Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
de Satanás, dijo Yaye recogiendo la llave: los hombres que confian su honor á un ser tan débil como la mujer, son unos insensatos.
Yaye, como veremos mas adelante, calumniaba á la pobre Isabel.
A pesar de su grave é impertinente observacion, y la llamamos impertinente, porque otro hombre menos dado á la contemplacion, no hubiera pensado tan de ligero respecto á Isabel, recogió la llave y se encaminó á su aposento, donde se arrojó sobre un divan.
Sin saber cómo, abstraido en un torbellino de pensamientos, el ramito de madreselva habia venido á parar á su mano.
Sin saber cómo, habia aspirado mas de una vez su ligero aroma silvestre, y al tocar por acaso el ramo á sus labios, su corazon se habia extremecido.
Sin saber cómo, la imágen de Isabel flotaba delante de todos sus pensamientos en el fondo de su alma.
Yaye no creia que aquello fuese amor: para él aquello era caridad.
¿Pero sabemos acaso á dónde puede llevar á un hombre la caridad hácia una mujer? ¿Y luego la caridad no es el amor en toda su intensidad, en toda su pureza, en su omnipotencia, en fin?
Yaye respecto á su corazon, se engañaba como sucede en general á todos los hombres.
El sentimiento es la naturaleza; la razon, es la ciencia.
Son opuestos y se combaten.
Pero en esta lucha, tarde ó temprano, acaba por triunfar el corazon, por obedecer la cabeza.
Yaye habia conocido á Isabel dos años antes, durante unas vacaciones, por razon de vecindad.
Entonces tenia Isabel diez y ocho años; Yaye veinte y dos.
Muchas veces cuando Yaye se asomaba á la galería de sus habitaciones, veia en las suyas á su hermosa vecina.
Isabel habia heredado de sus abuelos el magnífico tipo de la raza árabe: blanca, pálida, con los cabellos y los ojos negros, y los labios sumamente rojos, era una de esas mujeres que no se ven sin que hagan experimentar una impresion dolorosa, porque siempre es doloroso el deseo cuando no se sabe si será satisfecho.
Yaye la vió, y experimentó aquella vaga y dolorosa inquietud, pero de una manera instintiva, sin darse razon de ello.
Los jóvenes siguieron viéndose: á las pocas vistas se saludaron; á los pocos saludos se hablaron; siempre poco despues de amanecer, y, como obedeciendo á una costumbre, los jóvenes se veian en las galerías, teniendo solo un tabique de por medio.
Al principio se hablaron algo de lejos; sucesivamente fueron estrechando la distancia; al fin, solo les separó el tabique medianero.
Progresivamente las miradas de Isabel para Yaye, fueron haciendose mas intensas: al cabo el jóven conoció que era amado; al conocerlo se dijo:
– Yo no puedo amar á esa mujer: yo no debo alentar con mi presencia sus amores.
Y cortó bruscamente sus entrevistas con Isabel.
Pasaron los dias, pasaron las semanas, pasó un mes.
Yaye, entregado al estudio de la filosofía con su maestro Abd-el-Gewar, no habia salido durante aquel mes á la calle.
Isabel le habia esperado en vano, en la galería al amanecer; por las tardes, en la celosía que correspondia á la calle, y desde donde se veía la puerta de la casa de Yaye.
Todas las noches este, habia escuchado la dulcísima voz de Isabel que en la habitacion vecina, cantaba al son de una guitarra tristísimos romances moriscos.
Al fin, un dia, cuando ya habia pasado un mes de ausencia, Harum-el-Geniz, noble morisco, que servia á Yaye de escudero, le dijo:
– Tengo para vos un encargo de la hermosa vecina.
Yaye frunció el gesto.
– Me ha preguntado si estais enfermo, y aunque le he dicho que no, me ha dado este relicario.
Harum sacó de su bolsillo un objeto envuelto en un pedazo de tela de seda color de rosa.
Era en efecto un relicario.
Pero un relicario riquísimo: de oro, cincelado y esmaltado, pendiente de una cadena del mismo metal, orlado de perlas, y conteniendo por un lado la imágen de la Vírgen inmaculada, y por el otro un pequeño Lignum Crucis.
El jóven miró con repugnancia aquel rico objeto de devocion.
– ¿Para qué te ha dado esto esa dama? dijo á Harum.
– Doña Isabel me ha dicho: si está enfermo, que se ponga pendiente del cuello esta santa reliquia, y sanará.
Nublóse mas el semblante de Yaye, y tuvo impulsos de entregar el relicario á Harum para que lo devolviese á Isabel.
– Pero no, dijo para sí: su solicitud por mí, no merece tan descortés respuesta; yo mismo se lo devolveré.
Y despidió á Harum.
Aquella noche el sueño de Yaye fue inquieto: al amanecer se vistió, y se puso en la galería.
Ya estaba en ella Isabel.
Pero pálida, con la palidez enfermiza de una salud alterada: flaca, con la mirada tristemente dulce; con las hermosas manos casi diáfanas.
Un solo mes de ausencia, habia causado tal estrago en la pobre niña.
Un vivísimo sentimiento de compasion se apoderó de Yaye al ver á Isabel.
– ¡Oh! dijo esta: yo os habia creido enfermo… y estais… como siempre… gracias á Dios.
– Vos en cambio… dijo Yaye, y no se atrevió á continuar.
– Sí, he sufrido mucho… Isabel se detuvo tambien.
– He venido á devolveros un relicario que disteis ayer á mi escudero, dijo Yaye haciendo un esfuerzo.
Isabel le miró y no pudo contener dos brillantes lágrimas que asomaron á sus ojos.
– ¡Ah! ¡no quereis conservar mi relicario!.. dijo.
Yaye se conmovió; comprendió al fin cuánto le amaba aquella mujer, tuvo lástima de ella y repuso:
– ¡Oh! no, perdonad… yo creia… pero conservaré esta prenda… por vuestro amor.
Al fin Yaye habia roto la valla; comprendia que su amor era la vida de Isabel, y creyendo ceder solo á la compasion, cuando en realidad quien le impulsaba era su corazon, demostró á Isabel un amor que él creia fingido.
Pero no reparaba, engañándose á sí mismo, que al fingir aquel amor gozaba de unas delicias purísimas, que su corazon se aliviaba de un peso cruel, porque al fin exhalaba el depósito de amor que traidoramente y contra la voluntad de su dueño habia absorbido su corazon.
Isabel, que se habia puesto flaca y pálida en un mes, volvió á la magnífica turgencia de sus formas, á su admirable hermosura, en una semana: sus ojos brillaban exhalando con un encanto indefinible su alma fecundada por el amor de Yaye: no solo habia recobrado su antigua hermosura: esta habia crecido.
Vióla un dia el anciano faqui y exclamó suspirando:
– Para ser un arcángel del sétimo cielo, no la falta á la pobre Isabel otra cosa que no ser cristiana.
El amor para las mujeres, es como el rocío y el sol de la primavera para las flores.
Durante las vacaciones de aquel año, Isabel y Yaye fueron felices. Ella porque se contemplaba amada; él porque creia hacer una obra meritoria de caridad.
El amor de Yaye hácia Isabel no era amor sino misericordia.
Fuése Yaye á Salamanca á estudiar su último año.
Cuando se separó de Isabel, experimentó un dolor agudo, un vacío en el corazon.
A pesar de su repugnancia á todo lo que representaba las creencias cristianas, Yaye se llevó consigo el relicario.
A