Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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iba y venia con mucha frecuencia de Granada á Salamanca; cuando iba, llevaba una carta de Isabel para Yaye; cuando volvia, una carta de Yaye para Isabel.

      Yaye, sin embargo, habia logrado engañarse completamente; se habia convencido de que no amaba á Isabel, pero seguia escribiéndola amores, y deseando volver á verla, por caridad, por pura caridad.

      En tal estado se hallaban los corazones de los jóvenes, cuando Yaye volvió de Salamanca antes que se acabase el curso, y ya se habian visto algunos dias los dos amantes.

      Isabel habia empezado á ser mas esplícita: las palabras esposo y esposa empezaban á salir de sus labios. Yaye comprendió que habia llegado el momento de que su caridad fuese puesta á prueba, y empezó á excusar en cierto modo sus entrevistas con Isabel.

      En tal situación y cuando las miserias de su pueblo y la noticia de que iba al fin á conocer á su padre, habian abierto para él una nueva vida, habia recibido el ramo de madreselva, y despues una llave y una cita de Isabel.

      Yaye estaba con razón tan profundamente pensativo y abstraido como le hemos presentado al principio de este capitulo.

      Pasaban lentamente las horas.

      El reló de Santa María de la Alhambra marcó á lo lejos las once de la noche, y retumbaron tres sonoros golpes de la campana de la Torre de la Vela.

      Poco despues hizo extremecer á Yaye el preludio de una guitarra.

      Armonías fugitivas que se exhalaban de las sonoras cuerdas del instrumento, como suspiros de amor: flexibles ráfagas, que parecian destinadas á llevar á los oídos del amado el alma de una mujer.

      Yaye sintió vacilar su alma acariciada por aquella armonía que parecia poner en contacto dos seres nacidos el uno para el otro, separados solo por el fanatismo, por la educacion.

      Luego la voz de Isabel, grave, sonora, dulce, enamorada entonó las coplas siguientes:

      La esperanza es la vida

      de quien bien ama,

      y su muerte, la muerte

      de su esperanza.

      ¡Ay! ¡Dios no quiera

      que mi amante esperanza

      se desvanezca!

      Estremecióse de piés á cabeza Yaye al escuchar la copla; después un vértigo envolvió su cabeza: nunca habia oido cantar con tal pasion á Isabel: entonces comprendió que la amaba; al comprenderlo creyóse entregado á Satanás, porque solo Satanás, segun él, pensaba en su fanatismo, podia inspirarle amor hácia una enemiga de su ley, hácia la hija, la hermana, la descendiente de los renegados.

      – No iré á la cita, se dijo.

      Pero hay negativas que se pronuncian con demasiada audacia: instantáneamente pensó que era una cobardía huir del peligro: que era mas noble arrostrarle, luchar con él y vencerle.

      – Iré, sí, iré: ella no tiene la culpa de ser lo que es… es cierto que yo no puedo unir mi suerte á la suya, que no debo amarla; pero la desengañaré: acabaremos de una vez ¡Oh! si por ventura al verse engañada en sus esperanzas, en su amor… ¡oh! ¡si muriese!.. pues bien, que se convierta al Dios Altísimo y Unico… si no… que olvide ó muera… yo no puedo hacer traicion por una mujer á mi patria y á mi ley.

      Un cuarto de hora despues, estaba Yaye en el jardin de Isabel; pero por una refinada crueldad aconsejada por su fanatismo, porque el fanatismo ha sido siempre cruel, llevaba vestido de una manera completa un trage morisco.

      Isabel no conocia ni poco ni mucho la historia de Yaye: le oia hablar con pureza el castellano, le veia vestir ropas castellanas, sabia que era estudiante.

      Isabel le creia un hidalgo castellano.

      Y luego á una mujer que ama, la importa poco conocer la posicion, el nombre, la historia del hombre amado; la basta con saber que es amada: el corazon se llena con sensaciones, no con palabras. Isabel solo sabia lo que necesitaba saber.

