La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
son tus decretos! ¡por cuán torcidos caminos llevas al hombre de la mano!
Y el rey se sentó en el lecho y quedó meditando profundamente en la estraña aventura en que se encontraba empeñado.
Pasó un largo rato: al cabo oyó el rey el paso de una muger acompañado del crugir de una túnica de seda; abrióse al fin la puerta y apareció la Dama blanca, ó mas bien una hurí descendida del paraiso.
El rey se puso de pié de una manera involuntaria, y dió un paso hácia la dama como si le hubiera atraido su hermosura.
Porque la Dama blanca se habia transformado: es verdad que su semblante y su cuello y sus hombros aparecian un tanto enflaquecidos, sumamente pálido su semblante, estraordinariamente melancólicos sus ojos, pero esto aumentaba su hermosura, dándola el encanto del sufrimiento.
Y luego su peinado, y sus joyas y sus magníficas vestiduras…
Las anchas y largas trenzas de sus cabellos, brillantes por sí mismos, aumentado su brillo por las piedras preciosas que los salpicaban, estaban entrelazadas alrededor de una riquísima diadema de sultana: pendia de su cuello un ancho collar de rosetones de diamantes y perlas; cubria apenas su seno la parte superior de una túnica finísima de lino bordado con plata; sobre esta túnica llevaba otra de seda verde, recamada de bordaduras de oro, ancha, flotante, larga hasta tocar el pavimento, cayendo sobre él en una magnífica plegadura; sobre esta túnica tenia otra larga, solo hasta las rodillas, de brocado blanco, con bordaduras de aljófar, ciñéndose sobre la redonda y esbelta cintura de la dama, por un joyel de pedrería y cerrándose sobre el pecho con herretes de esmeraldas; por último, un caftan ó sobretodo que no pasaba de las rodillas, de anchas mangas perdidas de seda roja cubierta de arabescos negros, dos magníficas ajorcas ó brazaletes de pedrería, y unas ricas y deslumbrantes arracadas completaban el atavío y el prendido de la Dama blanca, transformada por su maravilloso traje en sultana.
– Estoy pronta, dijo la dama tomando de sobre un divan un ancho albornoz de lana blanca y cubriéndose con él enteramente hasta el punto de que solo se veia bajo él la orla de la rozagante túnica verde: estoy pronta y te sigo.
– Sácame antes de aquí, dijo el rey Nazar, cuya voz se mostraba á cada momento mas conmovida.
– Ven conmigo, dijo la dama.
La dama tomó la lámpara, atravesó, precediendo al rey Nazar, algunas habitaciones, subió por unas escaleras, y en fin, por los mismos lugares por donde habia conducido en otra ocasion al príncipe Mohammet, salió al aire libre, atravesó una calle de árboles, llegó á una cerca, abrió un postigo, salió con el rey, cerró el postigo, y dijo:
– Estamos en el campo: cúmpleme tu promesa.
– ¿Qué te ha dicho que yo he prometido Yshac-el-Rumi?
– Me ha dicho, contestó con una estrañeza recelosa la dama, que tú me llevarias al alcázar que ha construido el rey para Bekralbayda.
– Cumpliré mi promesa, dijo el rey, pero ásete á mi brazo, sultana: la noche está oscura.
– Pero pronto saldrá la luna, dijo la dama, y es necesario aprovechar la oscuridad.
Y se asió al brazo del rey.
– ¿Por qué me has llamado sultana? dijo la dama.
– ¿Por qué?.. porque puedes y debes ser la sultana de la hermosura.
– Conócese, dijo con alguna severidad la dama, que estás acostumbrado á adular á las esclavas de tu señor.
– En alabarte no hay adulacion: el lenguaje de los hombres no puede ponderar tu hermosura.
– ¿Eres tú el alcaide de los eunucos del rey Nazar? dijo creciendo en recelo la dama.
– Sí, contestó el rey sin vacilar.
