Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
cajita de sándalo que abrió. Dentro habia otras seis perlas.
– Igual, exactamente igual, dijo, ¡esto es un prodigio! ¿Dónde diablos habeis ido á buscar estas maravillas, amigo Gaspar?
– ¿Y qué diriais si, como yo, hubierais visto juntas perlas de este tamaño, en cantidad suficiente para llenar el cajon grande de vuestro mostrador?
– ¡Poderoso Dios de Abraham! exclamó el viejo: vos debeis ser un gran personaje, señor Gaspar, cuando os desprendeis de tales riquezas.
– No pardiéz, yo soy como lo sabeis bien, un traficante de perlas y pedrería: hago de tiempo en tiempo un viaje al Nuevo-Mundo y me traigo conmigo algunas preciosidades; necesario es vivir lo mas cómodamente posible. Y aun asi cuando se arrostran un largo viaje y los peligros del mar, justo es que aspiremos á una razonable ganancia.
– Os dí por la última perla hace tres meses, mil doblones.
– No me dareis por esta menos de mil quinientos.
– ¡Poderoso Dios de Jacob! ¿y cómo quereis que yo os pague tanto dinero, cuando aun no tengo para hacer un mediano collar?
– ¿Creeis que sea fácil encontrar perlas iguales á esa?
– Lo creo imposible y me maravilla que vos las encontreis… pero aun asi…
– ¿Cuánto creeis que pagaria un rey por un hilo de tales perlas que llegase al número de cuarenta?
– ¡Oh! un tal collar seria digno de la emperatriz! ¡un tal collar costaria muchos cuentos de reales.!
– Por lo mismo, señor Franz, cada perla de esas que yo os traiga os costará mas cara, hasta el punto de que para pagarme la última, no tendreis bastante con el valor de todas las joyas que teneis en vuestros armarios.
– Traédmelas y por ese solo collar, os daré todo cuanto poseo.
– ¡Paciencia! ¡paciencia! no es fácil encontrar muchas de estas maravillas: se necesitan para ello muchos viajes. Asi, pues, dadme los mil y quinientos doblones y no hablemos mas.
– ¡Oh no! no os daré mas que los mil.
– Entonces, dijo Calpuc, recogiendo la perla, no hacemos nada.
El aleman miró ansiosamente á Calpuc.
– Pero reparad, le dijo, que hasta ahora solo me habeis traido seis.
– Por la primera solo me dísteis doscientos doblones, y esta, os lo juro por lo mas sagrado, no la poseereis ni un maravedí menos de los mil quinientos.
Era tan seguro el acento del mejicano, expresaba una resolucion tan invariable, era de tanto valor la perla, la deseaba tan ardientemente el joyero, que abrió suspirando su fuerte caja de hierro y entregó á Calpuc un bolson de cuero lleno de oro.
– Hay teneis, le dijo, justamente la cantidad que me habeis pedido: la tenia preparada para pagar un libramiento que vence hoy.
– ¡Ah! ¡un libramiento para… para el convento de luteranos de Madrid!
– ¡Callad! ¡callad! y no digais tales palabras, señor Gabriel, dijo palideciendo densamente el aleman: si alguien os oyera seria cosa de dar en las manos del Santo Oficio… ya sabeis que yo soy católico, apostólico romano, puro y neto.
– ¡Cuántos enemigos tiene España! dijo profundamente Calpuc, contando el dinero sobre el mostrador, mientras Franz guardaba cuidadosamente el cofrecillo de sándalo, al cual habia añadido una nueva perla.
– Todos los pueblos que conquistan y quieren llevar su religion, sus leyes y sus usos á otros pueblos, tienen necesariamente enemigos, dijo Franz. Si no fuera tan fuerte España…
– ¡Ay si un dia todos los enemigos de España se uniesen bajo una misma bandera! dijo Calpuc acabando de contar el dinero.
– Si, si, en efecto: los moriscos, los judíos, los flamencos, los franceses, los italianos…
– Y los hijos de América, dijo profundamente Calpuc.
