Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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Recuerdo que me encerraron en un calabozo… recuerdo tambien que aquella misma noche entró un hombre en aquel calabozo, y me procuró la libertad; pero á cambio de terribles condiciones.

      – Solo te pedí que dilataras tu venganza: para ello tenia mis razones: el capitan Sedeño es uno de mis mejores espías entre los cristianos: me sirve de mucho. Yo te he respondido de la honra de tu hija y de la vida de tu esposa.

      – ¡Oh! ¡mi esposa! ¡mi hija! exclamó con acento rugiente el extranjero.

      – Han llegado á tal punto las cosas, continuó Yuzuf, que muy pronto me hará Sedeño sus últimos servicios: aviseme del dia en que la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion esten descuidados: sorpréndalos yo en sus hermosos palacios de Granada con mis monfíes, y entonces ese hombre de quien anhelas con justa causa vengarte, es tuyo: entre tanto, espera, Calpuc, espera y ayúdame.

      – Y en qué puedo ayudarte, dijo Calpuc, á quien seguiremos dando este nombre.

      – Revélame lo que has hecho esta noche.

      – ¡Ah! si, es cierto: ayer recibí un mensajero tuyo con el que me avisabas que llegase á esta misma rambla á la media noche. En efecto inmediatamente me puse en camino. Cerróme en él la noche; descendia yo á buen paso por una montaña en direccion á Cádiar, cuando oi pasos de algunos hombres: el sitio era solitario, podia ser funesto un encuentro, y habiendo hallado en el barranco por donde descendia una profunda gruta, me oculté en ella.

      Poco despues los hombres que habia sentido penetraron en la cueva: yo me habia retirado al fondo y como no traian antorchas ni luz alguna, no pudieron reparar en mí; luego entró un hombre á quien reconocí por la voz: era Reduan, el monfí que pasa por ventero en el camino de Orgiva.

      – ¿Y que sucedió? preguntó nuevamente Yuzuf.

      – Aquellos hombres trataron de un asesinato pagado infamemente por dinero.

      – ¿Y como no impedíste ese asesinato, Calpuc? añadió con doble severidad el anciano.

      – ¿Acaso no lo he impedido? ¿acaso Miguel Lopez no está en mi asilo, curado y con grandes esperanzas de vida? ¿acaso no han quedado mordiendo el polvo en el barranco dos de los asesinos?

      – Has obrado como noble y valiente Calpuc: queria saber de tí hasta qué punto ha habido traicion contra ese hombre.

      – Ha sido un asesinato infame meditado y llevado á cabo por don Diego de Válor.

      – Cuenta Calpuc que acusas á un pariente mio.

      – Lo he oido yo, he seguido paso á paso á los asesinos, arrastrándome tras ellos como la serpiente de los bosques de mi patria; he oido el crímen y he podido evitarlo: si me hubiera separado de aquellos lugares para avisarte, tal vez no hubiera podido impedir la muerte de Miguel Lopez.

      – ¿Y has llegado á conocer el motivo por qué don Diego de Válor queria la muerte de ese hombre? dijo el emir mirando profundamente á Calpuc.

      – No; solo he oido concertar el asesinato y pagar el dinero.

      Quedóse un momento pensativo el emir.

      – Ven, dijo al fin, asiendo á Calpuc de la mano.

      Y llevándole la rambla arriba, torció una roca tajada y señaló á Calpuc una encina seca, cuyas ramas descarnadas se extendian como los múltiples brazos de un esqueleto.

      Aquella encina por sí sola hubiera inspirado tristeza; pero con las adiciones que se notaban en ella causaba horror. Aquellas adiciones consistian en siete monfíes ahorcados, del cuello de cada uno de los cuales pendia una bolsa, llena al parecer de dinero; algunos otros monfíes, con las ballestas afianzadas, guardaban aquel árbol de justicia.

      – Ahi faltan dos hombres, dijo sombríamente Calpuc.

      – ¡Don Diego y don Fernando de Válor! ¡es verdad! repuso el emir; pero si yo hiciese justicia en esos dos hombres, creerian los moriscos de Granada que los habia asesinado por temor. ¿Acaso no sabes que don Diego de Córdoba se titula en el Albaicin, en las alquerías de la vega y en las tahas de Guadix y del Marquesado del Zenete, rey de Granada?

