Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
móvil, astuta, recelosa, en contraposicion de la fija penetrante y franca mirada de los hombres oriundos de Arabia: su color no era el moreno y pálido color de los hijos de esta raza, sino un moreno dorado, encendido, vigoroso; su frente, un tanto deprimida, sus cejas sutiles, el óvalo de su rostro demasiado prolongado, todo demostraba en él un extranjero.
En cuanto á su vestido ya hemos dicho que pertenecia á la moda de los hidalgos castellanos, aunque se notaban en él algunas singularidades: llevaba en la cabeza una gorra de paño color de hoja seca, plegada al lado izquierdo por un herrete de acero; debajo de un capotillo casi burdo en el exterior y forrado en el interior por pieles blancas de cordero, llevaba un coleto de ámbar exactamente igual á los que usaban por aquel tiempo los soldados de los tercios viejos de España: este coleto estaba sujeto en la cintura por un talabarte de cuero de Córdoba, color de avellana, de dobles tirantes, del que pendia una espada corta y ancha y un puñal á la derecha; pendiente del mismo talabarte, llevaba á manera de limosnera una bolsa de piel de zorra; los gregüescos eran de paño de igual color y calidad que el de la gorra, sin cuchilladas, lazos ni adornos, y por último, sus fuertes calzas atacadas de lana azul, estaban cubiertas, desde sus piés y hasta media pierna, por unas abarcas y los ligamentos de estas.
Este hombre parecia contar cuando mas, á juzgar por las apariencias, cuarenta años; se desprendia de él un no sé qué de noble y poderoso, y su trage le sentaba á las mil maravillas.
Observó profundamente al herido, y como viese que Miguel Lopez hacia esfuerzos por hablar, le dijo con esa voz llena de autoridad de los mas fuertes, y con marcado acento extranjero, aunque en buen castellano:
– Os prohibo que hableis: en ello os va la vida: reposad.
Y sin decir mas, se separó del lecho, tomó un taburete, le puso junto á la mesa, se sentó dando la espalda á Miguel Lopez, tomó uno de los libros en folio que habia sobre la mesa y se puso á leer.
Quien hubiera arrojado una ojeada sobre aquel libro, hubiera visto que era una magnifica copia en latin de la Santa Biblia, y que el extranjero leia en ella un pasaje del libro de Job.
Era aquel el pasaje en que Dios arrebata á Job sus hijos.
Durante mucho tiempo, Miguel Lopez estuvo contemplando con ansiedad al extranjero, que leia en silencio, y sin atreverse á hablarle, puesto en temor por la autoridad de su palabra y por lo grave de su pronóstico.
Al fin, como emanado de un lugar distante y á través de los muros, se oyó el toque de una corneta: entonces el extranjero cerró la Biblia, se levantó, fué al lecho y contempló profundamente al herido, que tenia fijos en él los ojos, dilatados á un tiempo por la curiosidad y el temor.
– ¿Quién sois? dijo Miguel Lopez.
– Nada os importa quien yo sea, contestó el desconocido; pero si os importa mucho el reposar: no hableis: tiempo sobrado tendremos de hablar mas adelante: el hablar os cuesta un esfuerzo y ese esfuerzo os es muy dañoso: estais gravemente herido: esperad: voy á daros una medicina que os servirá de mucho.
Dicho esto fué á la mesa, tomó una redoma de vidrio, vertió parte de su contenido en un vaso de la misma materia, fué al lecho y dió á beber un líquido blanco y un tanto espeso al herido.
Despues se quedó observándole: lentamente se fueron cargando los ojos de Miguel Lopez y al fin se durmió.
Entonces el extranjero fué á la mesa y encendió la lámpara con que habia venido alumbrándose, á tiempo que sonaba de nuevo y mas de cerca la corneta.
– Mucha impaciencia es esa, dijo, y debe suceder algo importante: veamos lo que es.
Y trepó por las escaleras, llegó á su fin á una puerta chata, cerrada por una sola hoja forrada de hierro mohoso, que el extranjero abrió, saliendo á un pasadizo oscuro y abovedado: cerró de nuevo, corrió un cerrojo, le afianzó con dos vueltas de una llave que sacó de su bolsa, y luego adelantó por la mina, que era tortuosa y á trechos ascendia ó descendia: á un lado y otro quedaban otras galerías: al fin se vió una claridad fria al fin de la mina, y cuando el extranjero salió de ella, entró en una caverna anchurosa, por cuya boca penetraba la luz del alba: aquella gruta estaba encubierta y como defendida por una espeso robledal, que coronaba la cumbre de una colina.