– Pues vos pareceis bastante rico, y gastais de tal manera las gruesas cantidades que os he dado en menos de un año, que bien podria creerse…
– Callad, callad, no nos oiga la Inquisicion; ni vos sois luterano ni yo intento nada contra España; vos pagais libranzas de mil quinientos doblones, porque sois mercader, y yo, porque tambien lo soy, vendo perlas y diamantes: nada mas natural, añadió el rey del desierto, levantándose y encubriendo el talego con el capotillo. Ahora, como tengo que hacer dentro de poco, tened la bondad de mandar que me den el almuerzo.
Franz y Calpuc salieron de la tienda y se perdieron en el interior de la casa.
CAPITULO X.
Del resultado que tuvieron las investigaciones de Harum
Hacia ya algunos dias, cuando Calpuc llegó á Granada, que rondaban bultos de noche por la calle del Agua del Albaicin, á cuyo extremo estaba situado el palacio de don Diego de Válor.
Ni este ni su hermano don Fernando habian vuelto de la expedicion á que habian salido con Miguel Lopez, ni se sabia nada absolutamente por sus allegados de ninguno de los tres.
La única persona que parecia afectarse con esta ausencia, era doña Isabel de Córdoba y de Válor.
En cuanto á doña Elvira, apenas se la veia á las horas del comer y del rezar, y despues se encerraba en la habitacion de su esposo.
Doña Isabel sabia lo que significaba aquel encierro: sufria y callaba.
En cuanto á los bultos que rondaban el palacio de don Diego, forzoso nos será decir que uno de ellos era el walí Harum el Geniz, el terrible monfí, el confidente de Yaye en cuanto á las mejicanas, el que se habia encargado de seguirlas y averiguar su paradero.
Harum, cumpliendo su cometido, habia averiguado que el capitan estropeado y las dos mujeres del carro habian parado en un casaron del Albaicin, situado en la parroquia de San Gregorio el alto, y cuyo huerto lindaba con el jardin de la casa de don Diego de Válor.
El capitan y las dos damas permanecian sin duda en aquel casaron, puesto que Harum veia salir todas las mañanas al estropoado con una cesta, y volver á poco con un muchacho cargado con la cesta llena de provisiones: el capitan daba algunos maravedises al muchacho, y le despedia hasta el dia siguiente. Despues entraba en la casa, abriendo la puerta por sí mismo; no volvia á salir hasta el anochecer, y permanecia en la calle hasta cerca de la media noche.
Harum no vió jamás abiertas las ventanas de aquella casa ni de dia ni de noche, ni entrar ó salir mas persona que el estropeado.
Por consecuencia, morando allí el capitan, era probable que morase allí tambien la doncella morena y hermosa de los cabellos negros y rizados.
Harum se habia dicho:
– El poderoso emir me manda averiguar el paradero de esa doncella: luego esa doncella le interesa: es verdad que no se sabe por ahora dónde para el emir, y que le andamos buscando; pero cuando menos lo pensemos parecerá, y si para entonces le tengo yo aclarado este asunto, sin duda que no me irá mal: entre ellos median prendas, puesto que el magnífico emir me encargó con todo el empeño de un enamorado que procurase dar con ella: procuremos, pues, burlar la vigilancia de ese capitan, y ponernos frente á frente de la hermosa dama.
Harum, pues, se dedicó con toda su actividad y con toda su inteligencia al asunto que se le habia encomendado.
Dióse á espiar de la manera mas cauta del mundo al estropeado, y no solo él, sino algunos de sus muchos conocidos del Albaicin. Es de advertir que los monfíes hacian todos un doble papel: no habia ninguno de ellos que no tuviese parientes y amigos; ya fuese en las villas de la Alpujarra, ya en la ciudad de Granada. Con mucha frecuencia iban y venian á las poblaciones, y aun vivian en ellas: entonces se asemejaban á los moriscos, y como ellos tenian un nombre cristiano, y como ellos se mostraban sumisos y obedientes al rey, á su capitan general y á sus justicias: pero cuando los monfíes estaban en las poblaciones, era para espiar.
Entonces se transformaban: