡me ha creido muerta y no me ha olvidado!

      – Yo ví sangre en tu retrete, contestó el rey Nazar.

      – ¡Oh! sí, dijo Leila-Radhyah: fué una noche horrible… horrible… mira rey mio, señor de mi alma: mira.

      Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.

      – ¡Oh! ¡qué horror!.. y… ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey…

      – ¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.

      – ¡Wadah! murmuró el rey.

      – ¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..

      – ¡Oh! ¡no!

      – Para impedir un nuevo crímen.

      – ¡Un nuevo crímen!

      – Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.

      El rey se alzó pálido, terrible.

      – ¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.

      – ¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.

      – ¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.

      – ¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.

      – ¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!

      – ¿De qué buho hablas?

      – De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.

      – Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.

      – Ese buho me predice una desgracia horrible.

      – Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.

      – ¿Pero esta horrible traicion?..

      – ¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?

      – No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela…

      – Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.

      – ¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?

      – Yshac-el-Rumi.

      – ¡Yshac-el-Rumi!..

      – Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.

      – Sí, sí, vamos, dijo el rey.

      Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.

      III

      DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS

      Arrojaba la luna su blanca luz sobre la Colina Roja.

      Solo se veian los paredones en construccion, los andamios, el Mirador de la sultana, que se levantaba silencioso al norte, y los guardas que vagaban entre las obras, cantando para no dormirse.

      En el vestíbulo del Mirador de la sultana, apoyado en una columna, se veia un moro envuelto en un alquicel blanco.

      Aquel hombre esperaba sin duda, porque miraba de tiempo en tiempo con impaciencia á la desembocadura de un callejon formado por dos trozos de muralla en construccion.

      Al cabo aquella sombra blanca se afirmó sobre los piés, y salió al encuentro de dos sombras que desembocaban por el callejon.

      Era la una una muger; la otra un hombre.

      Al salir el que esperaba al encuentro de los dos que venian, retrocedió.

      – Tú no eres el alcaide, dijo al hombre.

      – Yo soy el rey, dijo Al-Hhamar con voz tonante.

      – ¡El rey! esclamó el que les habia salido al encuentro.

      – Y se inclinó profundamente.

      – Levántate y llévame á donde llevarias á esta dama si la hubiera traido el alcaide.

      – ¡Señor! murmuró aterrado el moro.

      – Levántate y guia, añadió con acento de amenaza el rey.

      El moro se levantó, se encaminó al vestíbulo, torció á la derecha, abrió un pequeño postigo y entró por él.

      – Esto está oscuro, dijo el rey.

      – Así me han mandado tenerlo, señor.

      – Busca


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