La Espuma. Armando Palacio Valdés

La Espuma - Armando Palacio Valdés


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se puso a hablar, sin sentarse, con Calderón y Pepa Frías. Un hombre rudo y campechanote en la apariencia: sonreía pocas veces: cuando lo hacía era de modo tan leve que aún podía dudarse de ello. Acostumbraba a llamar las cosas por su nombre y a dirigirse a las personas sin fórmulas de cortesía, diciéndoles en la cara cosas que pudieran pasar por groserías: no lo eran porque sabía darles un tinte entre rudo y afectuoso que les quitaba el aguijón. No era muy locuaz. Generalmente se mantenía silencioso mordiendo su cigarro y examinando al interlocutor con sus ojos oblicuos, impenetrables. Mostraba al hablar una inocencia falsa y socarrona que no le hacía antipático. Detrás se veía siempre al antiguo granuja del mercadal de Valencia, diestro, burlón, receloso y marrullero.

      Pepa Frías le habló de negocios. La viuda era incansable en esta conversación. Quería enterarse de todo, temiendo ser engañada ávida siempre de ganancias y temblando con terror cómico ante la perspectiva de la baja de sus fondos. Se hacía repetir hasta la saciedad los pormenores. "¿Soltaría las acciones del Banco y compraría Cubas? ¿Qué pensaba hacer el Gobierno con el amortizable? Había oído rumores. ¿Se haría en alza la próxima liquidación? ¿No sería mejor liquidar en el momento con treinta céntimos de ganancia que aguardar a fin de mes?"

      Para ella las palabras de Salabert eran las del oráculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenía fascinada. Por desgracia, el duque, como todos los oráculos antiguos y modernos, se expresaba siempre que se le consultaba, de un modo ambiguo. Respondía a menudo con gruñidos que nadie sabía si eran de afirmación, de negación o de duda. Las frases que de vez en cuando se escapaban de su boca entre el cigarro y los labios húmedos y sucios eran oscuras, cortadas, ininteligibles en muchos casos. Además, todo el mundo sabía que no era posible fiarse de él, que se gozaba en despistar a sus amigos y hacerles caer de bruces en un mal negocio. Sin embargo, Pepa insistía aspirando a arrancar de aquel cerebro luminoso el secreto de la mina: bromeaba tomándole de las solapas de la levita, llamándole viejo, cazurro, zorro, haciendo gala de una desvergüenza que en ella había llegado a ser coquetería. El banquero no daba fuego. Le seguía el humor respondiendo con gruñidos y con tal cual frase escabrosa que hacía reir a Calderón, aunque no tenía muchas ganas de hacerlo viéndole echar sin miramiento alguno tremendos escupitajos en la alfombra. Porque el duque con el picor del tabaco salivaba bastante y no acostumbraba a reparar dónde lo hacía, a no ser en su casa donde cuidaba de ponerse al lado de la escupidera. Calderón estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fué él mismo a buscar la escupidera para ponérsela al lado. Salabert le dirigió una mirada burlona y le hizo un guiño a Pepa. Ya tranquilo Calderón se mostró locuaz y pretendió sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos. Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun quería oirlos. Al fin y al cabo, entre él y Salabert existía enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, éste asentía con sonidos inarticulados a las indicaciones bursátiles del dueño de la casa. Pepa no se fiaba.

      Salabert se apartó un poco del grupo y se dejó caer sobre el brazo de un sillón adoptando una postura grosera, para lo cual sólo él tenía derecho. En vez de ser mal vistos aquellos modales libres y rudos, contribuían no poco a su prestigio y al respeto idolátrico que en sociedad se le tributaba. Lejos nuevamente de la escupidera volvió a salivar sobre la alfombra con cierto goce malicioso, que a pesar de su máscara indiferente y bonachona se le traslucía en la cara. Calderón tornó igualmente a nublarse y fruncirse hasta que, resolviéndose a saltar por encima de ciertos miramientos sociales, le acercó otra vez la escupidera sin tanto valor como antes, pues lo hizo con el pie. Pepa sentóse en el otro brazo y siguió haciendo carocas al duque. Este comenzaba a fijar más la atención en ella. Sus miradas frecuentes la envolvían de la cabeza a los pies, notándose que se detenían en el pecho, alto y provocador. Pepa era una mujer fresca, apetitosa. Al cabo de algunos minutos el banquero se inclinó hacia ella con poca delicadeza, y acercando el rostro a su cara, tanto que parecía que se la rozaba con los labios, le dijo en voz baja:

      –¿Tiene usted muchas Osunas?