Entonces se escuchó por tercera vez la corneta, pero de una manera vibrante, enteramente perceptible y á poca distancia.
El extranjero apagó la lámpara, la ocultó en una grieta de la caverna y sacó de esta grieta un largo arco de acebo y algunas saetas que atravesó en su talabarte. Despues salió de la caverna, y tomó á buen paso por un sendero estrecho, tortuoso, cubierto de musgo, perdido entre las breñas, y que, á poca distancia, penetraba en el robledal.
Muy pronto el incógnito, á gran paso, se internó en el bosque; siguió las sinuosidades del sendero, y rodeando una colina, penetró en una ancha rambla, cuyo aspecto era terriblemente brabío y selvático.
Un pequeño arroyo la atravesaba é iba á formar en la parte abierta de la rambla un pequeño lago, que se perdia pintorescamente entre un bosque de mimbres, bañando sus nudosos troncos: alrededor solo se veian rocas tajadas, abiertas, como calcinadas por la accion del rayo: las asperezas, las peñas que acá y allá brotaban sobre el terreno, como excrescencias, estaban cubiertas de musgo, y la arena que servia de lecho y se extendia en una estrecha márgen á los lados del arroyo, era de color negruzco; lo demás del terreno estaba cubierto por una especie de liquen musgoso, en el que resbalaba la planta.
Aquel lugar que parecia destinado á la mas absoluta soledad, estaba entonces concurrido por muchos seres humanos, entre los cuales se veia un solo caballo; uno de esos caballos pequeños, pero ágiles, fuertes, fogosos; un verdadero caballo de montaña.
Las gentes, que en número como de cien personas, ocupaban la parte superior de la rambla, eran monfíes: algunos de estos, mas avanzados, parecian estar de centinela: al desembocar en la rambla el extranjero, uno de los centinelas armó su ballesta, y gritó:
– ¡Alto! ¿quién va?
– ¿No me habeis llamado? dijo con acento irritado el extranjero ¿porqué pues me deteneis con la puntería de vuestras ballestas?
– ¡Es el cazador de la montaña! dijo otro de los monfíes.
– Dejadle llegar, dijo una voz breve y al parecer acostumbrada al mando.
Desarmó el monfí su ballesta é hizo seña al extranjero de que adelantase: este trepó por las breñas con la agilidad de un gamo, pasó de la línea de los centinelas, y llegó á la parte alta de la rambla, donde le salió al encuentro un anciano enteramente vestido á la usanza mora.
Aquel anciano era Yuzuf, el padre del emir de los monfíes.
El semblante del noble anciano estaba contraido por una sombría expresion: dulcificola, sin embargo, á la presencia del incógnito, y tendiéndole la mano, le dijo:
– ¡Bien venido sea mi amigo el rey del desierto!
– ¡Rey! exclamó con sarcasmo el extranjero; el imperio de mis abuelos está muy lejos, y en estas regiones no soy otra cosa que tu esclavo, rey de la montaña.
– Mi esclavo no, mi hermano, dijo con dulzura Yuzuf ¿acaso no te he amparado? ¿no te he procurado un asilo impenetrable en mis dominios? ¿no tienes cuanto has menester?
– Sí, todo, todo, menos mi venganza, tras la que ando recorriendo el mundo hace diez años.
– No porque tu venganza tarde será menos segura.
– Pero entre tanto ese infame capitan tiene en su poder á mi esposa y á mi hija: ¿acaso no has protegido tú á ese infame? ¿acaso no has impedido tú que me vengue, que rescate á las prendas de mi alma y vuelva con ellas entre los mios, allá al otro lado de los mares donde soy verdaderamente rey, rey fuerte, poderoso, y vengador de las desdichas de mis abuelos?
– ¡Espera!
– Hace un año que estoy esperando desde mi llegada á estas montañas.
– Recuerda que sin mi ayuda, haria tambien un año que dormirias en la tumba.
– Es