– ¡Es estraño! murmuró ella.
Y guardó silencio.
– ¿Dónde me llevas? dijo al fin: paréceme que nos alejamos en direccion opuesta á la Colina Roja, donde el rey Nazar ha construido ese alcázar donde enamora á Bekralbayda.
– Voy á ganar la espesura por cima de los cármenes, dijo el rey, toda precaucion es poca.
– Pero este terreno es muy áspero.
– Apóyate bien en mi brazo, sultana, y si no bastare, yo te llevaré sobre mis hombros.
– ¡Oh! ¡no! ¡sigamos! ¡anhelo llegar!
– ¡Anhelas llegar! ¿puede un esclavo atreverse á preguntarte?
– ¿Acostumbran los esclavos del rey á entrometerse en los secretos de su señor, ó es que no basta el oro que te se ha dado y necesitas mas para ser respetuoso?
– ¡Oh Dios misericordioso! ¡perdona si te he ofendido, sultana!
La dama siguió andando y no contestó.
– Dime, dijo al cabo de un breve espacio de silencio: ¿el rey ama á Bekralbayda?
– No.
– ¡Que no la ama!
– El rey no puede amar á la que destina por esposa á su hijo el príncipe Mohammet.
– ¡Ah! ¿te ha dicho eso el rey?
– El rey me favorece con su confianza.
– ¡Pero… si el rey enamora á Bekralbayda!
– El rey solo ha querido probar si Bekralbayda es digna de ser esposa de su hijo, y la ha finjido amores, y la ha prometido tesoros. Bekralbayda aunque ignora que el rey sabe sus amores con el príncipe, ha resistido á todas las tentaciones. ¡Oh! ¡sí! ¡es digna de ser sultana, y lo será!
Guardó de nuevo silencio la dama.
– ¿A quién ama el rey Nazar? dijo.
– A una muger por quien llora hace diez y siete años.
– Mientes; mas de diez y siete años hace que el rey Nazar hizo su esposa á la sultana Wadah: la adoraba; ha tenido de ella…
– Ha tenido de ella un hijo, y ese hijo tiene ya veinte años. Hace diez y siete que la sultana Wadah está loca, y que el rey llora á sus solas, cuando nadie puede burlarse de su llanto, por una muger.
– Pero se consuela con las esclavas de su harem.
– El rey Nazar tiene harem porque es rey; pero jamás pasa sus puertas: el rey Nazar tiene el alma cubierta de luto.
– ¿Por la muger que le arrebataron hace diez y siete años? dijo alentando apenas la dama.
– El rey encontró sangre en el retrete de la luz de sus ojos, del alma de su alma, de su adorada Leila-Radhyah; pero su alma habia desaparecido: el rey lloró y llora: el rey daria su grandeza y su vida por volverla la existencia.
La dama no contestó una sola palabra.
– ¿Dónde me llevas? dijo con cuidado la dama viendo que el rey se alejaba cada vez mas: la luna empieza á salir.
– Allí hay un bosquecillo de avellanos, contestó el rey; necesito hablarte donde nadie nos pueda oir.
– ¡Ah! ¿necesitas hablarme? ¿pues qué, hay alguna dificultad para lo que deseo?
– Tal vez.
– ¿Por qué tiemblas?
– ¡Ah! ¿y quién no temblará á tu lado, asido á tu brazo, reina del amor?
– ¿Qué esto? dijo la dama con terror y con orgullo, ¡tú no puedes ser el enviado de Yshac-el-Rumi!
– ¡Oh! ¡la luna sale! ¡espera, espera á que descubra enteramente su disco y te contestaré!
– No daré ni un paso mas, dijo con terror y con cólera la dama, ¿quién eres? tú no eres el alcaide de los eunucos, ó si lo eres, eres un miserable, un traidor.
– ¡Oh! ¡la luna! ¡la luna!
– ¡Vuélveme,