      –Algunas, sí, señor.

      –Véndalas usted a escape.

      Pepa le miró a los ojos fijamente, y dándose por advertida calló. Al cabo de unos momentos fué ella quien acercando su rostro al del banquero le preguntó discretamente:

      –¿Qué compro?

      –Amortizable—respondió el famoso millonario con igual reserva.

      Entraban a la sazón un caballero y una dama, ambos jovencitos, menudos, sonrientes, y vivos en sus ademanes.

      –Aquí están mis hijos—dijo Pepa.

      Era un matrimonio grato de ver. Ambos bien parecidos, de fisonomía abierta y simpática, y tan jóvenes, que realmente parecían dos niños. Fueron saludando uno por uno a los tertulios. En todos los rostros se advertía el afecto protector que inspiraban.

      –Aquí tienes a tu suegra, Emilio. ¡Qué encuentro tan desagradable! ¿verdad?…—dijo Pepa al joven.

      –Suegra, no; mamá … mamá—respondió éste apretándole la mano cariñosamente.

      –¡Dios te lo pague, hijo!—replicó la viuda dando un suspiro de cómico agradecimiento.

      Volvió la tertulia a acomodarse. Los jóvenes casados sentáronse juntos al lado de Mariana. Clementina había dejado aquel sitio y charlaba con Maldonado: el nombre de Pepe Castro sonaba muchas veces en sus labios. Mientras tanto Cobo aprovechaba el tiempo, haciendo reir con sus desvergüenzas a Pacita; pero aunque intentaba que Esperanza acogiese los chistes con igual placer, no lo conseguía. La niña de Calderón, seria, distraída, parecía atender con disimulo a lo que Ramoncito y Clementina hablaban. Pinedo se había levantado y hacía la corte al duque. Y el general, viendo a su ídolo en conversación animada con los jóvenes casados, fatigado de que sus laberínticos requiebros no fuesen comprendidos, ni tampoco sus restregones poéticos, vino a hacer lo mismo. La marquesa y el sacerdote seguían cuchicheando vivamente allá en un rincón, ella cada vez más humilde e insinuante, sentada sobre el borde de la butaca, inclinando su cuerpo para meterle la voz por el oído; él más grave y más rígido por momentos, cerrando a grandes intervalos los ojos como si se hallase en el confesionario.

      –¡Qué par de bebés, eh!—exclamó Pepa en voz alta dirigiéndose a Mariana—. ¿No es vergüenza que esos mocosos estén casados? ¡Cuánto mejor sería que estuviesen jugando al trompo!

      Los chicos sonrieron mirándose con amor.

      –Ya jugarán … en los momentos de ocio—manifestó Cobo Ramírez con retintín.

      –¡Hombre, ca!—exclamó Pepa, volviéndose furiosa hacia él—. ¿Le han dado a usted cuenta ellos de sus juegos?

      Aquél y Emilio cambiaron una mirada maliciosa. Irenita, la joven casada, se ruborizó.

      –Te están haciendo vieja, Pepa. Acuérdate que eres abuela—respondió la señora de Calderón.

      –¡Qué abuela tan rica!—exclamó por lo bajo Cobo, aunque con la intención de que lo oyese la interesada.

      Esta le echó una mirada entre risueña y enojada, demostrando que había oído y lo agradecía en el fondo. Cobo se hizo afectadamente el distraído.

      –¿Os ha pasado ya la berrenchina?—siguió la viuda dirigiéndose a sus hijos—. ¿Cuánto durarán las paces?… ¡Jesús, qué criaturas tan picoteras!… Mirad, yo no voy a vuestra casa porque cuando os encuentro con morro me apetece tomar la escoba y romperla en las costillas de los dos….

      Los tertulios se volvieron hacia los jóvenes esposos sonriendo. Esta vez se pusieron ambos fuertemente colorados. Después, por la seriedad que quedó bien señalada en el rostro de Emilio, se pudo comprender que no le hacían maldita la gracia aquellas salidas harto desenfadadas de su suegra.

      El general Patiño, por orden de la bella señora de la casa, puso el dedo en el botón de un timbre eléctrico. Apareció un criado: le hizo el ama una seña: no se pasaron cinco minutos sin que se presentase nuevamente y en pos de él otros dos con sendas bandejas


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