La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
matar al buho habia cortado con su flecha la corona de flores de la muger de su amor.
Los moros eran muy supersticiosos, y tenian una gran sutileza para aplicar una causa á un acontecimiento algo estraordinario: Mohammet Abd-Allah creyó que no habiendo acertado al buho con su flecha, y habiendo estado á punto de matar con ella á Bekralbayda, se esponia á causarla la muerte si mataba no ya á Abu-al-abu, sino cualquier otro buho.
Los buhos, pues, se hicieron sagrados para el príncipe.
Por nada del mundo hubiera disparado sobre un buho.
Pero el amor y la hermosura de Bekralbayda, le habian inspirado una consecuencia sumamente lógica, considerada la cuestion bajo el punto de vista en que su supersticion le habia colocado; la consecuencia era esta:
Si habia tal paridad, tal union vital y estraordinaria entre los buhos y Bekralbayda, y siendo los buhos fatales á su familia, Bekralbayda debia serle tambien fatal.
Tan cierto es que el hombre no vé mas que lo que quiere ver.
Dominóse sin embargo el príncipe, y dijo á la hermosísima Bekralbayda:
– ¿Y quién arrancó la flecha de la pared?
Bajó los ojos Bekralbayda como aquel que no estando acostumbrado á mentir se ruboriza antes de pronunciar una mentira, y contestó:
– Yo arranqué la flecha.
– ¿Y pusiste en ella la gacela?
– Sí, yo escribí la gacela, yo la puse en la flecha, yo la arrojé á tus pies.
– Y dime… ahora que lo recuerdo: ¿quien se rió dentro de la habitacion donde se refugió el buho?
Fijó Bekralbayda sus grandes y candorosos ojos en el príncipe, los bajó y contestó sonriéndose:
– El que dió aquella carcajada fué Abu-al-abu.
– ¿El buho?
– Sí; ¿no has leido los poemas de Antar?
– Sí.
– ¿Y en ellos no hablan los animales?
– Sí, pero…
– Pues bien Abu-al-abu es uno de los animales que hablan como hablaban en tiempos de Antar.
Las respuestas de Bekralbayda que mas adelante comprenderemos, asustaban al príncipe.
Para él era indudable, que un alma condenada encerrada en el cuerpo de un buho perseguia á su familia.
– Y si no conoces el amor, si no me amas ¿cómo en nombre de tu amor me has llamado? ¿te lo aconsejó acaso Abu-al-abu?
– Sí.
– ¿Y fué tambien Abu-al-abu el que llevó tus versos á mi alcazaba de Alhama?
– Sí.
– ¿Pero para qué me has llamado?
Bajó los ojos de nuevo Bekralbayda, su rostro se cubrió de un rubor vivísimo, tembló y quiso en vano pronunciar algunas palabras.
El príncipe insistió, y entonces ella, levantó el bello y purísimo semblante, miró frente á frente con ansiedad al príncipe y contestó.
– Te he llamado para ser tu esclava.
Y luego se cubrió el rostro con las manos, y procuró en vano contener su llanto.
– Aquí hay un misterio que no comprendo, luz de mis ojos: ¡tú mi esclava! ¡tú, que eres la señora de mi alma! ¡tú, por quién únicamente vivo! ¡tú lloras por mi causa! ¿qué misterio es este, sol de hermosura? ¿qué maldicion pesa sobre nosotros que así te aflije mi presencia? ¿Será acaso que Eblís10 se ha puesto entre nosotros, encerrado en el cuerpo de Abu-al-abu?
Al pronunciar el príncipe estas palabras sonó á alguna distancia de él, á sus espaldas, la misma carcajada acerada, fria, sarcástica, burlona, que habia escuchado antes.
Bekralbayda volvió azorada el rostro á donde habia sonado la carcajada, y el príncipe se puso violentamente de pie.
– ¡Ah! dijo la jóven á media voz, como para sí misma. Ya lo sabia yo. ¡Estaba ahí!
– ¿Quién estaba ahí? preguntó el príncipe que habia escuchado estas palabras.
– Abu-al-abu, contestó la jóven en el mismo tono.
– ¡Oh! ¡buho maldito! esclamó el príncipe.
Entonces resonó otra vez la carcajada pero lejana, muy lejana.
Entonces asió con ánsia Bekralbayda las manos del príncipe.
– ¡Oh! esclamó con acento ardiente y precipitado: ¡estamos un momento solos! ¡quien se rió antes, quien se ha reido ahora: no es el buho, es Yshac-el-Rumi: el viejo que me guarda!
– ¡Ah! esclamó el príncipe.
– El fué quien me llevó á Alhama: él quien me hizo reparar en tí: él quien comprando á uno de tus esclavos, introdujo en tu cámara unos versos; él quien arrancó la flecha; quien puso en ella la gacela… él quien te ha traido aquí.
– Pero…
– Necesitamos aprovechar el tiempo; yo te amo, te amo, príncipe, como me amas tú; y…
La jóven se detuvo, miró entre la espesura á un ajimez de la casita blanca y esclamó con alegría.
– ¡Estamos libres, enteramente libres! ¡podemos hablar cuanto queramos sin temor de ser escuchados! ¡podemos comprendernos!
– No te entiendo.
– ¿Ves aquel ajimez?
– Sí.
– ¿Ves un hombre que esta apoyado en él, y tras el cual se vé el reflejo de una lámpara?
– Sí.
– Pues bien, aquel es Yshac-el-Rumi.
Dicho esto Bekralbayda respiró libremente como quien descansa de una larga jornada, guardó algun tiempo silencio y luego dijo al príncipe.
– Escúchame, te voy á contar una historia.
El príncipe escuchó con toda su alma.
V
UNA HISTORIA MUY SENCILLA
Una alborada de primavera subió Yshac-el-Rumi, al terrado de su casa.
En él encontró un canastillo de palma primorosamente labrado, y cubierto de hermosas flores.
De entre las flores salia el vaguido de una criatura al parecer recien nacida.
Yshac quitó las flores y encontró debajo una niña vestida de blanco.
Pendiente del cuello de la niña se veia un amuleto, y á su lado un pergamino en que estaban escritas estas palabras:
«Una sultana la ha dado á luz. Las buenas hadas la han llamado Bekralbayda.
»Que ojos humanos no vean su hermosura, porque seria desgraciada y lo serias tú.»
Yshac, me sacó del canastillo, llamó á una nodriza y me crió secretamente.
Porque aquella niña, como te lo ha dicho mi nombre, era yo.
No recuerdo los primeros años de mi infancia.
Sin embargo, algunas veces como un sueño lejano, confuso, creo recordar á una muger.
Recuerdo tambien confusamente que era muy jóven y muy hermosa.
Yshac afirma, sin embargo, que no me vió otra muger que mi nodriza, que era una rústica que nada tenia de hermosa, mientras que la muger que yo creo recordar era hermosísima.
Pasaron los años.
Este jardin, estos árboles, estas fuentes han visto mi infancia y mi juventud; fuera de ellos yo no habia visto nada, ni persona humana, mas que á Yshac-el-Rumi, que se ocupaba
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El espíritu de las tinieblas entre los árabes.