Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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hijo, señor, contestó Abd-el-Gewar, es un cumplido caballero, un corazon de oro, un brazo de hierro.

      – Hace tres años que no le veo; la última vez que estuve en el Albaicin era un bello adolescente, un leoncillo de buena raza.

      – Ahora, señor, es un hombre hermoso, un verdadero leon. ¿Creereis que ayer cuando pregonaron ese terrible edicto del emperador, de que ya tendreis noticias, me fue necesario apelar á todo el respeto que me tiene, para que no se pusiera al frente de los moriscos y acometiese espada en mano á los cristianos?

      – ¡Ah, buen hijo de sus abuelos! exclamó el anciano; y luego haciendo una rápida transicion añadió: ¿y cómo han acogido los moriscos de Granada la promulgacion de ese infame edicto?

      – De una manera amenazadora, señor; pero no es tiempo aun…

      – No, aun no es tiempo, dijo el emir; pero es necesario irnos preparando al combate: un dia, cuando menos lo pensemos, el emperador arrastrado por su fanatismo religioso, por su recelo y por las excitaciones de los frailes y de la Inquisicion, desatenderá los buenos oficios que nos procuramos á fuerza de oro, del príncipe Ruy Gomez de Silva y de sus mas allegados consejeros, y romperá con nosotros de una manera cruel, y si es necesario, nos exterminará, entregándonos atados á la Inquisicion. Entonces será necesario desnudar la espada, rebosar de entre las breñas donde nos ocultamos, y morir matando cristianos. Esta determinacion extrema podrá ser necesaria hoy, mañana, cuando menos lo esperemos. Por lo mismo es necesario estar preparados. Mis buenos monfíes, saben que tengo un hijo; que ese hijo, para que se instruya, para que conozca el mundo, para que conozca las necesidades de los hombres que han nacido para ser gobernados viviendo entre ellos, ha sido entregado á uno de mis sabios. Yo estoy ya viejo y débil: las desgracias han agotado mis fuerzas gastando mi vida, y mi corazon… ¡oh!.. ¡los encendidos recuerdos que nunca se apartan de mi alma!.. ¡oh! ¡qué desgraciado he sido, Abd-el-Gewar!

      El anciano emir inclinó la cabeza sobre el pecho.

      – Es necesario olvidar, dijo Abd-el-Gewar con el acento ronco y cavernoso.

      – ¡Olvidar!¡olvidar! tú mismo no has olvidado, exclamó el emir; y eso que tú no eras su esposo, eso que tu no la amabas… ¡olvidar! ¡olvidar á Ana! olvidar aquel dia terrible en que la Inquisicion…

      El anciano se interrumpió, se cubrió el rostro con las manos y lanzó un grito de horror, como si su recuerdo le hubiese llevado hasta una situacion horrible, hasta una de esas situaciones en que parece que Dios coloca á los hombres para probar hasta qué punto puede un corazon humano apurar el dolor sin romperse. Durante algun tiempo el anciano continuó cubierto el rostro con las manos, anonadado, estremecido por un temblor convulsivo. Luego se irguió de repente: brillaba en sus ojos un fuego salvaje, y exclamó con la voz vibrante y trémula:

      – La he vengado con la sangre de los cristianos: las breñas de la Alpujarra me han visto persiguiéndolos como bestias feroces: mi yatagan se ha ensangrentado en ellos, y el terror ha guardado los desfiladeros de la montaña. El nombre de los monfíes de las Alpujarras ha retumbado preñado de horror hasta los mas remotos confines de España, y en vano ha sido que el emperador haya enviado sus mas valientes capitanes y sus soldados mas aguerridos en busca nuestra: han sido nuevas víctimas inmoladas al recuerdo de Ana: mi brazo se ha cansado de matar, pero aun no se ha apurado la sed de sangre de mi corazon: he envejecido inmolando sangre á mi venganza, y me veo obligado á entregar esa venganza á mi hijo: me siento morir, Abd-el-Gewar.

      – ¡Morir! ¡morir vos, señor, cuando apenas contais sesenta años!

      – La vejez no es la edad, sino el sufrimiento: desde la muerte de Ana han pasado veinte y cuatro años… y mira: mi piel está arrugada, mis cabellos blancos, mis manos trémulas: apenas puedo ya sostener la espada… es necesario que mi hijo ocupe mi puesto… es necesario que mi hijo sea rey… rey de las Alpujarras ahora, mañana, si Dios lo quiere, rey de Granada.

      – ¡Rey de Granada! suponiendo, señor, que llegásemos á rescatar del cristiano nuestra perdida joya, la hermosa Granada, ¿ignorais que hay un hombre en quien los moriscos de Granada reconocen un derecho?

