Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
al sonido de la guitarra se unió el canto de una mujer: aquella mujer cantaba en una lengua extraña. Tuve curiosidad, y me acerqué recatadamente á la puerta del aposento. A pesar de mi recato la persona que habia dentro, me sintió, sin duda, porque calló la guitarra, sentí apresurados pasos de mujer, se abrió la puerta y… me deslumbró la hermosura de la joven.
– ¿Quién sois? me dijo despues de haberme contemplado fijamente.
– Soy… un amigo de vuestro padre, la dije.
– ¡De mi padre! exclamó con afan; ¿conoceis á mi padre? ¿mi padre os envia?
– No; por el contrario, espero á que vuestro padre vuelva al castillo, la contesté.
– ¡Ah! os habeis engañado; el hombre que vive en esta casa, y que está ahora en el castillo, no es mi padre, repuso con desaliento.
– ¡Ah! ¡perdonad, yo creia!
– Ese hombre es mi señor, un señor infame, de quien esperamos hace mucho tiempo mi madre y yo que nos salve la justicia de Dios.
– ¡Ah! ¡vuestro amo!
– Sí; somos sus esclavas.
– ¡Sus esclavas! ¿luego sois…?
– Somos mejicanas.
– ¿Y qué quereis de mí?
– Que nos salveis.
– ¡Que os salve…! ¿y cómo?
– Oid: buscad un medio para engañar á ese hombre: sacadnos de esta casa, llevadnos á un puerto de mar para que podamos embarcarnos: sino teneis dinero, yo tengo joyas: si sois ambicioso os haremos rico.
– ¿Y por qué no salvaste á aquella infeliz? dijo con voz amenazadora Calpuc.
– ¿Y qué me importaba…? ademas era una esclava.
– ¡Como sois esclavos vosotros los moriscos! repuso Calpuc.
– ¡Ah! pero nosotros peleamos, luchamos; las montañas de las Alpujarras estan llenas de monfíes que nos vengan, matando cristianos, de las infamias del vencedor.
– Los mejicanos tambien luchan: tambien en las fronteras del desierto, los españoles caen á centenares inmolados á los manes de nuestros padres degollados, de nuestras esposas deshonradas, de nuestras doncellas cautivas.
– ¡Tú eres mejicano!
– ¡Yo soy Calpuc, el rey del desierto! exclamó el extranjero; yo soy el rey elegido por los mejicanos libres, y soy el padre de esa jóven con quien hablaste, de la hermosa doncella á quien te negaste á salvar.
Miguel Lopez se estremeció: habia un acento tal de dolor y de venganza en las últimas palabras de Calpuc, que lo temió todo de aquel hombre.
Sin embargo, como en otras situaciones difíciles, recurrió á su audacia.
– ¡Que eres tú el rey de los rebeldes de Méjico! exclamó soltando una carcajada que podremos llamar artificial. ¡tú! ¡un gitano vagabundo, á quien, no sé por qué, conoce el emir de los monfíes!
– Continúa respondiendo á mis preguntas, Miguel Lopez, dijo con gravedad el mejicano, que despues sabrás quién soy y de qué modo he llegado aquí.
– En verdad, en verdad, dijo Miguel Lopez, cediendo al mandato del rey del desierto, yo no ví en tu hija, si hija tuya es, mas que una esclava rebelde que pretendia librarse de su señor, y me negué á ayudarla: es mas, referí lo que me habia acontecido con ella al capitan Sedeño, que desde entonces guardó á tu hija con mas cuidado. Hé aquí la razon de que yo conozca é esas mujeres.
– El capitan ha desaparecido de las Alpujarras. ¿Sabes tú dónde ha ido?
– Sí, á Granada, dijo Miguel Lopez á quien interesaba servir á Calpuc, porque habia comprendido que Calpuc era capaz de todo.
– ¡A Granada! no basta eso. El capitan puede vivir en una casa y tener ocultas en otra á mi esposa y á mi hija: las casas del Albaicin se comunican unas con otras por medio de minas y seria muy difícil saber el paradero de mi hija y de mi esposa.
– El capitan y tu esposa y tu hija viven en la calle de San Gregorio el alto: las tapias de su huerto lindan con el huerto de la casa de don Diego de Válor; estas dos casas se comunican por una mina.
– Ten mucha cuenta de no engañarme, Miguel Lopez.
– No, no te engaño; ¿pero qué me darás en recompensa de los servicios que te hago?
– Te daré tu esposa: es decir haré que tu esposa sepa que vives.
– Puede no creerte.
– Tú me darás una carta para ella.
Miguel Lopez miró fijamente al mejicano.
– Un grave interés debes tú tener en que doña Isabel no se crea viuda para que no pueda casarse con el emir de los monfíes, no con el viejo Yuzuf, sino con el jóven Yaye, en quien ha abdicado.
– Nada te importa el interés que yo tenga en ello; cualquiera que sea, yo me obligo á devolverte tu esposa; pero aun me queda mas que exigir.
– ¿Qué mas?
– Estoy seguro de que cierta carta que posees, carta de don Diego de Válor al emir Yuzuf, en la cual ha jugado su cabeza, y por cuya carta le tienes en tu poder, la tendrás puesta á buen recaudo.
– ¿Y qué te importa esa carta? exclamó con cuidado Miguel Lopez.
– Tanto me importa que sino me procuras los medios para que esa carta caiga en mis manos eres hombre muerto.
– Pero esa carta es mi defensa: por ella he logrado que don Diego me dé su hermana; por ella pienso alcanzarlo todo.
– ¿Y qué mas quieres alcanzar que la vida?
– ¡Eres un demonio! exclamó con despecho Miguel.
– Demonio contra demonio, el mas fuerte vence.
– ¿Y qué uso vas tú ha hacer de esa carta?
– Te repito que nada te importan mis proyectos. Voy á traerte papel, pluma y tinta. Escribe una carta para la persona que sin duda tiene depositada por tí la carta de don Diego de Válor, en la que le prevendrás que me la entregue, y otra despues para tu esposa doña Isabel de Válor.
Dicho esto Calpuc abrió el arcon, sacó del recado de escribir, le llevó al lecho y dijo á Miguel Lopez:
– Incorpórate y escribe.
– ¡Es qué…! dijo ferozmente el morisco.
– Escribe ó mueres, le interrumpió con doble ferocidad el rey del desierto.
Miguel Lopez comprendió que estaba enteramente á merced de aquel hombre y se incorporó, tomó la pluma y la puso sobre el papel.
– Escribe clara y naturalmente, en letra lisa, sin signos ni señal alguna; porque para tí será el daño si esa carta es ineficaz.
Miguel Lopez escribió con rapidez algunos renglones y firmó.
– Mira si te contenta, dijo á Calpuc.
Este tomó la carta y leyó su contenido, que era el siguiente:
«Señor capitan Alvaro de Sedeño: os envio uno de mis mayores amigos, á quien entregareis la carta que teneis en vuestro poder, y que ya sabeis de quién es: ademas de esta carta, y segun tenemos convenido, el dador os mostrará la sortija que conoceis. No soy mas largo porque la diligencia importa. – Vuestro humilde criado. – Miguel Lopez.»
– ¿Y qué anillo es ese de que hablas?
– Es un anillo que tiene un grueso diamante rodeado de perlas, dijo Miguel Lopez.
– Dámele, pues.
– Ese anillo ha sido mi anillo de bodas, y está en poder de doña Isabel.
– ¡Ah!
– Doña