Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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pero me ha avisado el lugar donde podré encontrar al emir.

      – ¿Y qué lugar es ese? dijo Miguel Lopez saliendo con don Diego de la habitacion.

      – A un tiro de arcabuz de Orgiva, en el lecho del rio.

      – Vamos, pues.

      Por prudencia, segun creia Miguel Lopez, no hablaron ni una palabra mas. Bajaron tranquilamente las escaleras, don Diego pagó el gasto al fingido ventero, y él, Miguel Lopez y don Fernando de Válor, montaron en los caballos que les tenian los criados, y seguidos de estos, tambien á caballo, salieron de la venta y tomaron ostensiblemente el camino de Orgiva.

      La noche era un tanto clara, y lo hubiera sido enteramente merced á la luna, á no ser por los densos nubarrones que cruzaban el espacio: de cuando en cuando se veia lucir un relámpago en lontananza, allá entre las profundas quebraduras, y empezaban á escucharse truenos lejanos.

      – Famosa noche ha elegido el emir para su empresa, dijo Miguel Lopez que caminaba delante, y que al parecer habia perdido hasta la última sombra de recelo.

      – Guardad silencio, hermano, dijo don Diego, que no sabemos quién puede escucharnos, y aguijad vuestro caballo á fin de que lleguemos pronto. Hasta que nos encontremos al lado del emir y entre los monfíes, nos hallamos en peligro.

      Y para dar el ejemplo, don Diego aguijó su caballo y pasó adelante.

      Los tres ginetes y los lacayos siguieron marchando en silencio.

      A poca distancia de la poblacion, don Diego revolvió su caballo y empezó á descender por un oscuro sendero, perdido en la penumbra de un profundo barranco, formado por la abertura de dos montañas; á medida que adelantaban se percibia mas distintamente el ronco ruido de la corriente del rio de Orgiva, corriente rapidísima á causa del gran desnivel del terreno; el fondo del barranco, por el centro del cual corria, saltando entre las breñas, un arroyo, se iluminaba de tiempo en tiempo por la brillante y fugitiva luz de un relámpago.

      Hallábanse á la mitad de la garganta, cuando, de repente, el caballo de don Diego se detuvo, lanzó un relincho agudo y resistió á la espuela.

      – Debemos estar cerca del emir, dijo Miguel Lopez; vuestro caballo siente las yeguas.

      – ¡Callad! ¡callad en nombre de Dios! exclamó don Diego; callad y detened vuestros caballos.

      – ¿Pues qué sucede? dijo Miguel Lopez.

      El zumbido de un venablo que pasó cortando el aire por cima de las cabezas de nuestros personajes, fue la contestacion que obtuvo Miguel Lopez: don Diego, su hermano y los lacayos, se habian lanzado con las espadas desnudas en la direccion que parecia haber traido el venablo.

      – ¡Ah! ¡Dios de Dios! exclamó Miguel Lopez, echando mano á sus pedreñales; esta es, sin duda, ó una traicion de esos miserables, ó un mal encuentro con bandidos: pues bien, es necesario vender cara nuestra vida.

      Y apeándose del caballo, porque el terreno era mas á propósito para defenderse á pié que cabalgando, llevó al animal hasta una breña y se parapetó con el.

      Pero apenas habia tomado posicion, cuando nuevos venablos pasaron silbando, y el caballo cayó desplomado, como si le hubieran herido en el corazon ó en la cabeza.

      Miguel Lopez no tuvo tiempo mas que para disparar uno de sus pedreñales sobre algunos bultos, al parecer de hombres, que adelantaban rápidamente hácia él, saltando por cima de las quebraduras.

      En aquel momento brilló un relámpago y Miguel Lopez vió que los que le acometian eran monfíes.

      Pero tambien vió, antes de que se extinguiese la rápida llamarada del fuego, que uno de aquellos hombres habia saltado sobre su terreno y caido herido por una saeta, cuyo silbido parecia marcar que quien la habia disparado estaba á espaldas de Miguel Lopez, y frente á los monfíes.

      La suerte de su compañero irritó á los monfíes, que se lanzaron dando alaridos de rabia sobre Miguel Lopez: este no tuvo tiempo de ver mas; sintió sobre sí aquellos hombres, luego la aguda punta de sus puñales en el pecho y se desmayó.

