La Espuma. Armando Palacio Valdés

La Espuma - Armando Palacio Valdés


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deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.

      –¡Qué tarde!—volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola una mirada fija y triste de reconvención.

      La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo con acento burlón:

      –Nunca es tarde si la dicha es buena.

      Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sin soltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser el despacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo por cordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses de caballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con sus estribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países, látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata; todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aquel despacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta de la casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadros representando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa de escribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados en forma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco con columnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el que figuraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una joven con traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.

      Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia en una butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:

      –¡Qué! ¿no te alegras de verme?

      –Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y media que te estoy esperando.

      –¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que se adora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches el Helesponto a nado para ver a su amada?… No; tú no has leído eso ni nada…. Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los libros disiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, te privarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guías los coches…. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para ser guapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.

      –Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que no conoce ni la A—respondió triste y amoscado el joven, en pie frente a ella.

      –¡No, hombre, no!—exclamó la dama riendo; y apoderándose de una de sus manos la besó en un repentino acceso de ternura—.Eso es insultarme. ¿Te figuras que yo podría querer a un bruto?… Toma—añadió despojándose del sombrero—, pon ese sombrero con cuidado sobre la cama. Ahora ven aquí, so canalla; ya que eres tan susceptible, ¿no consideras que has principiado diciéndome una grosería?… ¡Hora y media!… ¿Y qué?… Acércate, ponte de rodillas; deja que te tire un poco de los pelos.

      El joven, en vez de hacerlo, agarró una silla-fumadora y se montó en ella frente a su querida.

      –¿Sabes por qué he tardado tanto?… Pues por el dichoso niño, que me ha seguido hoy también.

      Al decir esto, se puso repentinamente seria; una arruga bien pronunciada cruzó su linda frente.

      –¡Es insufrible!—añadió—. Ya no sé qué hacer. A todas horas, salga por la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. He tenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubo más remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigo esperé otro poquito a que se fuese…. ¡Ahí ves!

      –¡Tiene gracia ese chico!—dijo riendo el caballero.

      –¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepa en seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre, ríete!

      –¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgusto por tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te ha dicho alguna palabra al paso?

      –Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es la persecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua mis entradas en esta casa, de escribir un anónimo…. Y tú ya sabes la situación especial en que me encuentro respecto a mi marido.

      –No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados, sino las amigas envidiosas…. ¿Quieres que yo me aviste con él y le meta un poco de miedo?

      –¡Eso no se pregunta, hombre!—exclamó la dama con voz irritada—. Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero te hace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para que comprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a los caballos y procurar ilustrarte un poco.

      –¡Ya pareció aquéllo!—dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.

      –Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.

      Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de la silla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al fin delante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con el pañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso en pie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetu y adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella, recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillo de una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo, en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que la embargaba.

      –¡Bueno!—exclamó por último en tono distraído e indiferente—. Me voy, chico…. ¿Quieres algo para la calle?

      El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:

      –¿Ya?

      –Ya—repuso la dama con exagerada firmeza.

      El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, y levantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.

      –¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú te apresuras a ponerte la venda.

      –¿Qué estás diciendo ahí?—replicó ella algo confusa—. Me voy porque tengo que hacer una visita antes de comer.

      –Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular…. Debes comprender que no se pueden escuchar con risa los insultos … y tú me estás insultando a cada momento.

      –Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimulos te refieres—replicó la dama con afectación.

      Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella le detuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujo hacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidas veces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar. Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que al cabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijo medio riendo, medio enojada aún:

      –Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro de Terranova…. ¡Eres un bajo!… Primero que yo me humillase de tal modo me harían rajas.

      Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre la cama.

      –Cuando se está tan enamorado como yo—replicó el joven un poco avergonzado—, no puede llamarse nada humillación.

      –¿Es de veras eso, chico?—dijo acercándose a él sonriente y tomándole con sus dedos finos sonrosados la barba—. No lo creo…. Tú no tienes temperamento de enamorado…. Y si no, vamos a probarlo…. Si yo te mandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aún peor, la honra … algunos años de presidio…, ¿lo harías?

      –¡Ya


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