      Que el señor Juan de Andrade la amaba con todo su corazon.

      Esta era la verdad, por mas que Yaye quisiese desconocerla, Isabel no se engañaba: sabia cuánto amor atesoraba para ella el alma de Yaye, porque la mujer no se engaña jamás acerca de los sentimientos que inspira.

      Isabel confiaba ciegamente en Yaye. La pobre Isabel se engañaba. No sabia la infeliz que existen dos pasiones terribles que dominan enteramente el corazon del hombre y le arrastran: el fanatismo y la ambicion.

      Le esperaba á la entrada de un cenador de jazmines, y al verle en aquel trage le hubiera desconocido á no bañar de lleno la luz de la luna su semblante.

      Sin embargo, al verle en aquel trage, Isabel que habia avanzado rápidamente al sentir sus pasos, retrocedió y se detuvo estremecida por un presentimiento frío, punzante, como la hoja de un puñal.

      Los jóvenes hablaron muy poco.

      – ¿Qué ropas son esas? le dijo Isabel con la voz trémula: ¿á qué ese disfraz?

      – Estas ropas, señora, son las ropas de mi pueblo: las que se nos quieren arrancar por los cristianos, las que llevaré desde ahora como buen musulman.

      – ¡Ah! exclamó Isabel consternada, llevándose las manos sobre el corazon.

      Y luego adelantando un paso, y mirando frente á frente con una fijeza sombría á Yaye exclamó:

      – ¡Vos no me amais!

      – Os amo, Isabel… pero antes que á vos amo á mi patria.

      – Por piedad, contestadme de una vez ¿sois moro?

      – Moro soy.

      – ¿Estais resuelto á no convertiros á la fe de Jesucristo?

      – Jamás.

      – Entonces no podeis ser mi esposo, exclamó con acento desesperado Isabel.

      – Convertios á la religion de vuestros abuelos los califas de Córdoba.

      – Adoro á Dios uno y trino, le adoro con toda mi alma, y por él sufriré el martirio de mi amor; por él sufriré si es preciso el indudablemente menos terrible de mi cuerpo.

      – Entonces, adios.

      – Esperad un momento: quiero que sepais hasta dónde llega el tormento á que me habeis sentenciado engañándome: yo os amo, os amo desde el momento en que os ví: os amaré siempre: yo contaba con vos; no sabía quién érais, si pobre ó si rico, si noble ó villano: eso me importaba poco. Estaba resuelta á unirme con vos y á ser vuestra esposa… porque, permaneciendo en mi casa me veré obligada á entrar en un convento ó á casarme con un hombre á quien no puedo amar y con el que me obligan á casar mis hermanos. Vos me posponeis á una religion falsa, á una patria que no podeis salvar. Id con dios. Pero tened en cuenta que obligada á ser monja ó casada, seré casada, porque no me atrevo á ofrecer á Dios un corazon que está lleno del amor de un hombre: seré casada y haré feliz á mi marido, porque el dolor se quedará todo para mí. Pero acordaos, y que este recuerdo me vengue del rudo golpe que me dais cuando menos lo esperaba… acordaos de que me habeis hecho infeliz, de que me habeis robado mi única esperanza sobre la tierra. Que me vengue de vos, la rabia de verme entre los brazos de otro… porque me amais, lo sé, lo conozco, estoy segura de ello: me sacrificais á vuestra soberbia… no sé á qué… pero no importa: el amor que logrado nos hubiera hecho igualmente felices, malogrado nos hace igualmente miserables.

      – Una palabra: convertios á la ley de vuestros abuelas, si es verdad que me amais.

      – Seguid vos en el fondo de vuestro corazon en vuestra ley, profesad ante el mundo la del Redentor Divino: si tenemos hijos juradme que seran cristianos, y soy vuestra esposa.

      – ¡Adios! exclamó fatídicamente el jóven.

      – Esperad, esperad un momento: conservais una prenda mía…

      – La llevo sobre mi corazon.

      – ¡Sobre


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