      Cuando volvió en sí se encontró fuertemente vendado y postrado en un lecho en un lugar extraño.

      El espacio en que se encontraba era un aposento cuadrado, abovedado segun las líneas de la arquitectura árabe, y revestido de una argamasa reluciente, á la que el tiempo habia dado un color gris negruzco.

      En aquel espacio no habia mas muebles que un arcon pintado de negro, una mesa de nogal y dos sitiales. Sobre la mesa habia un belon de cobre, dos de cuyos mecheros encendidos, alumbraban todo lo que hemos descrito: ademas, sobre aquella mesa habia un crucifijo negro, algunos libros en folio, y yerbas, trapos blancos, hilas, vasijas y redomas.

      Nada mas habia en esta habitacion, ni Miguel Lopez pudo reparar en todo esto, á causa del estado de desvanecimiento y de debilidad en que se encontraba.

      Reparó, si, que estaba absolutamente solo, que no se percibia ruido alguno, y que aquella habitacion no tenia otro respiradero que una puerta estrecha, de arco de herradura, en la cual empezaba una escalera que ascendia.

      Aquel espacio era sin duda un subterráneo.

      La perplejidad mas natural, el temor mas lógico, asaltaron la imaginacion de Miguel Lopez: á causa de la debilidad en que le habian constituido sus heridas, apenas recordaba confusamente lo que le habia acontecido antes de acometerle los monfíes: la primera pregunta que se hizo á sí mismo, fue la de quién le habia herido, y quién le habia llevado allí.

      Pero como no veia persona alguna que aclarase sus dudas, pretendió salir de ellas provocando la llegada de alguno.

      – ¡Ah de casa! exclamó; pero con acento tan débil que hubiera sido imposible oirle á pocos pasos de distancia.

      El esfuerzo que hizo para hablar le causó un dolor agudo en el pecho.

      – ¡Ah! murmuró. ¡Alma del diablo! ¡pues estoy herido y no como quiera, sino gravemente! ¡herido en el pecho…! ¿y quién ha podido herirme?

      Hizo un esfuerzo Miguel Lopez para evocar sus recuerdos y como los recuerdos obedecen á la voluntad, y la voluntad de Miguel Lopez era poderosa, lentamente fueron eslabonándose sus ideas y al fin recordó de todo punto lo que le habia acontecido.

      – ¡Los miserables! exclamó: ¡si, si! ¡no hay duda! ¡ellos han sido! Esta mañana han pasado en aquella casa cosas extrañas: el mancebo que se presentó á don Diego, segun me dijo Ayala… aquel hermoso mancebo que ha sido amante de doña Isabel… y luego el pretexto de don Diego de que nos llamaba el emir… nuestra detencion en una venta sospechosa… y despues los monfíes… si, si, ellos han sido… ellos que me han sacado de Granada para asesinarme… ¿pero cómo se ha atrevido don Diego, sabiendo que tengo en mi poder pruebas que pueden perderle…? ademas, ¿quién me ha traído aquí…? ellos no deben de haber sido: hubieran acabado de asesinarme… ¿los monfíes? los monfíes no se hubieran tomado el trabajo de curarme las heridas. ¿Quién ha sido, pues?

      Este razonamiento, demasiado largo para el estado en que se encontraba Miguel Lopez, le desvaneció, volvieron á embrollarse sus ideas y recayó en su postracion.

      En medio de ella notó el ruido de los pasos de una persona que descendia por la escalera que empezaba en la puerta: luego vió brillar una luz sobre la argamasa abrillantada del muro, y al fin descendió y entró en la habitacion un hombre.

      Todo esto lo veia de una manera fantástica, por decirlo asi. Aquel hombre era alto, esbelto y vestia un trage de campaña castellano: acercóse levemente al lecho y examinó con una fria atencion al herido.

      Luego fue á la mesa, tomó una taza que habia sobre ella é hizo beber algunas gotas de su contenido á Miguel Lopez.

      Este sintió calmarse la ardiente sed que le devoraba, y haciendo de nuevo un poderoso esfuerzo de voluntad, logró fijar sus ideas y ver claro.

      Entonces pudo hacerse cumplidamente cargo de la persona que habia entrado en el aposento.

      Era un hombre alto,


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