Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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del amor.

      O un lenguaje triste, desesperado, cáustico, provocador:

      El de los zelos.

      O un lenguaje terrible, inplacable, feroz:

      El de la venganza.

      Pero siempre que las flores hablan, no pueden referirse á otras pasiones que las que nacen del amor.

      El hablar por medio de las flores es peculiar entre los musulmanes á las mujeres, y la mujer toda es amor, ó zelos ó venganza: de cualquier manera que la considereis, la mujer es toda corazon.

      ¿Sabeis lo que quiere decir entre los orientales, en ese lenguaje inventado por la mujer para expresar sus afectos, un pobre ramo de madreselva?

      Significa: lazo de amor.

      ¡Lazo de amor! ¡frase terrible bajo su dulzura! ¡frase á la que van unidas todas las consecuencias que pueden emanar de la union entre un hombre y una mujer!

      Es decir: un mundo de pasiones.

      El jóven de quien nos ocupamos, habia visto caer de una celosía vecina aquel ramo de madreselva.

      La mano que habia arrojado aquel ramo era tan hermosa, que por ella sola se concebia que la mujer poseedora de aquella mano debia ser un prodigio de hermosura y de pureza.

      La magnífica ajorca de oro y diamantes que descansaba en el nacimiento de aquella mano, demostraba que aquella mujer debia pertenecer á una familia, no solo riquísima, sino poderosa entre los moriscos.

      El jóven habia tomado el ramo de madreselva y le habia puesto sobre su corazon, en un herrete de su justillo.

      Despues habia mirado á la celosía y habia sonreido lánguida y tristemente.

      Hasta que llegó á la inmediata puerta de su casa, la hermosa mano permaneció asomada por bajo de la celosía, como demostrando la presencia de su dueño, y la rica ajorca lanzando fúlgidos destellos, herida por los postreros rayos del sol poniente.

      Cuando el jóven llegó á la puerta de su casa y le abrieron, saludó con un ademan lleno de gracia y de benevolencia á su hermosa vecina, cuya mano le saludó á su vez. Luego cuando el jóven hubo entrado y cerrado su puerta, la mano se retiró lentamente, como con dolor, y luego se escuchó el leve ruido de una ventana que se cerraba en silencio.

      Acaso en aquel mismo punto se escuchó un gemido de las brisas de la tarde.

      Acaso el suspiro de una mujer.

      El ramo de madreselva habia venido á causar al jóven una impresion que se unió inmediatamente á la profunda impresion que le habia causado el edicto del emperador.

      «¿Quién piensa en unir su destino al de una mujer, cuando la patria necesita todo nuestro corazon, toda nuestra alma, toda nuestra fuerza, toda nuestra sangre?»

      Este fue el primer pensamiento que inspiró al jóven el ramo de madreselva.

      Tras aquel pensamiento se enlazaron natural, necesaria y lógicamente otros.

      «Ella me ama, dijo, es hermosa, es pura: mis miradas son su luz, mis palabras su esperanza, mi amor su vida; pero el amor es una debilidad: el amor acaba por apoderarse de nosotros: el amor hace pequeño al hombre porque le esclaviza, y un esclavo no puede ser grande.»

      «Yo no quiero ser esclavo.»

      «Y luego, esa mujer es enemiga de mi patria, es cristiana de corazon, es la hija de un renegado: yo no puedo ser esposo de esa mujer.»

      El jóven se equivocaba, se engañaba: mejor dicho, pugnaba por engañarse.

      La verdad era, que sus creencias le separaban de su hermosa vecina, y que á pesar de esto ni aun en su conciencia queria hacerla la ofensa de desdeñarla como mujer, y como mujer enamorada.

      La verdad del caso era que habia de por medio fanatismos y pasiones humanas que impedian á nuestro jóven pensar en el amor de aquella mujer.

      Ella no se habia parado á meditar si habia alguna razon que la separase del jóven.

      La bastaba con saber que le amaba.

      Porque la razon suprema de la mujer es el amor.

