La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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brillando en las aguas, no oí mas que al ruiseñor cantando entre los cipreses.

      Al fin, esta noche cuando ya desesperado llamé á la doncella blanca, un buho revoló alrededor de mi cabeza, me aterré, pretendí matarle, el buho se lanzó en la casita blanca, y mi flecha como te he dicho entró tras él.

      Luego esta misma flecha cayó á mis pies trayendo entre sus plumas esta gacela que me envia á tí.

      Y el príncipe sacó de entre su faja el pergamino, y le mostró á la dama.

      – ¿Y á pesar de que el buho anunciador de desdichas á tu familia ha revolado alrededor de tu cabeza, quieres ver á Bekralbayda?

      – ¡Oh! ¿aunque me costase la salvacion de mi alma? esclamó el jóven juntando los manos.

      – ¡Tú la amas!

      – Como el arroyo al rio, como el rio al mar, como las flores á los céfiros, como el dia al sol.

      – Príncipe, dijo solemnemente la dama: pues lo quieres, ven.

      Y tomó la lámpara que habia dejado en el nicho, y salió de la cámara guiando al jóven.

      IV

      BEKRALBAYDA

      Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles.

      La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro.

      Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna.

      Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario.

      Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando.

      Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor.

      La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento.

      Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada.

      Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura.

      – ¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama.

      – Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama.

      – ¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir.

      Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido.

      Estaba solo.

      Delante de él, inmóvil, blanca, bajo el rayo de la luna, permanecia Bekralbayda.

      El ruiseñor cantaba: el arroyo murmuraba; el viento agitaba levemente el follage.

      El príncipe adelantó hácia Bekralbayda, dudando de sus ojos, de su razon; creyéndose entregado á un sueño.

      Sin embargo, aquel no era sueño.

      Llegó al fin junto á ella.

      La jóven estaba al lado de una fuente.

      Tenia la cabeza baja, la vista fija en el césped, y el príncipe á pesar de la luna creyó ver teñido de rubor su semblante.

      – ¡Alma de mi alma! esclamó el príncipe contemplándola estasiado.

      – ¡Alma de tu alma! esclamó Bekralbayda levantando sus lucientes ojos negros y posando su mirada sobre el príncipe: ¡alma de tu alma, yo!

      – ¡Oh! ¡sí! desde el dia en que te ví no aliento: desde el dia en que te ví te guardo en mi memoria, como un consuelo y como un infierno: desde el dia en que te ví, lo he olvidado todo para no pensar mas que en tí: no he vivido sino para tí: solo por tí he esperado.

      – ¿Y dónde me has visto, señor?

      – ¡Ah! ¿has olvidado, sultana, el lugar donde te he visto?

      – Solo una vez, dijo Bekralbayda, he visto damas cubiertas de joyas y galas; caballeros resplandecientes cabalgando en briosos corceles; soldados y banderas; fiesta régia; alegre música, toros y cañas: me habian hablado mucho de ello, habia leido poemas en que se contaban todas estas grandezas, me habian dicho que sería un dia sultana: pero yo no he salido nunca de aquí; ni he visto nunca mas que…

      Bekralbayda se detuvo.

      – ¿Mas que á quién? dijo con cierto celoso anhelo el príncipe.

      – Yo no puedo decir quien es la persona á quien veo junto á mí desde mi infancia.

      – Pero esa persona…

      – Es un hombre…

      – ¿Un hombre viejo?..

      – Sí, un anciano.

      – ¿El que te acompañaba en las fiestas de Alhama?

      – Sí.

      Tranquilizóse el príncipe.

      – ¿Y no recuerdas haberme visto en las fiestas?

      – No reparé en nada; aquella magnificencia, aquel esplendor, aquella multitud de damas y caballeros me aturdian.

      – Pues en esas fiestas te conocí y te amé.

      – ¡Amor! ¿y qué es amar? dijo Bekralbayda.

      – ¡Oh! ¿no sabes lo que es amor?

      – ¡El amor! le he visto en palabras en los poemas: he comprendido que amar es morir.

      – El amor es la vida cuando el ser que amamos nos ama.

      – ¿Y cuando no somos amados?..

      – El amor es la muerte.

      – ¡Ah! ¿el amor es muerte y vida?

      – Escucha: dijo el príncipe asiendo una mano á Bekralbayda y llevándola á un banco de cesped donde se sentaron: el amor es la vida, cuando se satisface: el amor es la muerte cuando se desea sin esperanza.

      – No te entiendo.

      – Entonces si no me entiendes, ¿cómo has escrito la gacela en que que llamabas y que me has arrojado con mi flecha?

      – ¡Ah! ¡tu flecha! esclamó estremeciéndose Bekralbayda.

      – ¿Por qué tiemblas alma mia?

      – ¡Tu flecha!.. estaba yo reclinada en mi divan: acababa de cantar un antiguo romance de los amores de una hada.

      – ¡Ah! ¿con que ese romance no lo cantabas para mí?

      – No, hace mucho tiempo que lo sé de memoria, contestó sonriendo Bekralbayda.

      Sofocó un suspiro de despecho el príncipe.

      – Acababa de cantar, continuó Bekralbayda, cuando entró precipitadamente por la ventana Abu-al-abu.

      – ¿Y quién es Abu-al-abu?

      – Es un buho á quien por viejo


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