      – ¿De modo que has dejado en libertad á esos hombres?

      – No, no por cierto: esos hombres tienen que responderme de una vida preciosa: de la vida de mi hijo, de la vida del emir de los monfíes.

      – ¡De tu hijo! ¡se habrán atrevido…!

      – ¿A qué habia yo de haber avanzado con mis valientes monfíes, casi hasta los linderos de la vega, sino por mi hijo? ¿por quién estoy resuelto á llevar á sangre y fuego á Granada, sino por él? ¡Oh! ¡si! pero ¡por la santa Kaaba! tomaré una venganza horrible de esos hombres si mi hijo ha perecido.

      – ¡Dios vela por los reyes! dijo solemnemente Calpuc.

      – Pero á pesar de esto, bueno es que los reyes velen por sí mismos. Ahora bien, Calpuc: ¿está el herido en disposicion de contestar á mis preguntas?

      – Acaso el sueño á que le he dejado entregado restaure sus fuerzas: acaso cuando despierte pueda hablar sin peligro.

      – Condúceme á donde está ese hombre, Calpuc.

      – Eres padre, emir, y comprendo tu ansiedad: sin embarco, tú solo hace horas que dudas de la suerte de tu hijo… hace diez años que yo tiemblo por la vida y por la honra de mi esposa y de mi hija.

      Yuzuf estrechó fuertemente la mano de Calpuc: despues llevó á sus labios una pequeña corneta de caza y tocó por tres veces.

      Oyeronse entonces en todas direcciones pasos fuertes y acompasados y poco despues adelantaron en círculo, y se estrecharon alrededor del emir, unos cien monfíes.

      – Esos hombres, dijo severamente Yuzuf, señalando á los siete que estaban colgados de la encina fatal, esos homdres, vendieron la vida de un hombre por dinero: ved lo que he hecho con esos hombres: vedlo y escarmentad.

      – ¡Viva el emir! gritaron en una aclamacion informe los monfíes.

      – Que las aves carnívoras los despedacen, añadió Yuzuf: cada uno de esos hombres tiene pendiente del cuello el oro vil con que le pagaron su crímen; ¡ay de aquel de vosotros que toque á una sola de esas monedas!

      – ¡Viva el emir! gritaron de nuevo los monfíes.

      – A vuestros apostaderos: tú Abd-el-Malek, y cuatro mas, conmigo: ¡Mi caballo! ¡Calpuc, á tu caverna! Es necesario que yo hable sin perder un momento con Miguel Lopez.

      Los monfíes se dividieron en grupos, y partieron en distintas direcciones, trepando por las quebraduras. Poco despues Yuzuf, en su potro salvaje, saltaba sobre las breñas, precedido de Calpuc, cuyo vigor era maravilloso, y seguido de su escasa escolta de monfíes.

      La horrible encina quedó abandonada con los siete repugnantes cadáveres que se balanceaban al impulso del viento de la montaña, pendientes de los descarnados brazos del gigantesco esqueleto.

      Trasladémonos á la vivienda subterránea de Calpuc.

      De pié, inmovil y con la vista profunda y amenazadoramente fija en Miguel Lopez, estaba Yuzuf acompañado de Calpuc.

      Pero esto no sucedia inmediatamente despues de la escena que acabamos de referir á nuestros lectores. Desde entonces hasta el momento en que el emir estaba delante de Miguel Lopez, habian pasado algunos dias.

      Calpuc, que entre los misterios de su vida contaba el de ser un excelente médico, habia declarado que la vida del herido peligraba si se le hacia experimentar una sensacion cualquiera.

      Yuzuf se habia visto obligado á reprimir su impaciencia.

      Entre tanto Calpuc y Muhamad, anciano y sabio médico del emir, habian velado continuamente al lado del herido.

      El peligro habia pasado; las heridas habian empezado á cicatrizarse y tenian muy buen aspecto: Miguel Lopez podia sufrir sin peligro un interrogatorio.

      Yuzuf descendió al subterráneo, acompañado de Calpuc.

      Miguel


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