      Necesario es que determinemos nuestro relato para ocuparnos de estos dos jóvenes.

      Los dos eran moriscos. Pero existian entre ellos notables diferencias.

      El se llamaba entre los cristianos Juan de Andrade entre los moros Yaye.

      Ella se llamaba Isabel de Córdoba y de Válor, y no tenia sobrenombre árabe porque en la época de su nacimiento, hacia ya muchos años que su familia era cristiana y estaba ennoblecida y honrada por los reyes de Castilla.

      Sin embargo, sus ascendientes tenian un nobilísimo sobrenombre:

      Se llamaban los Beni-Omeyas.

      Es decir, los hijos de Omeya, los descendientes de la dinastía Omniada, de los califas de Córdoba.

      Isabel, pues, era una doncella de sangre real.

      Sus padres habian muerto, y estaba bajo la tutela de dos hermanos: don Diego y don Fernando, llamado entre los moriscos por sobrenombre Al-Zaquir, ó el Zaquer (el pequeño, el segundon).

      Juan de Andrade ó Yaye, como mejor queramos, era tambien cristiano, pero cristiano como lo eran en aquel tiempo la mayor parte de los moriscos de Granada: convertido á la fuerza: por temor á las prescripciones del vencedor y á la implacable dureza con que eran tratados por los cristianos los moriscos que resistian la conversion.

      Yaye, pues, era cristiano en el nombre y en la práctica exterior y en el fondo su alma musulmana y musulman fanático.

      Isabel de Córdoba, por el contrario, era cristiana, enteramente cristiana, llena de fe y de entusiasmo por la religion del Crucificado, con esa caridad angelical, madre de todas las virtudes; con esa dulce y poética piedad de la mujer, que es toda amor.

      Habia, pues, mas de una discordancia esencial entre estos jóvenes.

      Yaye, impulsado por su ciego y severo fanatismo musulman, llamaba como otros muchos moriscos á los Válor, la familia de los renegados.

      Isabel, por lo tanto, tenia para el jóven sobre su pura y noble frente este fatal estigma religioso.

      Existian aun otras gravísimas circunstancias que separaban á Yaye de Isabel.

      Yaye no conocia á sus padres, pero el anciano Abd-el-Gewar, que le habia educado desde la infancia, le habia revelado al tener uso de razon que era hijo de un rey y descendiente de reyes. Yaye habia querido saber el nombre del rey su padre y el nombre de su reino; pero su anciano ayo le habia declarado que hasta que tuviera veinte y cuatro años no conocería á su padre, y aun cuando el jóven le rogó y le suplicó, se mantuvo inflexible.

      Preguntóle Yaye que por qué razon se le criaba como cristiano entre los cristianos, y Abd-el-Gewar guardó tambien acerca de este punto un profundo silencio, pero procuró hacer del jóven príncipe, y lo hizo, un hombre honrado, de pensamiento puro, engrandecido en el alma, severo en materias de moral y rígido en las costumbres; pero sobre estas buenas cualidades, tenia Yaye algunas muy malas: el disimulo mas refinado, la intencion mas profunda, y el orgullo inherente al conocimiento de su alto orígen: esto era resultado del doble papel que se veia obligado á representar: cristiano severo en la forma exterior, era, como hemos dicho, musulman y musulman ascético en el fondo de su alma.

      Yaye no comprendia el amor, ni las debilidades, ni la compasion en su forma externa: era rígido como una coraza de Damasco. No tenia mas creencias, no conocia otros objetos á quienes rendir adoracion que al Altísimo, con arreglo á las prescripciones del Koran, y á la patria, á la manera que siente por la patria todo el que está dispuesto á perecer por ella.

      Los enemigos de su Dios eran sus enemigos: los enemigos de su Dios eran los enemigos de su patria.

      Bajo este doble concepto Yaye era enemigo, y enemigo irreconciliable de la pobre Isabel.

      Uno de los mas incomprensibles misterios de nuestra alma consiste en que á veces


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