      – ¡Don Diego de Córdoba y de Válor! No importa: don Diego sabe muy bien que los moriscos de Granada son gente baldía y floja acostumbrada al yugo. Sabe muy bien que la fuerza, la constancia, la fe, existen en los monfíes. Ademas, tengo un proyecto que todo lo conciliará. Don Diego de Córdoba, tiene una hermana.

      – Sí señor, contestó Abd-el-Gewar, mirando con espanto al emir.

      – Cuando yo estuve en Granada hace cuatro años, doña Isabel era una doncella de catorce años, hermosa, pura, noble, cándida, con un corazon de ángel y una dignidad de reina.

      – Pero D.ª Isabel es cristiana, cristiana de corazon, exclamó con repugnancia el fanático Abd-el-Gewar.

      – Cristiana era su tia doña Ana de Córdoba y de Válor, y sin embargo, Abdel, me casé con ella.

      – Dios os castigó de una manera terrible, señor, valiéndose para apartaros de ella de la mano de vuestros enemigos.

      – No hagamos á Dios inspirador ni partícipe de los delitos de los hombres, Abd-el-Gewar, yo espero que mi hijo será feliz unido con Isabel de Córdoba.

      – ¡A pesar de ser cristiana!

      – ¿No es él cristiano en la apariencia? ¿acaso nuestros abuelos no casaron con cristianas? ¿Acaso no ha habido reyes cristianos casados con moras?

      – Allá en los primeros años de la conquista de los árabes sobre España, el emir Abd-al-Azis se unió con la reina Egila, la viuda del rey don Rodrigo: recordad la trágica muerte de Abd-al-Azis: el amor de Egila le hizo traidor á su ley y á su patria, y el califa Walid se vió obligado á condenarle á pesar de sus hazañas. Abd-al-Azis fue asesinado por un enviado del califa, y su cabeza, como testimonio de su muerte fue enviada á Damasco. En los últimos tiempos de la dominacion de nuestros abuelos en España, el rey Abou’l-Hhacem, el viejo, concibió un amor impuro por una doncella cristiana, por la hija del alcaide de Martos el comendador Sancho Gimenez de Solis. Isabel de Solis fue sultana de Granada, en daño de la sultana Aixa-la-Horra, prima de Abou’l-Hhacem, que fue repudiada por este. Dios castigó no solo al rey sino tambien á su reino. Los celos de Aixa-la-Horra y el amor de Isabel de Solis, de la sultana Zoraya, hácia los hijos que habia tenido en su matrimonio con Abou’l-Hhacem, produjeron las guerras civiles que nos entregaron cansados y sin fuerzas á los cristianos. Zoraya, la cristiana renegada, quiso que sus hijos fuesen reyes: Aixa, la sultana repudiada, fuerte con su derecho y con el de su hijo Abd-Allah-al-Ssagir (Boabdil), supo atraer á su bando las tribus de los Abencerrajes, de los Zenetes, de los Massamudes, de los Gomeres, mientras Zoraya, la renegada, se apoyaba en los Zegríes, en los Mazas y en los Gazules: el hermano menor del rey Abou’l-Hhacem, Abd-Allah-al-Ssagar, se aprovechó de estas turbulencias para aspirar á la corona, y se apoyó en las gentes de Almería y en las tribus bereberes: hubo tres reyes para un solo trono: hubo tres bandos en un solo reino: llegaron dias de luto en que Abou’l-Hhacem fue rey del Albaicin, en la casa de Gallo de Viento; Abd-Allah-al-Ssagir, rey de Granada, en el alcázar de la Alhambra; Abd-Allah-al-Ssagar, rey de Almería, de Guadix y de Baza, en el alcázar de Almería. Fernando é Isabel levantaban entre tanto su ciudad real de Santa Fe en la vega de Granada, y sus campeadores llevaban su tala á sangre y fuego hasta los muros de la ciudad: al fin Muley Hhacem murió envenenado, Al-Ssagar envenenado, y el débil Al-Ssagir, cansado, impotente para resistir á los cristianos, se vió obligado á entregarles su reino. Y todo esto fue obra del casamiento de Muley Hhacem con una cristiana, con Isabel de Solis.

      – Te he dejado referir esa lamentable historia que tan bien conozco, para que no creyeses que me negaba á escucharla, temeroso de vacilar con su recuerdo en mi propósito. Del mismo modo que los amores de Muley Hhacem con Isabel de Solis produjeron la guerra civil que causó la ruina de Granada, la hubiera causado su casamiento con otra mujer cualquiera: Muley Hhacem estaba ya apartado de Aixa cuando conoció á Isabel de Solis: si no se hubiera casado con ella, se hubiera casado con otra, que del mismo modo le hubiera dado hijos, y del mismo modo hubiera ambicionado para sus hijos la corona. ¿Por qué esa ceguedad que nos hace atribuir


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